Una observación sobre el mundo al advenimiento
de la República de Cuba (1902).
Por Pablo J. Hernández González.
Los particulares pormenores en que surgió
la República de Cuba a inicios del siglo XX, han motivado,
por lo regular, interpretaciones severas por parte de historiadores
y cronistas que han indagado en nuestros avatares. El virtual protectorado
establecido por el consabido apéndice constitucional de 1901,
a favor del gobierno norteamericano, sobre los asuntos del nuevo
estado antillano, ha sido interpretado con las apropiadas reservas
que en nuestros tiempos despiertan semejantes conductas internacionales
del pasado. Cierto es que la soberanía cubana, como entidad
política constituida, estuvo limitada por una influencia
clara e indiscutible y condicionada por la sempiterna posibilidad
de una intervención armada del poderoso vecino hemisférico,
un vistazo a las circunstancias mundiales de la época, pudieran,
a la vez que ilustrarnos sobre la proliferación de semejantes
prácticas en las relaciones interestatales, servir para que
intentemos interpretar nuestros procesos históricos con un
tinte menos incriminativo, quizás.
Si en ambas Américas podían celebrarse
como mayoría aquellas naciones políticamente soberanas
desde los Estados Unidos hasta Chile, o con un grado ejemplar de
autogobierno dentro de una entidad imperial (Canadá), y aunque
no estuvieran ausentes reivindicaciones de corte cultural como la
de las comunidades francófonas canadienses o los indígenas
mayas del Yucatán oriental, este cuadro continental no era
precisamente la norma, ni siquiera en el civilizado continente europeo.
América era el único continente donde las grandes
potencias imperiales habían disminuido su presencia territorial
desde 1860, controlando el 27.2% del espacio hemisférico.
En efecto, a inicios de la centuria, las cuestiones
étnicas, religiosas y políticas que originaron no
pocos de los conflictos pasados y futuros, aún estaban sin
resolver en gran parte del globo, al momento en que ondeaba la bandera
tricolor en el habanero Palacio de los Capitanes Generales.
Con su enmienda a la carta fundamental, los cubanos
habían alcanzado en 1902 una de las aspiraciones que entonces
o eran una lejana posibilidad o apenas una triste recordación
ante el peso de los ambiciosos poderes mundiales: Cuba accedía
a la independencia tras casi un siglo de turbulencias, y eso le
confería una apreciable singularidad en un mundo donde la
corriente parecía inclinarse al signo contrario.
Aspiraciones y posibilidades.
Intentemos ilustrar la anterior aseveración
en varios continentes. Si miramos al centro cultural, político
y económico mundial de entonces, Europa, veríamos
que pueblos más antiguos, cultivados y ansiosos de un lugar,
no disfrutaban de la posición que estrenaban nuestros compatriotas
de antaño: Finlandia, pueblo orgulloso, era apenas un territorio
autónomo dentro del Imperio Ruso y sus aspiraciones nacionalistas
le llevarían en pocos años a la supresión de
estas limitadas concesiones. Algo más afortunados al tratar
con una potencia más benévola, los habitantes de Noruega,
unidos desde 1815 a Suecia, aspiraban conseguir un estado nacional
desde fines del siglo anterior, y aún esperarían tres
años para conseguir su completa separación de la monarquía
sueca. Bohemia, hogar de la comunidad checa, era parte del patrimonio
imperial austriaco, en tanto que Polonia, de larga y esforzada historia,
era apenas una tierra repartida entre alemanes y rusos, y sometida
por estos a uno de los más despóticos sistemas de
la época. Los magiares compartían constitucionalmente
con la comunidad germana el imperio de los Hapsburgos: la extensa
Austria-Hungría, pero muchos de ellos intentaban erigirse
en otra potencia centroeuropea para preocupación de sus vecinos
serbios y rumanos. Constituirse en estados, entre las comunidades
de Lituania o los musulmanes de Albania, era mera especulación
para los respectivos nacionalistas. Por su lado, el balcánico
reino de Serbia tenía entre sus proyectos estratégicos
la incorporación de todos los pueblos eslavos de los Balcanes,
algo que -alentado discretamente por Rusia-, despertaba inquietudes
entre las grandes potencias, y no escaso desasosiego entre los croatas,
montenegrinos, turcos, griegos y búlgaros. Irlanda, Macedonia
y Bosnia constituían serios problemas étnico-políticos
sin soluciones aparentes. Las ricas y pobladas provincias de Alsacia
y Lorena seguían constituyendo un contencioso político-étnico
sin solución que alimentaba la animosidad de Francia contra
Alemania.
