Las artes indocubanas. Un espacio entre las bellas artes.

Por José Ramón Alonso Lorea.

Presentación

Hace exactamente cincuenta años, con nítida visión de historiadora del arte, Anita Arroyo anotó sobre las artes indígenas de Cuba: “Estas llenarían de asombro al profano que jamás se haya ocupado de estas cosas, haciendo rectificar a no pocos el enorme error del atrasado grado de cultura que, sin fundamento alguno y sí con un total desconocimiento de nuestras civilizaciones primitivas, se les atribuye equivocadamente (...) lo encontrado hasta el presente, que ya es muchísimo (...) bastaría para colmar varias salas (...) de un Gran Museo Nacional”. (1) La realidad de hoy fundamenta la vigencia de lo enunciado.

Si bien es cierto que se han creado diversos museos e instituciones que se dedican al estudio de este tema, no se ha mantenido un apoyo suficiente a las exposiciones. Tómese en cuenta que el Museo Antropológico Montane de la Universidad de La Habana consta de solo una sala, donde se expone una mínima parte de su colección. A pesar de la bien intencionada división cultural de las piezas arqueológicas que atesora y de las obras de un arte indígena mayor, no pasa de ser un gabinete a manera de almacén, de aquellos que formaron la base de una historia de la museística, totalmente ajeno a las más novedosas técnicas y criterios contemporáneos de un museo. Esta institución, si bien al inicio fue aumentando su colección, no creció su espacio expositivo. Se oscureció el trabajo de divulgación y comenzó a pasar inadvertido para los medios de difusión masiva, tanto en el orden cultural como en el científico.

Por otro lado, la amplísima colección de la Academia de Ciencias de Cuba se encuentra en bóvedas, donde el acceso a la misma queda extremadamente limitado. Algunos ejemplares de su colección se exponen, en calidad de préstamo, en un pequeño espacio del Gabinete de Arqueología de Ciudad de La Habana. Otros ejemplares, no sé con qué criterios de selección, se exponen en el antiguo Palacio Presidencial, hoy Museo de la Revolución. Vale mencionar la encomiable y dispersa labor que han realizado los museos provinciales y municipales en todo el país, al rescatar aquellos valores de la cultura aborigen que, de otra manera, se hubieran perdido irremediablemente. Tomemos en cuenta, también, algunas colecciones particulares.

Como vemos, las obras de las artes indígenas de Cuba sufren en la actualidad de una atomización en cuanto a su proyecto museable. Se hace necesario clasificar y seleccionar las piezas representativas de todas esas colecciones para conformar, dentro de una sola muestra con carácter nacional, toda la diversidad de temas y estilos que ha legado nuestro pasado indígena al patrimonio cultural de la nación. Hace dos años atrás partí lanza a favor de ampliar, modernizar y dotar de edificio nuevo al Museo Antropológico Montane de la Universidad de la Habana, para reconvertirlo en esa necesaria entidad museística nacional que hoy nos falta. Pero la propuesta, aunque escuchada, no intereso. Hoy lo hago, y con la misma intención, desde la creación o recuperación de ese espacio que existió dentro del Museo Nacional de Bellas Artes en su etapa inaugural de 1955.

Es hora de aunar voluntades para darle al patrimonio artístico indocubano lo que por derecho e historia le corresponde: un espacio expositivo con el apoyo necesario para que se oriente con una proyección verdaderamente nacional, que contribuya a la preservación, valoración y enriquecimiento de este acervo cultural. Entidad que prestigie a la institución Bellas Artes de Cuba, a nuestra capital y a la nación. Con un criterio docente que ayude a implementar un modelo de enseñanza sobre esta zona de nuestra cultura artística y que promueva los estudios acerca de la tradición primera. Una entidad cultural que permita, a través de una vasta colección dignamente presentada y bien custodiada, ensenar que nuestra producción artística se remonta, no a la llegada de los primeros artesanos en el momento de la conquista y colonización hispanas, como tradicionalmente y de forma bastante generalizada todavía hoy encontramos en la bibliografía docente y hasta en el propio Museo Nacional, sino a la antiquísima fecha de “antes de nuestra era”.

