La Cultura del Poder. Vanguardia revolucionaria versus
vanguardia intelectual. De cómo la sangre llegó al
río.
Por Dennys Matos Leyva.
Años sesenta.
Nunca antes en la historia cultural cubana un
gobierno había abierto horizontes tan amplios y profundos,
planteados desde un discurso democrático y popular. Tampoco
nunca antes la vanguardia intelectual y artística había
soñado contar con tantos medios para producir y difundir,
a una escala social inimaginable hasta entonces, su experimentación
creadora, lo cual la convertía en sujeto y objeto de transformación
de la realidad cultural en la Isla. Para la mayor parte de los intelectuales
y artistas de aquel momento, el desarrollo del programa revolucionario
representaba el progreso. Estas condiciones hacen posible que, por
ejemplo, jóvenes escritores como Jesús Díaz
y Juan Valdés-Paz, en el texto "Vanguardia, tradición
y subdesarrollo" -número 5 de la Revolución
y Cultura de 1968- afirmen "que las vanguardias culturales,
hasta aquí condenadas virtualmente a la clandestinidad histórica,
constituyen sus aspiraciones en políticas".
Es precisamente en la consecución de estas
aspiraciones donde el proyecto de la vanguardia artística,
consciente de un panorama de subdesarrollo sociocultural y, por
tanto, centrada en buscar nuevos lenguajes y conceptos con los que
reinventar las categorías interpretativas de la tradición
cultural cubana, entronca con el proyecto de la vanguardia política
revolucionaria. Para Rafael Hernández -"La otra muerte
del dogma", en La Gaceta de Cuba de 1994—, esta
vanguardia política ya ha asumido en cierto sentido el papel
de vanguardia intelectual, "en la medida en que produjo la
ruptura con viejos esquemas y la apertura de nuevas visiones sobre
la realidad nacional e internacional". Sin embargo, la confluencia
en puntos importantes del programa de ambas vanguardias no es suficiente
para que el matrimonio entre el poder revolucionario y la intelectualidad
se consume.
Hacia finales de los sesenta, la revolución
toma una serie de medidas dirigidas a eliminar aquellos símbolos
y representaciones que, en el orden económico, político
e ideológico, significaban la existencia de un espacio plural.
En esta llamada "Ofensiva Revolucionaria", el Gobierno
enfrenta abiertamente y barre lo que podía quedar de independencia
en el campo del pensamiento. Pero la revolución necesitaba
controlar el capital simbólico del que, en el plano sociocultural,
los artistas e intelectuales eran portadores. En otras palabras:
precisaba apropiarse de esos distintivos y representatividad social,
empleándolos para desarrollar aquellos vectores de su programa
que le legitimarían a la hora de abordar a corto y largo
plazo el adoctrinamiento de las masas. El poder revolucionario pretendía,
además, que en la operación los intelectuales convocados
prescindieran de su individualidad creativa y distanciamiento crítico,
o lo que es lo mismo, les exigía que desecharan, de forma
consciente y militante, la ya de por sí desarticulada autonomía
expresiva del campo cultural. Desde entonces, este último
gravita alrededor de un centro político que en un primer
momento intentará animarlo, dando muestras de tolerancia
y simpatía por la actividad artística, pero que más
tarde -ya controlado el campo y neutralizada su capacidad de generar
respuestas- se dedica a dictar el contenido de la producción
intelectual.
Esta postura denota, en buena medida, el peligro
que representaba la actividad crítica para el rumbo totalitario
tomado por la revolución y, por ende, la desconfianza política
de que eran objeto los intelectuales y artistas. ¿Cómo
argumentar esta actitud de manera que resultara lo menos sospechosa
posible de cara al paulatino control de la esfera cultural? La dirigencia
revolucionaria comienza, por un lado, a reprocharle a los intelectuales
su escasa participación en la lucha contra Batista. Por el
otro, a utilizar una retórica marxista esclerótica,
articulada sobre la base del discurso nacionalista: comienza a desentrañar
la "tradicional mentalidad pequeño-burguesa" de
la clase pensante. Ambas tácticas cierran el círculo,
y el estigma de no ser "auténticamente revolucionaria"
empieza a planear sobre la producción intelectual. Según
Fidel Castro, el verdadero intelectual o artista revolucionario
sería "aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta
su propia vocación artística por la revolución".
