Nieve sobre la arena. A cuatro décadas de la
Guerra de Junio de 1967.
Por Pablo J. Hernández González.
“(…) ¿Y con qué elementos
cuentan para sostener semejante altanería de lenguaje y hacer
frente a los sucesos (…)?
Vizconde de Montmorency-Laval, 1818.
Tres semanas atrás, muy de mañana,
estaba en el aeropuerto de Luxor, Alto Egipto. A cargo de una excursión
universitaria, proyectábamos un interesante itinerario por
un país en absoluto escaso de posibilidades de palpar tiempos
y obras monumentales. Al abordar el autobús y en tanto este
abandonaba el espacioso estacionamiento, reparé en varios
objetos metálicos, cuya naturaleza creí intuir entre
el follaje del bien cuidado jardín de la instalación.
Una vez que nuestro autobús turístico se situó
en el plano de salida, disfruté, creo que en solitario por
lo que después pude indagar, de un curioso monumento levantado
a la historia contemporánea egipcia y cuya disposición
me resultó familiar por haberlo visto en otros entornos.
En efecto, sobre un discreto pero cuidado trozo de césped,
tres aviones de combate MiG de manufactura soviética se exhibían
a modo de museo al aire libre, como recuerdo de otros tiempos y
afinidades en aquellas tórridas comarcas africanas. Un pequeño
MiG- 15, acompañado por un MiG-17 y la inequívoca
silueta, tan familiar por los innumerables desfiles de mi ya elusiva
infancia, del grácil MiG-21, se hicieron reconocibles. Mis
estudiantes no deben haber reparado en este singular monumento histórico,
como creo tampoco las colegas que nos acompañaban, no les
culpo, nuestro madrugonzazo en El Cairo dejaba justificado margen
como para que algo que no fuese literalmente faraónico les
ahuyentara el letargo del vuelo, si bien creo que algunos de ellos,
de haber estado más cerca de mi ventana hubiesen mostrado
interés parecido al mío. Por otro lado, sus referencias
en la materia, cuando existen, son indiscutiblemente de modelos
occidentales más familiares a los cielos de su isla borincana.
En tanto el autobús nos llevaba a nuestro
destino en Luxor, estaba lo suficientemente desvelado como para
permitirme un discurrir acerca de la presencia de aquellos representantes
de la tecnología bélica de un imperio desaparecido
-felizmente desaparecido, agrego- que en la larga sucesión
de potencias que intentaron establecer su influencia en esa extraordinaria
topografía que ha moldeado el Nilo por milenios, procuró
dejar su impronta política durante las turbulencias de la
segunda mitad del siglo XX. Tres discretos hitos de la proyección
de poder, diplomacia de armamentos y explotación de los nacionalismos,
que el Kremlin, en particular desde la consolidación de Nikita
Kruschev, buscó extender al África y Medio Oriente.
Periodo contradictorio marcado por una personalidad
estridente y pintoresca, pero en absoluto carente de astucia y capacidad
de calibrar a amigos, aliados y adversarios latentes, el de Kruschev
estuvo signado por la fascinación por las oportunidades que
brindaban los procesos que sacudían la influencia occidental
en las franjas geográficas de Eurasia. Implacable con los
ejercicios nacionalistas en los ámbitos de Europa Oriental
o las provincias metropolitanas del Soviet, el premier soviético
pareció sentirse atraído por los caudillos nacionalistas
que se hicieron frecuentes huéspedes de noticieros durante
las décadas del 1950 al 1970. El indonesio Sukarno, el indostano
Nehru, el egipcio Nasser o el cubano Castro, disfrutaron de las
atenciones, adhesiones y algunas zalamerías de Kruschev,
al menos en públicas alusiones, al representar lo que se
esperaba sería el desgajamiento definitivo de las zonas estratégicas
de Occidente y su alineación, en uno u otro grado, con las
metas globales de una Unión Soviética que aspiraba
a estar de gala en las exequias del mundo occidental.
En explicable, pero siempre chocante para los fieles
más ortodoxos allende y aquende el Moskova, el Kremlin comenzó
a celebrar, cortejar, subsidiar y sobre todo, pertrechar a estados
revolucionarios nacionalistas de Asia, África y el Caribe
cuyos líderes y grupos de poder resultaban por lo general
raigalmente ajenos a las intrincadas organicidades de Marx, tanto
como a las brutales lecciones ideológicas de Stalin. Inclusive,
algunos de ellos como Nasser y Castro poseían un sustrato
ideológico de filiación falange-fascista u otros como
Sukarno habían colaborado con los ejercicios de la cooprosperidad
del nacionalismo nipón, en días oportunamente olvidados.
