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Juegos de estrategia global: una perspectiva castrista de la subversión en África subsahariana (1977).

Por Pablo J. Hernández González.

Un lúcido autor, al estudiar los patrones de conducta totalitarios, escribió que los dirigentes comunistas estaban obligados a alentar, por su propia supervivencia, lo que denominaba “bulimia expansionista”, algo que a finales de la década de los ’70 parecía entrar en un punto crítico, gracias a lo que también denominaba cualitativo perfeccionamiento de los medios para “… explotar las crisis, aprovechar todos los momentos en que el adversario tenga que descubrirse, meterse por las rendijas (…)”. Esta época representó una de las etapas álgidas del expansionismo comunista a escala mundial, trascendiendo considerablemente los tradicionales escenarios euroasiáticos, en medio del desconcierto, la complacencia y debilidad de las potencias occidentales: “(…) En 1975, el desastre del Vietnam y la deposición del presidente Nixon había sumido a los Estados Unidos en la catalepsia. La Europa occidental, por su parte, acostada en el sofá de la distensión, encantada y en éxtasis por la humillación norteamericana y por los acuerdos de Helsinki, estaba completamente decidida a no ver nada reprensible en todo cuanto pudiera emprender la Unión Soviética (…)”. (1)

El abandono occidental, el empuje moscovita amparado en una considerable superioridad militar sobre sus adversarios, el hábil, aunque frustrado, intento de manipulación del proceso revolucionario de 1974 en Portugal por el movimiento marxista patrocinado por el régimen de Brezhnev, facilitaron la conversión de algunas regiones del África meridional y oriental en excelentes espacios de expansión de lo que en Moscú se tildó eufemísticamente -con el aplauso fervoroso de los intelectuales occidentales desde sus conforts primermundistas-, el “proceso de liberación nacional”, torbellino que (esperaban) terminaría por arrasar la superioridad global de las potencias occidentales. El vacío de poder regional dejado por la decisión de Portugal de retirarse de sus ricas, estratégicas e inestables posesiones africanas, el derrocamiento de la monarquía en Etiopía, la gradual radicalización totalitaria de regímenes nacionalistas en África Central y del Norte, favorecieron la penetración directa o “por interposición” de Moscú, y no muy a la zaga de La Habana y Berlín Este, como instrumentos visibles del proceso del cual los muy explicablemente leninistas moradores del Kremlin habían hecho una tesis rentable: “… el movimiento comunista internacional … no lanza, o lanza raramente, las revoluciones: se apodera del poder en el interior de las revoluciones. Se infiltra en las revoluciones y se infiltra en los gobiernos (…)”. (2)

El nacionalismo de las élites marxistas occidentalizadas del África Portuguesa, o de la draconiana junta militar etíope, los delirios panislámicos de Khaddafi, el tribalismo entorchado de un Idi Amin en Uganda o el extremismo castrense de un N’guoabi, en el Congo Brazzaville, constituían estupendas oportunidades de penetración en el confuso panorama político de la independencia y descolonizaciones tardías en el África de los setenta. La existencia en la región subsahariana de movimientos políticos de izquierda, de antiguo relacionados o clientes de Moscú y La Habana, aunque socialmente minoritarios, bien organizados y leales, contribuyó a llenar “las rendijas” de la penetración comunista en un momento de incertidumbres internas e internacionales. La Unión Soviética y sus aliados, en especial Cuba, sacaron provecho de las eclosiones de “liberación nacional” en el África Austral entre 1974 y 1975, demostrando la capacidad de actuar -encubierta o violentamente-, si las circunstancias permitían asumir la intervención sin riesgos para los instigadores, y con altas probabilidades de éxito. Angola, consolidada militarmente con una poderosa infusión de tropas cubanas, empleando la capacidad logística estratégica y el armamento moscovita, a favor de una minúscula élite de marxistas europeizados, mostró la proyección ofensiva soviética y la vulnerable omisión de sus adversarios. En tanto “… la previsión … la preparación … la paciencia y (el) saber hacer” de los comunistas rusos, cubanos, portugueses, angolanos o mozambicanos situaban en la esfera de influencia del Soviet unos 6 millones de habitantes, cerca de 2 millones de km2; estratégicas escalas aéreas, valiosos puertos, minas de cobre, diamantes, hierro; bosques, reservas petroleras, desde Guinea Bissau hasta el canal de Mozambique, “… la diplomacia occidental, llena de suficiencia y verbalismo, de gloria efímera y de ajustes internos de cuentas …”, parecía resignarse a sus retrocesos en África Austral. (3)