Sensible a este proyecto integrador, lo expuso en 1947 el Dr. Carlos García Robiou, entonces conservador del Museo Antropológico Montane de la Universidad de La Habana: “Si hermosa es la idea de reunir y exponer bajo un mismo techo lo que desde nuestros sencillos aborígenes hasta el presente consideramos como patrimonio artístico nacional, lo es más aun cuando se trata de albergar las venerables reliquias que forman parte del tesoro histórico del nobilísimo pueblo de Cuba”. (2)

Sala de Artes Aborígenes

Si atendemos al criterio con que se han estructurado las diversas salas de arqueología indocubana, veremos que responden a un discurso antropológico y etnohistórico o cultural en su sentido más amplio. De modo que la valoración de la producción simbólica aborigen se encuentra sumida a estas orientaciones, con evidente perjuicio a esta estética. En este discurso se muestran, entre otros, gubias y picos de concha, así como cráneos de indios aruacos de las islas con el tradicional aplastamiento frontal, una industria de piedra de clasificación microlítica o no, también piezas talladas o de industria alfarera de las culturas arcaicas y cerámicas, o complejas reproducciones de enterrorios indios con su típica posición fetal o acuclillada. Como vemos, resulta un criterio museográfico evidentemente generalizador.

Por ello, al proponer exponer la expresión summa de las artes indocubanas con la consiguiente teorización e historia de la misma, entonces nos encontramos con la inexistencia de un espacio para ambas, es decir, para la muestra en particular (aquella de contenido estético-simbólico) y para su fundamentación. No son precisamente estos los objetivos de las diversas salas de arqueología aborigen cubana. Sólo existe en el país una institución que, con carácter nacional, sí permite la integración de estos intereses. Y es, justamente, el Museo Nacional de Cuba, Palacio de Bellas Artes.

El Museo Nacional expone, en sus Salas monográficas, expresiones del arte que caracterizan a una época y a una cultura determinada. Incluso, mas allá del concepto de piezas arqueológicas. Y me refiero, por juicio de cierta similitud cultural, a las Salas de Arte antiguo. Tomemos como paradigma ilustrativo, toda esa estatuaria egipcia de pequeño formato o aquella hermosísima sala de cerámica griega. Estatuaria e industria cerámica que definen momentos clímax para la consustanciación de mitos e ideas religiosas en la esfera de la producción artística de sus respectivas comunidades. Es ello y no otra cosa lo que una Sala de Artes Aborígenes de Cuba (por llamarle ahora de alguna manera), contendría. Dejaría así de ser problemático e injustificado que el Museo Nacional de Cuba inicie sus salas del arte nacional en la etapa colonial.

Esta Sala de Artes Aborígenes, situada en el contexto del Museo Nacional de Bellas Artes, encuentra su antecedente directo en aquella “Sala Permanente de Arqueología Antillana” inaugurada en este propio museo en 1956 y disuelta, no sé ahora por qué criterios (presumo que por su carácter polivalente, juicio entonces extendido a todas las salas del novísimo Museo Nacional) en los primeros años de la década del sesenta. En aquel año de 1956 la Revista del Instituto Nacional de Cultura fundamentaba la creación de esta exposición permanente con una nota permanente que, casi cuatro décadas después, nos sigue funcionando perfectamente para la presente argumentación: “El valioso material (…) al que por razones obvias no tenía acceso el gran público, ha quedado expuesto con sentido didáctico a la contemplación y estudio de nacionales y extranjeros. Innecesario resulta destacar la importancia arqueológica como fundamento de toda seria formación cultural. Su presencia en el Palacio de Bellas Artes tiene además una indudable implicación artística, ya que las curiosas y originales formas geométricas y antropomorfas que caracterizan las culturas aborígenes de Cuba, constituyen datos y referencias de sumo interés para nuestros artistas plásticos contemporáneos”. (3)