Para consternación de marxistas correctos y disciplinados
en Europa o América, la madre patria del socialismo prodigaba
rublos, tractores, fertilizantes y armas pesadas a favor de líderes
egolátricos, alborotadores y desafiantes de las potencias
occidentales y que habían llegado al poder en perfecto desdán
de las predicciones que durante un siglo se atesoraban en manuales,
informes, actas de congresos y los textos sacros de la doctrina
del proletariado universal. Para colmo, estos caudillos procedían
de la más variadas tallas de las burguesías nacionales,
como de cuarteles de ejércitos, asociaciones gansteriles
universitarias, partidos nacionalistas de estrechas aspiraciones
nacionales, y compartían una indisimulada aversión
hacia sus respectivos partidos marxistas, a los que tildaban de
fraccionalistas, oportunistas y ajenos a una realidades rurales
que el padrecillo Marx nunca elucubró desde su tranquilo
pupitre en la British Library, y en ocasiones, y esto sí
irritaba la epidermis dogmática del camarada Kruschev, parecían
sospechosamente similares a ejercicios literarios del camarada Mao,
solemne icono entre poemas, saltos adelante (al vacío) y
afroasiáticas amenazas de revolución mundial.
Así, Kruschev observó con interés
el ejercicio de revolución castrense-nacionalista que desde
julio de 1952 se escenificaba en Egipto, y que había iniciado
un interesante (y necesario) proceso de transformaciones modernizadoras
en una monarquía decadente y sujeta a compromisos que estimulaban
un sentimiento de recuperación nacionalista entre las capas
medias, los intelectuales y el ejército, en una sociedad
abrumadoramente rural. Con la conversión del coronel Gamal
A. Nasser en el hombre fuerte del país en 1954, y el ejército
en elemento clave del proceso de cambio, los acontecimientos internacionales
asumieron un papel determinante en la vida del estado egipcio: el
manifiesto deseo de destruir el estado de Israel y vengar la aparatosa
derrota de los ejércitos árabes coaligados en 1948;
la incorporación del Sudán aduciendo lazos históricos,
el estatus del Canal de Suez, la pretensión egipcia de constituirse
en el campeón natural del nacionalismo árabe y subsahariano.
Para ello, sabido en El Cairo que la oposición a tales proyectos
por parte de los tradicionales intereses de los gobernantes británicos
y franceses en el Medio Oriente, así como la aversión
de la administración Eisenhower por los excesos del nacionalismo
radical en una región tan próxima a las fronteras
del bloque soviético y al sistema de alianzas occidental
en Asia Sudoocidental, distanciaría al gobierno nasserista
de las principales potencias occidentales, la mirada egipcia pronto
se remontó al norte, hacia las vastedades eslavas.
Las marcas egipcias sobre el fuselaje de los cazas
de manufactura moscovita evocaron en mí las singulares simbiosis
de la historia de nuestro tiempo y las disparidades convertidas
en convite oportuno. Para el Soviet, a mediados de la década
de 1950, cuando se dio la ocasión a orillas del Nilo, Egipto
representaba la posibilidad de proyectarse mas allá de la
tradicional esfera del sudeste europeo hacia el Mediterráneo
africano, de considerable significado estratégico en su disputa
con las potencias occidentales y la percepción de seguridad
de la Unión Soviética. La posibilidad de estar presente
en una región pródiga en hidrocarburos tanto como
en efervescencia nacionalista, y explotar el momento, resultaba
congruente y deleitosa para la confesada intención oportunista
del régimen kruschovista en las periferias del hemisferio
norte. Adelantar la influencia rusa con créditos a 2.5% era
tan factible como con asesores militares y “transferencia”
de tecnología militar, prometía.
Los ahora museales aparatos que sacudieron mi somnolencia
en Luxor, comenzaron a llegar a puertos de Egipto como resultado
de los contactos, diplomáticos indirectos primero, francos
luego entre funcionarios de Nasser y representantes de Checoslovaquia
y la Unión Soviética durante la primera mitad de 1955.