En semejantes circunstancias es que se celebraron dos interesantes y secretas conferencias entre Castro y Erich Honecker, gobernante germano-oriental de entonces, -camino de Moscú el caudillo cubano-, con la intención de perfeccionar la coordinación entre el Kremlin, Berlín Este y La Habana, con vistas a la explotación de las promisorias condiciones políticas y sociales, el acendrado nacionalismo africano, los conflictos étnicos y la nula voluntad de los estados occidentales en el continente negro. Charlas estas que habían permanecido, en lo que a las particularidades de su contenido estratégico se refiere, escasamente conocidas, algo explicable por las sensibles opiniones allí expuestas. Sólo en la última década, la progresiva apertura de los papeles diplomáticos del bloque comunista europeo y de la extinta Unión Soviética, han facilitado el acceso a documentos como estos, que ya frisan el cuarto de siglo. En este caso particular, los sucesos que presentamos se fundan en transcripciones de las entrevistas celebradas entre ambos gobernantes, en la sede del comité central del Partido Socialista Unificado de Alemania del Este, a raíz del viaje de Castro por África meridional a principios de 1977. Son documentos de singular valor histórico para comprender el compromiso estratégico del gobierno cubano con sus mentores soviéticos. (4)

Un escenario promisorio.

Con una base y retaguardias seguras en Angola, Mozambique y Tanzania, los movimientos armados marxistas allí pertrechados por el Kremlin constituirían el idóneo instrumento para desafiar y destruir los gobiernos de la República Sudafricana y Rhodesia, como para intimidar los ricos y débiles estados prooccidentales de Zaire y Zambia. Para Moscú y La Habana, África y su región austral venían a ser el mejor escenario para propinar golpes demoledores al paralizado Occidente. Esta combinación estratégica se percibe en el informe castrista a sus aliados europeos, al ponderarse las ventajas de la cooperación de Tanzania en el empuje definitivo contra Rhodesia, aunque aquel país fuera especialmente vulnerable en lo económico y la influencia de China despertara reservas sobre la preeminencia del patronazgo soviético y cubano de las guerrillas negras marxistas que combatían el gobierno de Salisbury. Sin embargo, para Castro, Tanzania actuaba veleidosamente en sus relaciones con británicos y norteamericanos en lo que al destino de Rhodesia se refería, compartiendo cierta responsabilidad en la acre escisión de la guerrilla marxista entre los prochinos (Robert Mugabe) y los filosoviéticos (Joshua N’komo), conflicto personalista, político e ideológico que limitaba considerablemente la efectividad del compromiso comunista. En la evaluación castrista, Tanzania, aún con los devaneos de su máximo y único líder, Julius Nyerere, resultaba una importante base de operaciones para los movimientos de liberación apoyados por el Este.

Mozambique, segundo en el análisis, estaba gobernado por un movimiento marxista con el que La Habana parecía haber tenido antiguas diferencias de criterio y acción, lo que le valió el despectivo calificativo castrista de “no suficientemente combativo”, cercano en muchos aspectos a la actitud de Tanzania, y con ciertas inclinaciones hacia Pekín. Sin embargo, la aceptación de las sugerencias presentadas por el gobierno cubano durante la visita de Castro, complació lo suficiente el ego ideológico del dictador isleño como para que considerara que su colega mozambicano, Samora Machel, ahora estaba en un rumbo político más afín a las calificaciones exigidas por la Unión Soviética y su entorno, al hacer formales solicitudes de asistencia económica y en particular de apoyo militar -valorado en 100 millones de rublos-, al bloque moscovita. A juicio de Castro, su escala en Mozambique adquiría connotaciones estratégicas fundamentales para consolidar una definición favorable a la causa del comunismo del país y sus conductores.