Aquí se plantea ya el desgarrante dilema enfrentado por el
creador cubano tras 1959: quiere apoyar y servir al proyecto cultural
revolucionario, pero mantenerse fiel a su vocación literaria
o artística. Una situación que se agudiza a medida
que las facciones identificadas con los dogmas seudo-marxistas se
van haciendo con el poder.
Una buena parte de la intelectualidad cubana no
pudo (o no quiso) asumir la duplicidad ética y estética
necesaria para nadar entre dos aguas. Contestó reivindicando
la libertad creativa como derecho inalienable. Es el origen de los
desencuentros, de las rupturas y de los amargos silencios creativos.
De las persecuciones y el ostracismo de los herejes y renegados.
Sobre todo después de que la fidelidad a la revolución
fuera enmarcada por rígidos esquemas ideológicos y
el derecho a la libertad creativa provocara, en un marco institucionalizado,
sospechas y desconfianzas mutuas. La vanguardia intelectual veía
que el acceso a los nuevos espacios culturales no dependía
ya de su talento o esfuerzo, sino de su capacidad para aceptar y
divulgar el credo del poder político. La vanguardia revolucionaria,
temiendo que su autoridad pudiera ser resquebrajada en la medida
en que fuera cuestionada la integridad ideológica de sus
postulados culturales, desautorizó socialmente la legitimidad
del campo intelectual y artístico. Ello motivó la
categórica descalificación de quienes pretendían
fortalecer la autonomía del pensamiento. Desde entonces,
como puede leerse en El socialismo y el hombre en Cuba,
impedir "que la generación actual, dislocada por sus
conflictos, se pervierta y pervierta a las nuevas", fue una
obsesión del poder revolucionario. Es por ello que uno de
los objetivos de la política cultural oficialista es ensayar
sistemáticamente la desautorización social. Y no sólo
en la figura del intelectual y su papel de vector pedagógico,
sino en la legitimidad de sus obras, a través de una hermenéutica
"marxista" que en el fondo trabaja con categorías
estéticas de corte estalinista. Esta política está
dirigida a descalificar incluso el dominio de los capitales simbólicos
específicos, toda vez que dichas obras son consideradas nocivas
para los intereses de la nueva sociedad revolucionaria.
La revolución, la educación, el pueblo
y los intelectuales.
En Cuba, tras el triunfo revolucionario, una fracción
de la población sometida por el nuevo régimen (aquella
que pertenecía a la burguesía criolla) abandonó
la Isla organizándose en el exilio de Miami. Hubo otra fracción
-quizá la menos numerosa- que se quedó y aun organizó,
hasta mediados de los sesenta, la resistencia armada. Estas posturas
enfrentadas a la nueva ideología, desde dentro y fuera, señalaron
al régimen que si quería afianzarse y sobrevivir a
la guerra de desgaste que se avecinaba debía lograr el apoyo
del total de la población. Lo que justifica los insistentes
llamamientos de Fidel Castro en Palabras a los intelectuales:
"La revolución debe tratar de ganar para sus ideas a
la mayor parte del pueblo". Como se deduce del propio documento,
esa mayoría aún no mostraba "una actitud realmente
revolucionaria ante la realidad". Por lo que la tarea impostergable
del nuevo gobierno fue conseguir el apoyo no ya de aquellos sectores
(mayormente obreros, estudiantes e intelectuales de la pequeña
burguesía urbana) que participaron activamente en el derrocamiento
de la dictadura de Batista, sino el de esa mayoría que había
vivido hasta entonces "en la explotación y el olvido
más cruel". Un objetivo que no podría lograrse
sin un adoctrinamiento sistemático y masivo, articulado sobre
las bases de los enunciados político-ideológicos de
la revolución. La Campaña Nacional de Alfabetización
-el primer gran gesto y tal vez el más audaz de todos los
desarrollados por el programa revolucionario- se propuso erradicar
el analfabetismo como primer paso hacia la democratización
de la educación y la cultura. Algo que desde el proyecto
de la república martiana no sólo se había postergado,
sino que bajo la mira de las elites criollas se convirtió
en instrumento y fuente de legitimación clasista. De ahí
que la Alfabetización Nacional fuese, además, una
campaña que rompía con los viejos esquemas socioculturales,
una extensa maniobra política (como muestran los contenidos
de los manuales y libros empleados) considerada de vital importancia
para la sobrevivencia del nuevo orden, que tuvo incluso sus mártires.