Precedido por arreglos de intercambio económico y cultural,
el convenio militar de septiembre de ese año, establecía
la remisión de armamentos checos y rusos, vía Praga
para no desatar las suspicacias y temores en Europa Occidental y
Norteamérica, a cambio de productos agrícolas egipcios,
algodón en particular. Conocido como acuerdo Shepilov-Nasser,
el traspaso de armamentos estaba valorado en unos 80 millones de
dólares americanos, e incluía, por vez primera en
África y la región mesoriental, entregas de aviones
de combate MiG, bombarderos medios IL-28, tanques Js (Stalin), así
como abundante munición y armas ligeras de infantería.
Moscú comenzó a servirlos por vía marítima
desde casi inmediatamente la firma del acuerdo. (1)
El convenio firmado sería el paso prístino
de un proyecto geopolítico para Egipto formulado por Nasser
en octubre de 1954, donde el régimen revolucionario basaría
su aspiración al liderato político del mundo árabe,
tanto como a la completa retirada de las fuerzas militares británicas
del Canal de Suez y el desmantelamiento de su presencia política
en el Sudan, en la edificación de un poderoso y modernizado
estamento militar, capaz de conferirle credibilidad al mesianismo
revolucionario de la ideología nasserista e inspirar sagrado
pavor entre los “reaccionarios” monarcas filo británicos
en Jordania, Iraq, Kuwait u Omán. El poseer unas bien “soviéticamente”
dotadas y numéricamente respetables fuerzas armadas podrían,
en su momento, proyectar la influencia de Nasser Nilo arriba, hacia
las entonces atormentadas comarcas del África Oriental Británica.
Un Egipto con superioridad militar regional sería el pivote
alrededor del cual se erigiría una alianza de estados afines
del mundo árabe (Siria, Yemen y Arabia Saudita) para emprender
la destrucción del estado de Israel y quebrar el prooccidental
Pacto de Bagdad, creado escasos meses antes del convenio egipcio-soviético.
(2)
Para Moscú este discurso con sus aspiraciones
afro-árabes y su tinte mesiánico resultaba en una
melodía de dulces cadencias geopolíticas. La lira
egipcia emitía acordes que serían secundados por la
balalaica moscovita, y pronto, también por afanosos tamborileros
sirios. El apasionado, tormentoso, nacionalismo árabe dotado
de armamentos soviéticos y secundado por las argucias de
la diplomacia kruschoviana, conseguiría la quiebra de la
supremacía occidental entre Cirenaica y Abadán, sin
que los soviéticos arriesgasen un conflicto directo al sur
de Odessa.
Es bastante improbable que los aparatos exhibidos
en sus pedestales en Luxor fuesen de los originales entregados desde
1955 en adelante, aunque no dispongo de elementos más allá
de una presunción razonable. Entre la firma del acuerdo militar
y los datos publicados por fuentes británicas en 1958, Egipto
recibió de Checoslovaquia y la Unión Soviética
89 cazas de combate Mig-15 y Mig-15 UTI, estos últimos para
adiestramiento de tripulaciones. A ellos se agregaron 39 bombarderos
medianos IL-28, así como una veintena de aviones de transporte
IL-14 y otros veinticinco aviones de entrenamiento general Yak-11.
Todos fueron embalados por flete marítimo y llegaron acompañados
de personal técnico ruso y checoslovaco. Bajo la dirección
de la misión militar soviética en Egipto, varios aeropuertos
fueron convertidos en bases militares desde donde serian capaces
de operar los cazas Mig-15, como los bombarderos IL-28. Las pistas
de Kabrit y Cairo Norte, respectivamente, estuvieron entre las modificadas
para tales misiones. Con ello iniciaban una presencia militar rusa
en aeródromos egipcios que llegaría a niveles insospechados
a finales de la década de 1960, así como también
la presencia de pilotos rusos o de otros estados comunistas, por
la cortedad de aviadores egipcios en capacidad de operar tales maquinas.
