la pintura de lapayese. una reflexión en torno
a la pintura de los primitivos holandeses.
Por José Ramón Alonso Lorea.
En los albores del siglo XV, en la zona de los
Países Bajos también se iniciaba un arte nuevo. Se
fundaba entonces una pintura realista, muchas veces marcada por
cierto misticismo, que partía de la observación directa
de la naturaleza y que terminaba con un minucioso acabado en los
detalles. Detallismo que acusaba la relación del nuevo arte
con el gótico flamígero preexistente, caracterizado
este último por la ornamentación virtuosa. Esta meticulosa
atención a los detalles, junto a las sutiles alusiones poéticas
y simbólicas, la atemporalidad, la cuidadosa composición
que transmite sosiego y sencillez, y un uso nada gratuito de las
luces y el color, conforman una «escuela» de más
de tres siglos que bien puede estudiarse a través de las
obras de maestros como Van Eyck (1422-1441), De Heem (1606-1684),
Dou (1613-1675), Metsu (1629-1667), De Hooch (1629-1684), Vermeer
(1632-1675), Hammershoi (1864-1916), entre otros.
Hacia este discurso del norte apuntan las pretensiones
estéticas de la joven pintora Teresa Lapayese, de quien,
recientemente, la Galería Nela Alberca, en Madrid, nos ofreció
una muestra de su obra. Una obra que se mueve dentro de los resortes
de un realismo que se proyecta desde la observación directa
del entorno arquitectónico, hasta el interés por atrapar
en el lienzo -o en la tabla- ciertos objetos de la vida cotidiana.
Desde el punto de vista de los géneros que
más trabaja, la obra de Lapayese se puede desglosar en tres
propuestas fundamentales: paisajes donde la arquitectura se hace
protagonista, naturalezas muertas, y unas pocas «alegorías»
que, a mi juicio, resultan los más originales propósitos
artísticos de Lapayese. En los paisajes arquitectónicos
y las naturalezas muertas esta pintora demuestra que tiene dominio
del oficio. Un oficio que va fraguando al calor de esa estética
que inicialmente describíamos: carácter tranquilo
y equilibrado de la composición, habilidad para captar la
luz que se desea así se falte a la realidad objetiva, y esa
reiterada meticulosidad en los detalles que se realiza con precisión
de orfebre. Esta parte de su producción está bien
estetizada y logra agradar. Sus composiciones con «cebollas»,
«membrillos» o «lombardas» son preparadas
concienzudamente, con mucho cuidado, con una escasa profundidad
y unas luminosidades intencionalmente proyectadas sobre los fondos.
Soluciones todas que de algún modo recuerdan aquellas antiguas
pinturas holandesas.
Pero es en las «alegorías» donde
Lapayese logra su propuesta mejor. Junto al dominio técnico
antes descrito destacan las referencias simbólicas. Aquí
la pintora parece discursar sobre aquello de que la técnica
no es el fin, de modo que el contenido de estos cuadros finales
no se reduce a lo estético. En ellos no ha querido «representar»,
sino expresar creadoramente a través de la representación.
Ha comprendido que el carácter tranquilo y apacible de las
pinturas holandesas es el resultado de una reflexión. La
variedad de objetos, enseres y naturalezas muertas que vemos dialogar
en una de aquellas antiguas obras, constituye un discurso de signos
ocultos que hace referencia a contenidos filosóficos, metafísicos
y religiosos. Es un diálogo del saber en forma de símbolos.
Hacia aquí inevitablemente arriba la estética de Lapayese.
En sus «alegorías», incluso, se ha apropiado
de ciertos fragmentos de obras de Vermeer que combina con objetos-símbolos
que hacen referencia al tiempo y a la historia.
Me atrevo a vaticinar, con toda la modestia de
un ojo algo entrenado, que Lapayese -de seguir en esta línea
de trabajo- madurará con una obra que tenderá a la
superpoblación de objetos-símbolos en sus cuadros.
De modo que sus jóvenes obras quedarán valoradas como
estudios, previos bocetos de ese futuro discurso que finalmente
apuntamos. 
Guadalajara, España, 2001.
Revista Hipano-Cubana, No. 9, Madrid.
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