A esa altura de los acontecimientos, Castro confesaba a su germánico anfitrión que las proyectadas visitas a otros estados “progresistas” del cono sur africano quedaron pospuestas ya fuese por razones políticas inconfesadas, como en el caso de Zambia, por su “posición incorrecta” respecto a la intervención soviética y cubana en el conflicto interno de Angola y la estrecha asociación diplomática del gobierno de Kenneth Kaunda con los estados occidentales, algo que, tras consultas con el gobierno de Angola, justificó el excluirla del itinerario del gobernante cubano, a pesar de mediar un interés de los líderes zambianos en la visita. Por otro lado, la delicada crisis de la provincia de Shaba o Katanga (Zaire) -donde no tardaron en aflorar acusaciones de involucramiento contra Angola y Cuba-, y el confuso asesinato político del gobernante marxista de Congo Brazzaville, Marien N’gouabi, hicieron poco aconsejable que Castro y su delegación extendieran su periplo por el continente negro.

La cuestión de Angola: un compromiso inquietante.

Una de las revelaciones fundamentales del encuentro de Berlín Este, es la valoración castrista del estado de los asuntos del gobierno marxista instalado sobre año y medio antes en Luanda. Confesaba el autócrata cubano que en sus conversaciones con el premier angolano Agostino Neto, le había manifestado enfáticamente, en una de sus características disertaciones magistrales sobre alta economía podemos añadir, que existía “… la absoluta necesidad de alcanzar un nivel de desarrollo económico comparable al existente bajo los portugueses …”, aprovechando al tope los considerables recursos naturales del enorme país africano, algo que parecía estar al borde del desastre después de un año de la “liberación internacionalista” de la antigua provincia lusa y la masiva presencia de asesores y técnicos del bloque soviético, en particular número cubanos. La perspectiva económica de Angola, a juicio de los personeros castristas, sin embargo, podía ser “prometedora” de recuperarse y sostenerse la producción de las materias primas básicas del territorio -curiosamente las mismas prioridades económicas que tuvieron los desplazados y aborrecibles colonialistas del período presoviético-, es decir el petróleo de Cabinda y el café de las provincias septentrionales y centrales, cuyas exportaciones óptimas se cifraban en 500 y 300 millones de dólares americanos entonces, siendo capitales las primeras, “… sin las cuales no pueden hacer nada …”. A juicio de Castro, la pertinente organización de un partido marxista-leninista consolidaría las posibilidades de recuperación económica incrementando las capacidades de control social del régimen de Luanda. Castro, sin embargo, trasluce no escasas y agudas preocupaciones sobre sus protegidos en un asunto fundamental para la supervivencia comunista en el país austral: el desarrollo del ejército y su capacidad de asumir la contrainsurgencia contra los impenitentes guerrilleros nacionalistas en las vastedades del norte y en especial, en las provincias del centro y sur de la “república popular” (5). Para la conservación de la Angola socialista, la asistencia militar exterior era fundamental, reconocía sin ambages: sólo con tropas cubanas el gobierno de Luanda era capaz de oponerse a las guerrillas antimarxistas, en operaciones coordinadas por oficiales soviéticos a los más altos niveles. Es interesante reproducir textualmente la crítica que se espeta a la “división socialista del trabajo” de las tropas comunistas en el país austral. Dice Castro:

“(…) Nuestros asesores están activos hasta el nivel de brigada y los estamos asistiendo con el entrenamiento de cuadros militares y en la lucha contra los bandidos. El ministerio de defensa angolano subestima la lucha contra estos y no destinan tropas regulares a combatirlos. Comprendemos que los asesores militares soviéticos están principalmente asignados a organizar al ejército regular y no están interesados en ayudar a combatir a los bandidos. Es difícil para nosotros luchar contra los bandidos basados en nuestras propias fuerzas únicamente. Nuestros camaradas han tenido multitud de dificultades y han empleado muchas amargas horas en combatirles. Los cubanos no pueden hacerlo solos (…)”. (6)