En vísperas del conflicto de octubre de 1956, cierto número
de cazabombarderos Mig-17 estaban ubicados en bases locales, pero
apenas eran operables por los escasos pilotos calificados. (3)
La crisis de Suez, en octubre-noviembre de 1956,
puso a prueba las relaciones entre Moscú y El Cairo, así
como los armamentos remitidos desde el año anterior. El avance
de Israel sobre el Sinai, combinado con el brillante asalto aerotransportado
de británicos y franceses en el Canal de Suez, crearon una
delicada situación política para el régimen
de Nasser, que experimentó una sonora derrota en el campo
de batalla, salvada sólo por la presión internacional
encabezada por la “extraña alianza” de diplomáticos
norteamericanos y soviéticos en el Consejo de Seguridad de
la ONU, según calificativo de una publicación de la
época. Por otro lado, para Moscú, la crisis en Suez
resultó una excelente oportunidad de protagonizar su primera
intervención política en asuntos del Oriente Medio,
proferir bravatas contra los israelíes una vez aceptado el
cese al fuego por éstos y otros contendientes, y distraer
la atención internacional de la sangrienta represión
soviética de un nacionalismo a orillas del Danubio, enfocando
su indignación socialista a otro choque en el norte de África.
Tales signos, aunque equívocos, fueron interpretados por
Nasser como un compromiso duradero de Kruschev hacia su régimen
y proyectos internacionales “arabistas”. A despecho
de ciertas discrepancias acerca del trato de los comunistas egipcios
por el gobierno local y una temporal veleidad soviética por
el nuevo régimen revolucionario iraquí, Moscú
y El Cairo profundizaron su intimidad, de modo que, en 1961, los
gobernantes soviéticos consideraban a Nasser su más
importante aliado en el Tercer Mundo, lo que fue testimoniado por
un impresionante flujo de fondos para proyectos económicos,
como los del proyecto de Aswan, millones de dólares en armamentos
de reposición o nueva entrega y públicas promesas
de mayor compromiso financiero, político y militar, acompañadas
de condecoraciones de estado para la cúpula nasserista, en
ocasión de la publicitada visita de Kruschev al país
árabe. (4)
Antes decía de la improbabilidad de situar
cronológicamente los Migs atisbados en el Alto Egipto, entre
aquellos que se entregaron en las primeras remisiones, pues durante
las breves hostilidades de 1956, la aviación de bombardeo
y ataque franco-británica se cebó en los aeródromos
egipcios, aniquilando buena porción del material aéreo
proporcionado por Praga y Moscú. Durante las operaciones
de combate contra los israelíes en la península del
Sinai y en especial como resultado de los ataques aéreos
de las fuerzas aéreas aliadas desde bases en Chipre, Malta
y Haifa, como de dos agrupaciones de portaaviones situados a medio
centenar de millas de la costa egipcia, una importante proporción
del inventario aéreo nasserista fue, como testimonian las
fotografías de entonces, convertido en una masa de cenizas,
aceites quemados y aluminio triturado por las pesadas cargas dejadas
caer sobre más de una docena de aeródromos situados
en el Delta, El Cairo, Canal de Suez y Alto Egipto. A modo de ejemplo,
de la flota de medio centenar de cazas MiG- 15, espinazo de la defensa
aérea montada desde 1955, el 24% fue destruido en el Sinai,
el 40 % puesto a salvo en Siria, en ostensible ejercicio de prudencia,
y al parecer, presuroso despegue, de los asesores soviéticos
a cargo, en tanto que el porcentaje residual yacía averiado,
destruido o derribado a orillas del Canal de Suez y el Delta del
Nilo. Una verdadera catástrofe para los impulsos apasionados
del nacionalismo árabe y la “inquebrantable solidaridad
soviética”, a pesar de las estridencias de Bulganin.
De los bombarderos medianos IL-28, temidos en Israel desde su presencia
en bases egipcias, el saldo no fue mejor, aunque sí demoledora
la puntería de los F-84 franceses, encargados de alcanzarlos
en su remoto refugio de Luxor. Aquí, para el 2 de noviembre
de 1956, el 70 % de los bombarderos quedaba fuera de combate, en
tanto un 20 % era puesto a salvo allende el Mar Rojo, en el aeropuerto
de Riad, Arabia Saudita, por iniciativa de los asesores y personal
técnico del bloque comunista. El resto, parece haber sobrevivido,
por menguado margen, los tenaces asaltos aliados.