Por su contenido, esta Sala de Artes Aborígenes, además, pasaría a ser uno de los espacios con mayor potencialidad de explotación turística del país. La colección de piezas aborígenes cubanas, en estos momentos tan dispersa, si estuviera reunida, organizada, debidamente expuesta y con las medidas de protección requeridas, sería uno de los atractivos de mayor impacto para el turismo que nos visita. Y más, si se tiene en cuenta la falaz y bien divulgada creencia de que, como anotara el conocido historiador del arte José Pijoan: “En la vida diaria los indios antillanos parece que habían podido pasarse sin el arte”. Errónea manía que la editorial Espasa-Calpe S.A. de España se ha encargado de publicar durante cincuenta años (de 1931 a 1980) en las ocho lujosas ediciones que han realizado al tomo I de Summa Artis, Historia General del Arte, dedicado al Arte de los Pueblos Aborígenes.

Por eso, nos hacemos eco de las palabras de la Arroyo de hace cincuenta años: “Lastima grande, repetimos, que el estado no reúna en un solo Museo Nacional … todos los aportes dispersos … con lo que contribuiría de un modo efectivo a que se conservara íntegramente el valioso acervo cultural de nuestra civilización indígena”. (4)

La muestra

De acuerdo con los estudios que se han realizado en los sitios indoarqueologicos cubanos, tres han sido los grupos culturales que nos han legado sus artes. Que, al atender esencialmente a su base económica, se les ha dado en llamar respectivamente: preagroalfareros, protoagricolas y agroalfareros. Vale aclarar que estos compartimientos etnoculturales ya no resultan clasificaciones definitorias. Actualmente están susceptibles a cambios, volviéndose a los dos conocidos horizontes culturales de siempre: Ciboney y Taino.

Independientemente al irregular grado de desarrollo alcanzado entre unos y otros, se (pre)supone contactos entre los mismos y hasta posibles procesos de transculturación en determinadas poblaciones. Ya que, desde el punto de vista de la cronología absoluta, se verifica la convivencia entre ellos.

La arqueología de campo saca a la luz toda una serie amplísima de objetos que los estudiosos llaman “el ajuar arqueológico”. De este ajuar se puede lograr clasificar dos producciones fundamentales: una seria la producción de artefactos que algunos autores llaman de “uso práctico” o de “finalidad utilitaria”. Son aquellos que acusan funciones de herramientas y de labor, como es el caso de los picos, martillos, platos, cucharas y gubias de concha. O aquellos cantos rodados devenidos en majadores, las lascas de sílex retocadas, las puntas de flecha, la coa o palo cavador, etc.

Esta producción, sí necesaria para el estudio de reconstrucción histórica y antropológica de estas comunidades prehistóricas, al no contar con elementos estéticos o de artisticidad en su confección, no devienen en objetos de interés para una muestra como la que ahora nos ocupa.

En cambio, sí interesa a este respecto la otra producción. Aquella que implica la creación de artefactos estético-simbólicos de probable uso ritual o decorativo-ceremonial. En su libro de 1983, y tomando como objeto de estudio las comunidades más tempranas o preagroalfareros, ciboneyes en fin, ya Mosquera ordenaba algunas ideas cuando anotaba: “resulta necesario precisar los criterios sobre los cuales fundamentamos el carácter artístico de estos productos, cuestión no tan simple al tratarse de un pueblo primitivo, donde el pensamiento se encuentra aún indiferenciado”. (5)

Y a continuación ofreció algunas consideraciones artísticas sobre estas creaciones, consideraciones que ahora exponemos con ligeros cambios y algunas adiciones:

1-Diseños exentos, de solución abstracta, que no presentan huellas de uso: es el caso de las llamadas esferolitias, los cardiolitos, las dagas líticas y los pendientes de solución abstracta. Es lo que llamaríamos el culto al espíritu de la piedra pulida y las “formas buenas”. Un nivel de dependencia animista.