Un logro -convertido en definitiva ventaja- inalcanzable para las
fuerzas opuestas a la legitimación del castrismo.
El proceso mediante el cual el régimen
desautoriza a los artistas e intelectuales está relacionado
con el concepto de pueblo practicado por los enunciados político-ideológicos
de la revolución (proceso que comienza a manifestarse a partir
de las Palabras a los intelectuales, se acentúa
en 1965 y se impone institucionalmente a mediados de los setenta,
con la creación del Ministerio de Cultura). Ellos postulan
al pueblo como verdadera conciencia crítica: un concepto
construido desde los enunciados seudo-marxistas más dogmáticos
y extremistas, y que será parte esencial de la instrumentalización
partidista de la cultura. Una noción de pueblo convertida
desde 1959 en referente esencial de las transformaciones operadas
en la sociedad cubana, pero sin que soportara al principio, al menos
en los cuatro o cinco años iniciales, las aplicaciones reduccionistas
de que fue objeto posteriormente. Ni siquiera después de
ser sometida a redefiniciones, sobre los presupuestos revolucionarios
perfilados entre 1961 y 1964, la noción es empleada como
instrumento de marginación o criminalización política
y fuente de deslegitimación social. Luego sí se aplicaría
a aquellos grupos que, sin tomar el camino de la lucha armada, no
compartían el rumbo socialista que tomaba la revolución.
También a aquellos que, aun compartiendo
el derribo de la dictadura de Batista, prefirieron no involucrarse
en la dialéctica de los cambios radicales. Algo que puede
advertirse cuando en Palabras a los intelectuales Fidel
Castro dice: "...la revolución nunca debe renunciar
a contar con la mayoría del pueblo; a contar no sólo
con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos
que, aunque no sean revolucionarios, es decir, que aunque no tengan
una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella..."
Aquí persiste cierto
contenido de civilidad, todavía se habla de ciudadanos -no
de masas- a los que se le reconoce (y tolera) su individualidad.
Esta concepción de pueblo, comprensivo y tolerante con las
disyuntivas sociales que las transformaciones revolucionarias iban
generando, fue blanco de sistemáticas purgas. Se le borró
todo contenido que no fuese el asignado por los presupuestos más
oportunistas y extremos del poder. Las directrices del proceso se
aceleran a partir de 1965, y éste culmina a mediados de la
década de los setenta. Esta fase coincide -y no casualmente-
con un elevado desarrollo de la "cultura política de
las masas", también con un definitivo giro de la revolución
hacia una "dictadura del proletariado". En el periodo,
el discurso que enuncia las posturas político-ideológicas
del régimen comienza a cerrar su concepción de "pueblo".
Empieza a restringir y clasificar sus figuras y categorías
semánticas, instaurando un nuevo límite para su significado
dentro del contexto social. Un postura argumentada por el Partido
Comunista (PCC), que ya afianzaba su poder. El 10 de octubre de
1968 -en la velada conmemorativa de los cien años de lucha-,
Castro habla en nombre del Partido: "Cuando decimos pueblo
hablamos de revolucionarios; cuando decimos pueblo dispuesto a combatir
y a morir no pensamos en los gusanos ni en los pocos pusilánimes
que quedan: pensamos en los que tienen el legítimo derecho
a llamarse cubanos y pueblo cubano". A la concepción
de pueblo más abierta y dialogante de los primeros años
de revolución, se le han practicado lecturas simplificadoras
en aras de conseguir una homogeneidad discursiva acorde con los
dogmas marxista-leninistas.