(5)
Inmutables a los descalabros, y ratificando los
elementos políticos y estratégicos que establecieron
el fundamento de la alianza egipcio-soviética, un airado
Kruschev prometió a Nasser rehacer sus pérdidas con
generosas remisiones de armamentos avanzados y más créditos
en el megaproyecto de la Alta Presa de Aswan. Durante la década
que siguió a los acontecimientos de octubre y noviembre de
1956, la Unión Soviética inyectó cerca de $
2,000 millones en asistencia militar a sus aliados del Medio Oriente,
de los cuales la mayoría pasó a beneficio del Egipto
nasserista. Casi dos mil tanques de batalla, medio millar de cazas
de combate avanzados, cerca de tres mil piezas de artillería
servidos por 1,400 asesores militares adicionales a los ya situados
en la región, ratificaban el involucramiento del Kremlin
con el entonces visto como su aliado mas confiable en “la
lucha contra el imperialismo internacional” Tanto para el
siempre muy entusiasta con Nasser, Nikita Kruschev, o sus más
reservados sucesores de la triada Kosygin-Brezhnev-Gromyko, Egipto
constituía la oportunidad de redimir el protagonismo tercermundista
de la Unión Soviética tras sus penosas experiencias
en Cuba durante la crisis de los misiles de octubre de 1962. El
proyecto de flanquear el dispositivo sudoriental de la alianza occidental
y culminar una secular aspiración de bases rusas en el Mediterráneo
seguían encandilando a los políticos del partido y
el estado mayor de la madre patria del socialismo mundial. (6)
Es explicable que tras la caída, léase
defenestración, del camarada Kruschev por sus excesos personalistas,
aventurerismo coheteril-nuclear y dispendiosas promesas de asistencia
económica en más de una coordenada dudosa, al menos
de ajustarnos al espíritu de como el Politburó decidió
explicar la truculenta sustitución del premier que veraneaba
en Sochi, que la “nueva dirección del partido y el
estado”, secundada animosamente por el ministerio de defensa,
en especial el mariscal A. A. Grechko, de halcónicas inclinaciones
internacionales, considerara al Medio Oriente y Egipto especialmente,
como un escenario idóneo de los esfuerzos de explotar el
involucramiento de los Estados Unidos en Indochina, y propiciar
el asalto decisivo sobre Israel. Axial, a inicios de 1967, tras
una serie de visitas de altos personeros del gobierno moscovita
a El Cairo, se prodigaban seguridades a Nasser que los soviéticos
eran tan fieles entonces como antes al compromiso de armar al estado
del Nilo, como en incrementar en medio millón de dólares
en proyectos económicos. Moscú parecía respaldar
el intento del gobierno nasserista de forzar la salida de las fuerzas
de interposición de la ONU y remilitarizar la península
de Sinai, con vistas a un nuevo duelo que debía resultar
definitivo. Hacia mayo de 1967, el estado mayor egipcio se mostraba
complacido que con sus tanques, artillería y aviones de factura
soviética, superaban ampliamente a sus adversarios de Tel-Aviv.
Aun así, estimaban que los soviéticos debían
remitir equipo antiaéreo avanzado (misiles superficie-aire),
y hacer más explicita ante los estados occidentales su disposición
a respaldar militarmente a Egipto de repetirse una intervención
como la de Suez. (7)
Quizás una observación del mariscal
Grechko ante su homólogo egipcio S. Bardar, a finales de
mayo de 1967, durante un encuentro oficial en Moscú, fue
considerada por Nasser como el necesario “espaldarazo”
para convertir la latente tensión con Israel en un enfrentamiento
regional abierto: si las fuerzas armadas soviéticas por voz
de uno de sus mariscales y ministro aseguraban que “…mantendrán
su apoyo y ayuda en cualquier crisis…”, sus hermanos
de armas egipcios podían iniciar su “guerra santa”
contra los execrados israelíes. Una guerra árabe contaría
con el apoyo político, las inextinguibles líneas de
suministro de armas y pertrechos y la solidaridad internacional
de la Unión Soviética en los foros mundiales (8).
E impediría, inequívocamente, cualquier acción
de otras potencias. Nasser esperaba, incluso, la posibilidad de
una intervención directa de las fuerzas navales y aerotransportadas
soviéticas contra Israel. Inclusive, durante la fase inicial
del ataque preventivo de la aviación israelita contra aeródromos
egipcios y sirios, que aniquiló en tierra la mayor parte
del arsenal aeronáutico nasserista, entre ellos los flamantes
MiG-21, confiaba en una reacción inmediata y brusca de los
halcones moscovitas.