Así pues, el gobernante cubano revela el desasosiego de verse obligado a librar una campaña contrainsurgente prolongada y costosa ante la indiferencia de los mentores moscovitas y la incompetencia de los camaradas angolanos. El “ejército revolucionario” de los marxistas del Movimiento Popular para la Liberación de Angola (MPLA) era una perfecta nulidad y en no poco, un peligro, y en ciertas regiones, su presencia era inexistente. Castro estimaba que, desde el fin de las operaciones regulares en marzo de 1976, el peso del enfrentamiento de los rebeldes contrarios a Luanda, había caído, un año después, única y totalmente en las tropas cubanas. El costo humano, político y económico de esta misión de sostener con las armas el socialismo africano, resultaba insostenible ya en abril de 1977. Las misiones de contrainsurgencia debían ser responsabilidad de los propios angolanos, dejando al cuerpo expedicionario cubano proteger los pozos petrolíferos de Cabinda y el centro de poder político, Luanda. La dureza con que se enjuicia el gobierno del país y sus fuerzas armadas no se disimula: el ministro de defensa no queda bien parado, el estado mayor del “ejército popular” angolano es una ficción, en el papel Angola cuenta con una fuerza regular de 70,000 hombres, pero en la realidad no constituye más que un conglomerado que adolece de considerable desorganización y muestra una moral dudosa, a pesar de la presencia de oficiales soviéticos en sus mandos superiores. De hecho, queda implícita una discreta punzada dirigida al manejo moscovita de sus cohortes africanas, a la vez que se admitía que una total transferencia del comando militar al gobierno de Luanda sería políticamente improcedente, aunque halagara levemente el ego nacionalista de la minoría marxista del MPLA: Moscú no solo comandaba in situ, sino era el principal proveedor de los armamentos empleados en Angola por las tropas de Luanda, y en buena medida, los cubanos, de modo que a nadie se le podía escapar la realidad que otorgaba a los soviéticos la palabra definitiva. Una asistencia militar de 1.5 millones de rublos, instrumento determinante del control comunista en la nación africana, excluía cualquier pretensión de querer controlar una situación que escapó a sus posibilidades desde el mismo día de la independencia del territorio en noviembre de 1975. Considerando que los costos políticos y humanos experimentados por los cubanos en el último año, forzaban dejar a las tropas angolanas el enfrentamiento a las guerrillas nacionalistas, Castro anunciaba a Hocneker su decisión de retirar sus tropas expedicionarias de la contrainsurgencia, reconociendo que esta lucha adquiría ribetes de crueldad y encono contra los civiles que se negaban a reconocer la autoridad del MPLA, lo que admitía constituir una responsabilidad comprometedora para la presencia cubana en esa porción de África.

En el análisis de las condiciones internas de Angola, el documento revela que no sólo la resistencia anticomunista o las debilidades de las fuerzas armadas del régimen del MPLA contribuían a la precariedad de su gobierno, sino también las ambiciones de poder de los funcionarios del movimiento marxista, la corrupción de los comandantes militares, el favoritismo para con los allegados de Agostino Neto, la conflictiva evidencia “… de racismo negro …”, dirigido contra blancos y mulatos miembros de la élite gobernante en Luanda. Acusando directamente al ministro de defensa angolano de carecer de apropiados criterios morales, de ausencia de valores revolucionarios entre los comandantes y “cuadros” militares, Castro le responsabilizaba del lastimoso funcionamiento de las tropas y su estado mayor, a los cuales se calificaba despectivamente. De ahí su justificación de la imposibilidad de retirar el cuerpo expedicionario cubano de Angola, contingente que, en diciembre de 1976, ascendía a 36,000 hombres y 300 tanques de combate, según la propia fuente. Aunque anunciaba estaba en calendario una gradual disminución de este considerable compromiso militar ultramarino, a la vez reconocía el dilema que entrañaba el hecho que esta presencia era determinante para la existencia del gobierno de Neto, y no precisamente entonces por los adversarios foráneos: “(…) Si los militares cubanos no estuvieran destacados en Angola la situación podría ser más complicada” (7). El grado de “autenticidad popular” del gobierno marxista establecido por el despliegue de la asistencia “internacionalista” puede calibrarse en el detalle que las tropas cubanas y el ejército del MPLA estaban sostenidos íntegramente a expensas del tesoro de la Unión Soviética.