En África, 1902 está cargado de premoniciones
y desastres. Ese año, desaparecen dos pertinaces repúblicas
fundadas por los colonos boers -afroholandeses-, tras media centuria
de enfrentamiento con el Imperio Británico, una lucha cargada
de paralelismos con la librada contemporáneamente en Cuba.
El poder inglés liquidaba estos reductos que se interponían
a su estrategia africana "de El Cairo al Cabo", como cuatro
años antes había destruido el estado fundamentalista
islámico del Sudán. Para entonces, las independencias
que aun sobrevivían en el extenso continente, o estaban sometidos
a presiones diplomáticas severas de Francia, Alemania y aún
España, como Marruecos, o virtualmente estaban bajo ocupación
militar indefinida de los británicos, como entonces Egipto.
Casos como el de Liberia, debían su existencia
a tácitos acuerdos internacionales, o excepcionales combinaciones
de aislamiento geográfico con oportunas reformas militares
occidentales, como Etiopía, la cual ya fuese derrotando a
los italianos o negociando esferas de influencia con franceses y
británicos, consiguió sobrevivir como estado e, inclusive,
duplicar su territorio, sometiendo a los nómadas somalíes.
Pero, para la época, apenas quedaba espacio fuera de la influencia
de las grandes potencias, las cuales, bajo la denominación
de "gobiernos indirectos", habían prodigado formas
de dominación y control foráneo mucho más descarnados
que los aceptados por los constituyentes cubanos de 1901, como atestiguaban
las experiencias con las élites hausa de Nigeria o las bereberes
de Mauritania. Remotos reinos islámicos del desierto, en
las inmediaciones del lago Chad o la península de Somalia,
que intentaban sobrevivir, tampoco quedaban a salvo de la proyección
imperial de los europeos. En una década, aún los gobiernos
formalmente independientes, como Marruecos, quedaron despojados
de tales pretensiones. Si en algún rincón del globo
el reparto de territorios y poblaciones fue evidente en el cambio
de siglo, era en el dilatado continente africano: de acuerdo con
geógrafos de la época, en 1900, el 90.4 % de la superficie
estaba repartida entre potencias que iban desde la poderosa Inglaterra
al pequeño Portugal.
Desde los Urales a Singapur, el Asia de inicios
del siglo XX estaba matizada por los colores de las grandes potencias,
y donde no absorbían con voracidad etnias y territorios,
practicaban la política favorita del cambio de centuria:
las "esferas de influencia". China, con su descomunal
presencia humana y física, en 1902 estaba sujeta a una cláusula
diplomática que hacía palidecer nuestra malhadada
enmienda, como deben haber constatado los observadores contemporáneos.
Los vigentes "Protocolos Boxer", fruto de los desaciertos
de una autocracia oportunista y xenófoba, condicionaban las
posibilidades de ejercicio del poder y las reformas internas en
el enorme país a un cerrado escrutinio de las potencias que,
por demás, desde 1897-1898 disfrutaban de bases estratégicas
y concesiones económicas considerables.
El sur chino, Siam (Thailandia), conservó
su soberanía precisamente por un entendimiento de su monarca
con los británicos de Birmania y los franceses asentados
en Indochina que, a cambio del respeto de su integridad territorial,
sujetaba al país indochino a una tutela paternalista de ambas
potencias que, de ser vulnerada, entrañaba la desaparición
de un estado otrora influyente en el Sudeste de Asia.
Más familiar para los analistas internacionales
fue el caso de las Filipinas, que junto a Cuba arrastró al
imperio colonial de España a los conflictos ultramarinos
que acabaron con su disolución. Al verse trocadas las aspiraciones
de sus élites independentistas en una cesión del archipiélago
al poder norteamericano por el tratado de 1898, se convirtió
en escenario de un nuevo conflicto colonial. Derrotados precisamente
en 1902, los nacionalistas filipinos se vieron forzados a iniciar
un proceso de transición hacia el autogobierno bajo administración
norteamericana que se materializaría justo en el mismo año
en que Cuba consiguió la supresión negociada del apéndice
constitucional (1934). Inmediatas al continente asiático,
en las dilatadas extensiones del Océano Pacífico,
las miríadas de islas de la Polinesia estaban casi completamente
repartidas (98.9%) entre los grandes estados marítimos. Apenas
un año antes de la independencia cubana, la vasta Australia
se había constituido en una federación con autonomía
dentro del imperio británico, y la lejana Nueva Zelandia
todavía tendría que esperar hasta 1907 para experimentar
el autogobierno en similares circunstancias.