Si bien en el Kremlin no faltaban los impulsos
belicosos por parte del estamento militar y el más militante
grupo nucleado alrededor de Brezhnev, en aquella oportunidad pareció
prevalecer la posición cautelosa de Gromyko y Kosigyn, que
concediendo ciertas salidas enérgicas contra Israel en los
despachos y declaraciones oficiales cursadas por la agencia TASS,
la tónica para con el conflicto fue la de encaminar al Consejo
de Seguridad de la ONU la propuesta de cese al fuego y retirada
a posiciones previas al comienzo de las hostilidades. Moscú
accedió a reemplazar pérdidas experimentadas por Egipto,
pero mediante un discreto y calculado puente aéreo de armas
por la vía de Argelia, en tanto los buques de su escuadrón
del Mediterráneo permanecían a estudiada distancia
de las costas de los beligerantes y sobre la estela de los navíos
norteamericanos de la VI flota. Como luego apuntaría un ministro
soviético que rompió con el sistema, la Unión
Soviética en 1967, estaba dispuesta a armar y entrenar los
ejércitos árabes, y sostener las economías
militarizadas de sus aliados regionales para alcanzar, por interposición,
la destrucción de los intereses de sus adversarios globales
y locales entre el Sahara y el Tigris. Pero alentar pasiones nacionalistas
belicosas no comprometía a tomar cartas directas en la interminable
y peligrosa trifulca del Medio Oriente. Desatada la violencia, los
soviéticos optaban por el repliegue. (9)
En seis días de operaciones fulgurantes,
Egipto sufrió una nueva y dolorosa derrota, perdió
una porción estratégicamente decisiva para la defensa
de su principal zona urbana del Delta y vio disipado su dominio
del Canal de Suez. Las acciones en el desierto del Sinai diezmaron
el material que los soviéticos habían remitido desde
una década antes y crearon serias dudas en el Kremlin sobre
la viabilidad de los generales revolucionarios egipcios como aliados
confiables. En el tremendo duelo con la Fuerza de Defensa de Israel,
la considerable superioridad de tropas y blindados no libró
a las fuerzas armadas egipcias del sabor de la impotencia. Aunque
sus 100,000 hombres experimentaron pérdidas por apenas un
13% de sus efectivos, el destrozo ocasionado a sus poderosas agrupaciones
de tanques T-34, T-54 y T-55 fue abrumador, consternando a sus asesores
soviéticos como asombrando a los observadores internacionales.
De 930 tanques de combate asignados al Sinai, 700 fueron destruidos
o capturados, de estos un centenar intactos, para un 75 % de la
fuerza involucrada. Casi el 90% de la artillería en existencia
en las fuerzas armadas de Nasser quedó entre los arenales
de la península. (10)
En materia de aviación, los efectos del
conflicto de junio de 1967 superaron los del descalabro de noviembre
de 1956: Egipto perdió 309 aparatos de combate, bombardeo
y transporte en menos de dos días iniciales de incursiones,
en buena parte atrapados en sus pistas por ataques masivos y sorpresivos.
Otros 60 fueron destruidos durante el resto de la lucha sobre el
Sinai y el Canal. Entre este 82 % de la fuerza aérea aniquilada
se hallaban una treintena de bombarderos Tu-16, casi un centenar
de bien armados y ágiles MiG-21, sobre una cincuentena de
cazabombarderos MiG-19, así como una treintena de helicópteros
y aparatos de transporte, todos remitidos por Moscú en virtud
de sus convenios y reposiciones de 1955, 1957 y 1964, entre otras.
El ejército del aire de Nasser quedaba una vez más
reducido a cenizas, metal perforado, aceite y bencina ardiendo bajo
los ardores del desierto y de la angustia de un nuevo revés
para los arrogantes proyectos de una década de preparativos.