Tal postura es una evidente manifestación
de poder del grupo que se había hecho con el control de la
revolución. También una advertencia para aquellos
que no compartían completamente sus ideas. De este todo la
revolución -ya dictadura "del proletariado"- consigue
incorporar la fórmula Revolución=Pueblo, o hacer de
"pueblo" un sinónimo de "revolución".
Logra institucionalizar una especie de terrorismo nacional (el terror
rojo contra el terror blanco del que hablaba Lenin) que defiende
y protege los intereses de un pueblo previamente definido por el
poder, reprimiendo brutalmente todo lo que atenta contra la unidad
e integración de ese "pueblo" en torno al castrismo.
El proceso fue dirigido por un PCC que, además de autoproclamarse
único representante de los intereses nacionales, se convertía
en su vanguardia militante. La fórmula, con toda la carga
de sadismo social que comporta, será la punta de lanza con
la que se aterrorizaran -en actos de infinita crueldad- todas aquellas
posturas intelectuales, artísticas, políticas o ideológicas
divergentes, o que contradigan el "poder del pueblo" personificado
en la "vanguardia revolucionaria".
El PCC, la revolución y los intelectuales.
"Una revolución —decía
Engels— es, indudablemente, la cosa más autoritaria
que existe. Es el acto por el que una parte de la población
impone su voluntad a la otra por medio de fusiles, bayonetas y cañones,
recursos autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no
quiere haber luchado en vano, tiene que mantener este dominio por
el terror que sus armas inspiran a los reaccionarios".
El PCC, refundido en 1965, se organiza siguiendo
el esquema de Partido de Nuevo Tipo leninista, que inaugurara el
principio del monopolio político-ideológico. El propio
Fidel Castro enunció las líneas de lo que después
sería la práctica totalitaria, cuando pronunció
su discurso en el acto de presentación del Comité
Central del Partido Comunista de Cuba, el 3 de octubre de 1965:
"De una vez por todas y para siempre ha de desaparecer todo
tipo de matiz y todo tipo de origen que distingan a unos revolucionarios
de otros". La reagrupación de las vanguardias políticas
en un partido de orientación leninista que, además,
ya se había hecho con el poder, tuvo repercusión inmediata
en la política cultural de la revolución. Puede decirse
que, hasta ese momento, dicha política estaba marcada por
una cierta espontaneidad e improvisación. Carácter
que de algún modo sellaba el proceso revolucionario, motivado
en buena medida por "la necesidad de enfrentarse a muchos problemas
apresuradamente" (Palabras a los Intelectuales). En
este sentido, y aunque se habían creado ya numerosas aulas
como parte del ambicioso programa inicial, se daban todavía
los primeros pasos en la reforma de los programas educacionales
y universitarios. No existía un órgano rector y centralizador
-no existía el actual Ministerio- de los contenidos político-ideológicos
y administrativos de la cultura. Paralela, por ejemplo, a la actividad
desarrollada de forma independiente por el ICAIC, Casa de las Américas
o el Museo Nacional de Bellas Artes, el INRA (Instituto Nacional
de la Reforma Agraria) desarrollaba sus propias prácticas
de extensión cultural.
Este fenómeno preocupaba seriamente a Fidel
Castro, y sobre el cual llamara la atención en las reuniones
sostenidas con los intelectuales en el verano de 1962. En ellas
resaltó la importancia que para la revolución tenía
la unidad de dirección y, sobre todo, la autoridad en torno
a la toma de decisiones en la esfera cultural. Es el nuevo PCC quien,
armado ya de una retórica marxista-estalinista, comienza
a articular sobre las bases del nacionalismo revolucionario un discurso
donde se redefine tanto la figura como la función de los
intelectuales y artistas en una sociedad socialista. La educación
y el desarrollo de la cultura serán patrimonio exclusivo
e inalienable del Partido. Al respecto Castro, en el discurso citado,
es categórico: "Nuestro Partido educará a las
masas, nuestro Partido educará a sus militantes. ¡Ningún
otro partido, sino nuestro Partido y su Comité Central!".