Ya se sabe que asentados en la enorme y populosa
India -cuyos moderados nacionalistas hindúes y musulmanes
no conseguían de Londres la promesa de una autonomía
al estilo canadiense-, los británicos duchos en las artes
imperiales ejercían protectorados sobre los reinos montañosos
de Nepal, Bután, Sikkim y en gran medida el belicoso Afganistán,
y dos años después de la independencia cubana, así
lo harían con el Tibet. En las vastedades de Asia Central,
los rusos desarrollaron influencias análogas sobre algunos
pueblos del Turquestán (Khiva, Bukhara), además de
hacerlo sobre Mongolia, el Sinkiang chino y ocupar abiertamente
la Manchuria, so pretexto de intervención humanitaria durante
los disturbios nacionalistas acaecidos en la China de 1900-1901.
El peninsular reino de Corea, conservaba una independencia
frágil, bajo la mirada de los plenipotenciarios rusos y japoneses.
Sometida a acuerdos económicos onerosos a favor de los moscovitas
y bajo la atenta mirada de los expansionistas nipones, era un tácito
condominio de sus vecinos. En Asia occidental, Persia (Irán)
-una de las naciones que reconoció tempranamente la República
de Cuba -, estaba atrapada entre las presiones diplomáticas
y económicas de los ingleses y los rusos, conservaría
su independencia política a cambio de admitir concesiones
sobre sus recursos naturales, privilegios diplomáticos y
derecho de intervención de aquellos en caso de crisis, según
el tratado de 1907.
Un antiguo poder, otrora temible, Turquía,
oscilaba entre una urgente reforma a la occidental o la conservación
de la monarquía tradicional, como soluciones para conservar
su soberanía internacional en vulnerables territorios europeos,
africanos y asiáticos, atenazada por los nacionalismos de
los Balcanes y las descubiertas presiones de Rusia, Alemania, Inglaterra
y otros estados europeos con miras sobre el Oriente Medio. En seis
años, cuando los cubanos superaban la experiencia de la "segunda
ocupación", una revuelta militar reformista en Constantinopla,
trataría de salvar un estado turco decadente, intentando
una acelerada occidentalización que frustraría complicaciones
internas y exteriores.
A comienzos del siglo XX, aunque a la sombra opresiva
de las guarniciones moscovitas y turcas, las turbulentas étnias
del Cáucaso alentaban las mismas aspiraciones nacionalistas
que hicieron de la montañosa comarca uno de los puntos más
insumisos del globo durante la centuria precedente, a la espera
que sus dominadores mostraran el primer signo de debilidad imperial,
para erigirse en entidades soberanas de armenios, azeríes
y georgianos, entre muchos aspirantes.
Una nota final.
La República de 1902 se estableció
con su natural, inexcusable, copia de luces y sombras. Por desgracia,
la tendencia intelectual aún imperante tiende a enfatizar
en las segundas, con evidente injusticia y suficiente prejuicio
de los investigadores y, en ocasiones, intención de descrédito
histórico para hacer "legítimas" falsedades
de hechura retrospectiva, a cuenta de una historia oficial que pugna
por comenzar la noción de patria en un latifundio de Birán.
El estado independiente cubano llegó al
concierto de las naciones, como se diría en la florida expresión
trado-victoriana, con la tara de una guerra destructiva, apreciables
disminuciones de la población y un país abocado a
la miseria material por la pródiga combinación de
la guerra económica, los combates y la reconcentración
de las comunidades rurales. Con la sombra de los capitanes generales
y los caudillos vencedores sobre unas instituciones civiles de gobierno
aún endebles. Con la presencia geográfica de un poderoso
vecino anglosajón estrenando proyecciones imperiales en su
particular mare nostrum y unos países hispanoamericanos consecuentes
con una sólida tradición de indiferencia para con
los avatares cubanos.
Sin embargo, reconocido y echado al lado el socorrido
catálogo de las tempranas insuficiencias patrias, hay que
recordar que la República "enmendada" nació
sin la contradicción lacerante entre los derechos naturales
proclamados constitucionalmente y la existencia de la esclavitud
negra que amargó a los sucesores de Jefferson; sin los conflictos
fratricidas entre capital y provincias que llevaron a casi la desintegración
de más de algún antiguo virreinato y república
federal o unitaria desde los Grandes Lagos a las pampas sudamericanas.