Otras proyecciones estratégicas en la región.

Angola, además, constituía la retaguardia segura, el santuario desde donde Moscú y La Habana organizaban, abastecían, armaban y financiaban los movimientos guerrilleros marxistas dirigidos contra la República Sudafricana, Rhodesia y África Sudoccidental (Namibia). De acuerdo a estos documentos, las guerrillas de este último territorio -bajo administración sudafricana entonces-, aparte de recibir asistencia militar, eran empleados como auxiliares para combatir los rebeldes anticomunistas angolanos. Así, en el territorio “liberado” de Angola se entrenaban militantes del Congreso Nacional Africano (ANC), organización de corte terrorista que, a juicio de Castro, merecía el máximo de asistencia material y financiera soviética y cubana, por su obvia filiación comunista y “clara posición política” respecto a la Unión Soviética y su proyección africana y mundial. En su momento, debilitada la resistencia de la comunidad blanca por el terrorismo interno y la presión de los estados negros marxistas de su vecindad, esta organización sería empleada a fondo, como “un serio poder” en la lucha por la convulsionada Sudáfrica.

Aunque dentro del proyecto estratégico moscovita en el África Austral, Rhodesia parecía constituir el “eslabón más débil” -de acuerdo con el consabido cliché leninista-, las intensas disputas intramarxistas que plagaban la guerrilla negra, ponían las posibilidades de triunfo revolucionario por las armas en las más precarias condiciones. Una de las facciones armadas, el ZANU dirigido por R. Mugabe, quedaba bajo la influencia de China y Tanzania, contando con un millar de combatientes basados en Mozambique. Su rival, el ZAPU, bajo J. N’komo, mucho más reducido, pero muy cohesionado en sus base de Zambia y Angola, principalmente, estaba abierta y masivamente asistido por la Unión Soviética, Cuba, Angola y otros países soviéticos. Como la asistencia moscovita era superior a la china, en opinión de Castro existen posibilidades de privar a chinos y tanzanos de su influencia en los nacionalistas antirhodesianos, aumentando la influencia de asesores cubanos, rusos y germano-orientales en los santuarios del ZAPU en territorio angolano y zambiano. La orientación marxista de Angola y Mozambique, más el concurso de los países del Este, facilitaban la labor de cerco a Rhodesia y la presión militar de las guerrillas negras, si estas se lograban armar y unificar en un mando conjunto, desplazando las perniciosas influencias de los chinos en el conflicto. La perspectiva prometedora descansaba en la coordinación de las acciones de los regímenes de Luanda, Maputo y Lusaka, con los consejos y armamentos de los soviéticos, cubanos y germano-orientales. Estos últimos, por expresa solicitud de los líderes marxistas de la guerrilla, debían velar por la seguridad personal de sus personas, que aún en las bases de retaguardia ubicadas en Mozambique, Zambia y Angola, estaban siempre amenazadas por los comandos rhodesianos y sudafricanos.

En la entrevista, Castro delinea el plan estratégico coordinado por Moscú en África negra: “(…) La lucha de liberación en África tiene un gran futuro (…) Si los estados socialistas toman las posiciones adecuadas pueden ganar una enorme influencia. Aquí es donde podemos propinar poderosos golpes contra los imperialistas (…)”. En este escenario se admite que la invasión de los gendarmes katangueses desde Angola contra la rica provincia meridional de Shaba, en Zaire, constituye uno de los pasos en ese proceso de desestabilización continental, aún en curso, aunque las credenciales marxistas-leninistas sean endebles en estos revolucionarios tribales. El hecho de ser estupendos soldados -que es preciso recordar fueron transferidos de las tropas coloniales portuguesas al MPLA por cortesía del izquierdista comisionado para Angola, Gago Coutinho, tres años antes- que “deseen hacer una revolución en Zaire”, vasto conglomerado territorial y étnico de interés vital para las potencias de Occidente, era una considerable ventaja que merecía hacer ciertas excepciones en la ortodoxia de clase.