Ello impuso a los intelectuales y artistas un bloqueo en el acceso
a los dispositivos de decisión: ya no sólo eran incapaces
de influir en los signos y la orientación que tomaba el proyecto
revolucionario, sino que ni siquiera podían decidir su papel
dentro de la sociedad que comenzaba a construirse.
En estas circunstancias el poder no veía
-ni le interesaba ver- a "artistas de gran autoridad que, a
su vez, tengan gran autoridad revolucionaria", como escribiera
Guevara en El hombre y el socialismo en Cuba. Por lo que,
en términos de estrategia de gobierno, comenzó a estimarse
peligroso que la intelectualidad formara culturalmente a las nuevas
generaciones. De acuerdo con el pensamiento guevariano, "los
hombres del Partido deben tomar esa tarea entre manos y buscar el
logro del objetivo principal: educar al pueblo". Con ello se
despojaba a los intelectuales y creadores del potencial sociocultural
que para estos efectos había generado la propia revolución.
El lugar de los pensadores y artistas dentro de la nueva sociedad,
su función educadora y de resorte del pensamiento crítico,
era sustituida por las funciones y resoluciones del PCC. Se trata
de una de las primeras constricciones practicadas en la esfera cultural
cubana (luego vendrán otras mucho más aberradas y
grotescas). A la intelectualidad se le escamoteará prestigio
y se despreciará su valor cívico y crítico.
Su importancia político-social será objetada. En el
fragmento La actividad cultural, del Primer Congreso Nacional
de Educación y Cultura en abril de 1971, puede leerse: "La
conciencia crítica de la sociedad es el pueblo mismo y en
primer término la clase obrera, preparada por la experiencia
histórica y por la ideología revolucionaria para comprender
y juzgar con más lucidez que ningún otro sector social
los actos de la revolución".
A partir de 1966, la dirigencia cubana insiste
cada vez más en la necesidad de una educación capaz
de crear "el hombre nuevo". Uno totalmente exento de las
ideas del siglo XIX, pero también de las limitaciones del
XX (para Guevara "decadente y morboso"). El argentino
estaba convencido de que la creación del "hombre nuevo",
de educación integral e inquebrantable confianza en el futuro
socialista, sería el gran aporte de la revolución
a la causa del marxismo-leninismo, y a la humanidad entera. Es de
suponer que para el poder, habiendo mostrado el movimiento intelectual
tantas "confusiones ideológicas", la altísima
responsabilidad de crear el "hombre nuevo" debía
quedar, en todo caso, en manos de quienes habían sido formados
bajo los enunciados político-ideológicos del régimen.
En manos de unos "intelectuales y artistas" dedicados,
por sobre todas las cosas, a instrumentar la ideología partidista.
Había que crear los nuevos cuadros del PCC para "el
frente cultural". Es una especie de pragmática de los
ideales gramscianos sobre el intelectual orgánico, aplicada
al contexto cubano. La incorporación masiva de los "trabajadores
de la cultura" -y aficionados a ella, desde campesinos hasta
combatientes de las FAR y el MININT- y los cuadros del PCC, acaba
borrando la relativa autonomía del campo cultural y su capacidad
de generar debate. Ello trae como consecuencia la sindicalización
del pensamiento. Los intelectuales y artistas son milicianos uniformados
o, incluso, simples trabajadores de la esfera productiva (una especie
de inducción forzada a los mea culpa que aún
sigue practicándose). Obreros, trabajadores, los artistas
e intelectuales tienen que ser "socialmente útiles",
producir bajo sospecha de parasitismo. Había que desaparecer
cualquier rastro de independencia en la producción de contenidos
ideológicos respecto a los dogmas generalizadores del poder
revolucionario. Lo que se intentaba -y se logró de manera
despiadadamente eficaz- era desarticular el campo de producción
cultural desactivando su núcleo: la vanguardia intelectual.
Madrid, 2003.

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