Sin persecuciones de realistas o integristas, de colaboracionistas
o cómplices, de guías o informantes, de voluntarios
o contraguerrilleros. La tolerancia para con los vencidos puede
constatarse en las listas de inmigrantes peninsulares y canarios
llegados durante el primer cuarto de siglo republicano por La Habana,
Cienfuegos o Nuevitas. Si esto último no es argumento suficiente,
preguntemos cuántas familias criollas y mambisas no emparentaron
con españoles venidos a la esperanza indiana después
del izamiento de la tricolor en las fortalezas y edificios de la
Isla. Los españoles avecindados en Cuba en 1898 no abandonaron
presurosos, con sus familias, la Cuba soberana de 1902, como sus
compatriotas habían hecho casi ochenta años antes
ante el derrumbe de su autoridad en la Tierra Firme o la Florida.
Los cubanos de inicios del siglo XX se estrenaron,
quizás afortunadamente, sin los partidos demagógicos
pletóricos de iluminados de fluido verbo populista, quienes
tocados con gorro frigio y proclamando la liberación universal
republicana, erigieron cadalsos para los disidentes de sus utopías
del hombre nuevo y el ciudadano ejemplar concebidas en medio de
los delirios y libaciones de Robespierre y el selecto club jacobino.
Ni tampoco su primer presidente se esforzó o propuso desterrar
a Dios de los asuntos humanos, a pesar de las nada compasivas preferencias
de parte del alto clero insular por las armas del ejército
de Valeriano Weyler, y menos coronar patrióticas hetairas
como deidades de la razón en alguna de las colinas habaneras.
La "República del Dos", con todas las tachas que
se le encuentren a sus primeros organizadores y administradores,
no dedicó presupuestos de urgencia para institucionalizar
policías políticas, ni celosos censores de opinión
y menos comisarios para liquidar enemigos "de clase" o
"de estado", ni propugnó un proyecto de estabilidad
social y reconstrucción económica con casi absoluto
desdeño de las libertades cívicas y la integridad
personal de sus ciudadanos. La República se estableció
sin Fouchés o Derzhinskis que velaran por la salud ideológica
de los nacionales, y posiblemente, en materia de libertades de expresión,
poseía más diarios y gacetas que el París del
primer consulado, y naturalmente muchos más que poseía
el Petrogrado punzó en 1918.
La denostada república se inauguró
con unas fuerzas armadas inferiores en número a las milicias
criollas de La Habana de la época del conde de Albemarle,
y sus generales jamás concibieron su empleo más allá
de patrullajes rurales. No se propusieron, en nombre de la libertad
o la fraternidad, "liberar" las Islas Canarias o Río
Muni del desgobierno de los Borbones, o ajustarles cuentas a don
Porfirio Díaz por ser un cumplido defensor del derrotado
poder español en la Isla, alentando rebeliones en Sonora
o Yucatán, y menos enviarle asesores militares a los guerrilleros
filipinos de Aguinaldo en su campaña contra la infantería
del tío Sam, para cobrarle discretamente a Washington las
condiciones impuestas a la joven república cubana por el
senador Orville Platt.
Quizás nuestro experimento soberano no se
inició en circunstancias idóneas, ni probablemente
teniendo en cuenta las condiciones elucubradas por nuestros místicos
políticos del siglo XIX. Sus imperfecciones nos han llevado
al tremendo atolladero de hoy: ¿pero pudo haber sido distinto?
Aún así, ¿merece ese juicio tan severo, por
no decir esa suerte de ensañamiento histórico?
Volvemos a insistir que la época en que
Cuba accedió a su estado republicano estaba marcada por el
signo de las influencias del expansionismo liberal de occidente,
en particular el europeo, y hay que situar sus relaciones internacionales
con la apropiada referencia. No cambia en nada los sucesos, pero
quizás ayude a comprender con cierta serenidad el entorno,
y no cebarnos con las dudosas ventajas de las interpretaciones en
retrospectiva, en el legado de hombres que, sujetos irremediablemente
-como todos nosotros-, a las realidades de su tiempo, intentaron
hacer a su modo, lo que se estimó adecuado. Sabemos que esta
postura puede ganarnos la tacha de justificativos, como suele pasar.
Es una posibilidad, pero un adjetivo moderno no cambia el matiz
de tiempos pretéritos. La historia es una enseñanza
de mediano aprovechamiento, pero siempre aleccionadora, en especial
cuando el investigador no pretende convertirla en interpretación
definitiva. Justo en su tremenda contradicción subyace el
encanto de la búsqueda.
San Juan, Puerto Rico, 2002.
|