Aunque en público La Habana prodigó declaraciones de no estar relacionada directamente con la nueva crisis africana, en el encuentro reservado de Berlín Este, el dictador cubano reconocía haber enviado un representante de alto nivel, Carlos Rafael Rodríguez, a ejercer presión sobre los embajadores de Bélgica y Francia, por sus acciones militares contra los invasores katangueses en Shaba, conminándoles a detener los paracaidistas y sugiriendo la proximidad de considerables unidades militares cubanas en el lado angolano de la frontera vulnerada: “(…) Queremos preocuparlos … que piensen que nuestras tropas están muy próximas”. En apariencia, con este juego de potencia a potencia, se intentaba conjurar, mediante una clásica intimidación diplomática que hubiera deleitado al kaiser Guillermo II, cualquier impedimento para la saludable exportación de la “revolución zaireña” desde Angola, país que Castro reconocía haber proporcionado ingente apoyo material y logístico a los incursores katangueses, para dotar los cuales había recabado armamento de los asesores soviéticos y las tropas cubanas. La liquidación del gobierno prooccidental de Mobuto S. Seko en Zaire, además de la privilegiada posición del país en el corazón de África Central, sus inapreciables franjas mineras, significaría el fin de uno de los estados que asistían los movimientos rebeldes anticomunistas angolanos -en particular el FNLA, de Holden Roberto, antiguo aliado y deudo del autócrata de Kinshasa-, por lo que el gobierno de Angola favorecía sin tapujos una franca intervención amparada en el legitimador marco del “internacionalismo socialista”, posición temeraria de unos políticos -al parecer o desesperados o insensatos, o ambas quizás-, que sus protectores del gobierno de Cuba no compartían entonces, para, según la postura oficial, no proporcionar a los Estados Unidos una excusa para intervenir, algo improbable entonces bajo la administración de Carter. Sin embargo, Castro, que intentó subvertir el enorme estado africano en 1965, en una de las malogradas intentonas de foquismo guerrillero de Guevara, liquidada por mercenarios y tropas del coronel Mobutu, tampoco demostraba disgusto con un desenlace favorable empleando medios encubiertos, siempre que el trabajo comprometedor quedara a cargo de angolanos y katangueses.

Respecto a la incierta situación política en el vecino Congo Brazzaville, entonces envuelto en una sangrienta competencia por el poder entre los muy progresistas ministros de defensa y del interior, algo que desmoronaba el consejo militar revolucionario que aspiraba a establecer el “socialismo científico” en este estado ecuatorial, antiguo aliado de Cuba y la Unión Soviética, y siempre sensible por su vecindad fronteriza con el vulnerable Zaire y la rica provincia angolana de Cabinda. A diferencia de una década antes, La Habana se mostraba entonces cautelosa ante la solicitud de las facciones en controversia de emplear tropas cubanas para “estabilizar la situación política” en Brazzaville, aunque contara con fuerzas destacadas en el país, en la localidad costera de Pointe Noire, y en el enclave de Cabinda. Esta delicada circunstancia, explicaba Castro a Honecker, mereció el despacho de una delegación a Moscú, para consultas con los camaradas del Soviet.

En la conclusión de esta fase de las conversaciones, el “gran juego” en África quedaba perfilado una vez más: “(…) Si tenemos éxitos en fortalecer la revolución en Libia, Etiopía, Mozambique, Yemen del Sur y Angola podemos tener una estrategia integrada para todo el continente africano”. Aunque los comunistas hubieran retrocedido en su influencia en Egipto, las posibilidades favorecían la expansión política y militar del bloque soviético: “(…) En África podemos infligir una severa derrota sobre toda la política reaccionaria imperialista. Podemos liberar África de la influencia de los Estados Unidos y los chinos (…)”. Por ello, y tras retorizar sobre las “condiciones objetivas” y otros florilegios de la ritualidad verbal marxista, pasaban a los puntos concretos de la realpolitick del socialismo real: era preciso seguir cuidadosamente la evolución de los eventos en aquellos países de gran territorio y recursos humanos y naturales como Zaire, Argelia, Libia y especialmente Etiopía, potencial “contrapeso” a la defección de Egipto, y junto con Somalia y Yemen del Sur, una posición excepcional en África Oriental y el mundo arábigo. A pesar de alguna que otra veleidad particular de “potencias”, Castro y Hocnecker no disimulaban en sus conclusiones la realidad de quiénes definían todas las estrategias grandiosas en África, al declarar: “(…) Todo esto debe ser discutido con la Unión Soviética. Seguimos sus políticas y su ejemplo”. (8)