Con sus humillaciones para árabes y rusos, la guerra de Junio
pareció enfrentar a la cúpula del Kremlin con las
opciones de “… o retirarse totalmente de la región
o reconstruir los ejércitos árabes. Moscú elegiría
la Segunda (…)”. (11)
Si bien Moscú mantuvo su interés
e involucramiento en Egipto, y sus armamentos fluyeron a puertos
y aeródromos egipcios, hasta el punto de hacerse cargo de
la defensa aérea del ahora casi inerme régimen de
Nasser durante la peligrosa “guerra de desgaste” (1969-1970)
sobre el Canal de Suez, durante la cual asesores, técnicos,
pilotos y artilleros soviéticos, en número de 20,000
hombres, combatieron las audaces incursiones aéreas de los
israelíes sobre el valle del Nilo, desde la capital hasta
tan al sur como los aeropuertos de Luxor y Aswan. Tres años
después, el sucesor de Nasser, A. El Sadat, aunque decidió,
expulsión mediante, prescindir de los asesores rusos, contó
con el compromiso de Moscú en el más peligroso de
todos los choques con Israel: la guerra de Octubre de 1973 o del
Yom Kippur, oportunidad en la que los ejércitos egipcios,
entrenados y aconsejados en la doctrina militar moscovita y abundantemente
dotados de armas antitanques y antiaéreas, dieron un ejemplo
de profesionalismo y competencia, que, aun a la luz de un nuevo
descalabro ante los israelitas, consiguieron abrir el camino a una
solución negociada del diferendo bilateral entre El Cairo
y Jerusalén. Poco antes, Sadat se desvinculó amargamente
de los últimos lazos con el Kremlin y se inclinó a
una orientación prooccidental. La influencia política
y militar rusa se fue disipando a orillas del Nilo, y los MiGs atisbados
en esa temprana llegada a Luxor, para su fortuna, iniciaron su rumbo
a un destino museable, en tanto otros eran reexportados o confiados
al descuido. En todo caso, en un país donde las huellas de
pasados poderes aflora en los más inverosímiles hitos
del viajero más indiferente a la historia, parece ser que
las nieves del sovietismo quedaron volatilizadas hace mucho y por
siempre, entre las pardas dunas del desierto.
San Juan de Puerto Rico
10 de julio de 2007.
Notas
(1)
NUTTING, A. Nasser. New York, 1972, pág. 104; ULAM,
A. Expansion and Coexistence. New York, 1969, págs.
586-590. El convenio militar estaba previsto satisfacerse en un
plazo que se extendería hasta 1958, y según informes
británicos para entonces montaría unas 150 millones
de libras esterlinas, suma muy por encima de lo acordado de inicio.
Véase GREEN, W. y J. Fricker. Air Forces of the World.
London, 1958, pág. 283.
(2)
NUTTING, A. Nasser, págs. 81, 97 y 99. A inicios
de 1955, las fuerzas armadas egipcias sumaban 100,000 efectivos
en servicio activo, que coaligados con otros miembros de la Liga
Árabe podían poner en pie de guerra un cuarto de millón
de hombres. Israel, a su vez, podía, en dos días,
llamar a filas una cantidad análoga a la de sus enemigos
coaligados, es decir, otros 250,000.
(3)
GREEN, W. y A. Fricker. Air Forces of the World…,
págs. 283-284
(4)
MC LANE, C.B. Soviet Middle East Relations. London, 1973,
págs. 35-37; ZURGBIBE, Z. Historia de las Relaciones
Internacionales. 2. Barcelona, 1997, págs.212-213.
(5)
FLINTHAM, V. Air Wars and Aircraft. A detailed record of air
combat. New York, 1990, págs. 43-49.
(6)
OREN, M.B. Six Days of War. June 1967 and the making of the
modern Middle East. New York, 2002, págs. 27-28.
(7)
IBIDEM, págs.96-97. El canciller A. Gromyko y el
premier A. Kosygin, visitaron Egipto en marzo y abril de 1967, respectivamente.
A fines de 1964, el nuevo régimen moscovita aseguró
a un preocupado ministro de defensa egipcio y a su jefe en El Cairo,
que Moscú honraría su promesa anterior de facilitar
todas las armas necesarias, aún las más secretas,
siempre que semejantes arreglos quedaran sujetos a una completa
discreción de las partes.
(8)
IBIDEM, pág. 125.
(9)
IBÍD., pág. 296. La observación corresponde
al representante y jefe de la delegación soviética
en la ONU, A. Schevchenko.
(10)
CLODFELTER, M. Warfare and Armed Conflicts. A statistical reference
to casualty and other figures, 1618-1991. Volume 2. Jefferson,
N. C. & London, 1992, págs. 1042-1043. Israel perdió
en el Sinai el 2.5% de sus tropas de infantería y el 16.2
% de sus tanques. En ese teatro de operaciones movilizó a
inicios de junio de 1967 una fuerza de 70,000 hombres y 750 tanques.
(11)
IBIDEM, pág. 1043; ANDREW, C. & V. Mitrokhin.
The World Was Going Our Way. The KGB and the Battle for the Third
World. New York, 2005, pág. 152.
(Publicada la versión original en la edición
electrónica de CubaNuestra)

|