San Juan, Puerto Rico, 2000. arriba

Notas.

(1) volver Revel, J. F. Como terminan las democracias. Editorial Planeta, S.A., Barcelona,1983, pág. 95.

(2) volver A. Bensacon (1982), citado por Revel, J. F. Ibidem, pág. 96.

(3) volver Revel, J. F. Ibidem., pág. 99; Enciclopedia Universal Ilustrada. Espasa Calpe, S. A., Madrid, 1981. Suplemento Anual 1975-1976; Benz, W. y H. Graml (edit.) El Siglo XX. Problemas mundiales entre los bloques de poder. Siglo XXI, Madrid, 1992, capítulo 6, págs. 300-315, 328 y ss; Powaski, R. E. The Cold War. The United States and the Soviet Union 1917-1991. Oxford University Press, New York,1998, págs.192-197;209-210.

(4) volver “Fidel Castro’s 1977 Southern Africa Tour: a Report to Honecker”, en Cold War International History Project. Woodrow Wilson International Center for Scholars. Bulletin 8-9. Cold War in the Third World and the Collapse of Détente. El documento fue obtenido en los archivos germanos por el investigador Christian F. Ostermann.

(5) volver Moscú y La Habana, en estudiada indiferencia a sus propios orígenes acostumbraban a denigrar a sus opositores en cualquier circunstancia. Así, calificaban de “bandidos” a los miembros de los movimientos nacionalistas Frente de Liberación Nacional de Angola (FNLA) y Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA). La primera operaba en el norte, con una base social en la comunidad bakongo; la segunda, en comarcas del centro y sur, entre la etnia ovimbundu, mayoritaria en el país. Derrotadas en la lucha regular (febrero de 1976), estas organizaciones pasaron a practicar su interpretación del concepto maoísta de la “guerra popular prolongada”, en especial la UNITA, liderada por Jonás Savimbi, desde remotos santuarios selváticos, algo que resultará ser una pesadilla para soviéticos y cubanos.

(6) volver Ibidem, pág. 3.

(7) volver Ibidem. Véase Santamaría, Ives. “Afrocomunismos: Etiopía, Angola y Mozambique”, en Courtois, S. y otros. El libro negro del comunismo. Editorial Planeta, S.A. Barcelona, 1998, págs. 777-782.

(8) volver “Fidel Castro’s 1977 Southern Africa Tour…”, en CWHIP, Bulletin 8-9, pág. 6. Castro pareció reclamar, en esta ocasión, una mayor cooperación de sus protectores y aliados en las presentes y futuras empresas africanas, al decir con cierto desconsuelo: “(…) Cuba no puede ayudar sola”. En el proyecto de estrangular económicamente a Occidente con la dominación de los inmensamente ricos yacimientos minerales de Sudáfrica, de controlar el vital flujo petrolero que circunvalaba el Cabo de Buena Esperanza desde el Golfo Pérsico en dirección a Europa y convertir el Atlántico meridional en un área de supremacía naval y aérea moscovita desde bases establecidas desde Angola a Mozambique, la Unión Soviética tenía comprometidos desde 1975, esfuerzos de importancia, propios y de sus más estrechos seguidores mundiales, pero los de estos no poseían la vitalidad y potencialidades exigidas por semejantes proyecciones. De ahí el papel de la “indispensable” y “fraternal” asistencia económica y militar del Kremlin.

(Publicada la versión original en la edición electrónica de CubaNuestra) arriba

 

 
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