2-Diseños exentos, de solución abstracta, que pudieran presentar o no huellas de uso, pero que su confección, de una rigurosa simetría, con mayor o menor pulido en muchos casos, no resultaban necesarios para el cumplimiento de la función “practica”: es el caso de los majadores campaniformes y las hachas petaloides y buriles. Similar al punto anterior, aunque en este caso, al nivel mítico animista se suma el concepto de lo utilitario.

3-Componentes elaborados añadidos a algún útil, sin que estos cumplan una función “practica”: el caso de las llamadas decoraciones en implementos de labor. Lo que definiríamos como concepto mítico figurado. Ya sea a nivel abstracto o a semejanza antropozoomorfa. En el caso de la zoomorfia se inicia el culto totémico.

4-Diseños exentos que estructuran figuras del medio circundante (hombre, animales o compuestos híbridos), ya sean de modo figurativo esquemático, o estilizado: lo que tradicionalmente definimos como escultura. Del juego mítico con las fuerzas naturales, deviene un marcado acento expresionista en estas representaciones.

5-Vasijas de cerámica con diseños inciso y modelado. Decoración ritual a través de signos y símbolos que definen la consustanciación de mitos y deidades del panteón indiano.

6-Fuera del bloque de los artefactos tenemos las pictografías y los rayados o petroglifos realizados sobre la matriz calcárea de los recintos cavernarios.

Sobre este último punto deseamos hacer una observación de tipo museográfico. Generalmente estas expresiones pictóricas se exhiben, dentro del conjunto expuesto, como elementos indiferenciados que decoran el local. Paneles con recreaciones, no siempre fieles, colocados en las paredes. Nosotros creemos que estas expresiones parietales deben estar en consonancia con los artefactos que se exponen. Además de ello, no sería cualquier reproducción (que no recreación) la que se exhiba.

Desde que Fernando Ortiz descubriera en 1922 las cuevas con arte rupestre de Punta del Este, en la entonces Isla de Pinos, y realizara las primeras fotografías a estas pinturas, la historia de estos descubrimientos está ilustrada con toda una serie de fotos y calcos de originales. Estos calcos, que funcionan como “piezas originales” y como “obras únicas” (muchos de los dibujos calcados han desaparecido por la acción del tiempo y de los hombres), y que relaciona a importantes intelectuales que se dedicaron a estos estudios, serian ciertamente piezas museográficas de incalculable valor cultural y económico. Habría entonces que iniciar una acuciosa búsqueda de estos documentos. Documentos que harían gozar de mucho crédito a una exposición de esta índole. También consideramos usar, para la exposición del arte parietal indígena, muestras fotográficas actuales, proyecciones de diapositivas y videos.

Sobre estética aborigen

La presencia de esta Sala de Artes Aborígenes de Cuba en el Museo Nacional posibilitaría la creación, dentro del Departamento de Investigaciones de esta institución, de una sección dedicada a los estudios sobre estética indocubana y, por extensión, sobre el origen y comportamiento del arte en las comunidades primitivas y tradicionales. Estética que exige, para su correcta comprensión, de un cuerpo teórico y metodológico muy específico.

Al respecto, queremos llamar la atención sobre la tendencia, muy tradicional, que analiza la producción cultural indígena en términos de manifestaciones artísticas como la escultura y la pintura. Términos que, por demás, descontextualizan a estas obras. Esta clasificación bien puede valer, desde el punto de vista metodológico, para dar a conocer estas producciones. Pero se hace necesario, también, enfocar estas obras como elementos propios de un tipo de actividad que no implica la realización consciente de un tipo u otro de manifestación. Es decir, no son producciones independientes, sino que forman parte de una actividad mucho más compleja, que lleva implícita todas estas formas plásticas de expresión de la conciencia indiferenciad, propias del sincretismo cultural de estas comunidades. Resulta una actividad de conjunto muy similar a lo que hoy conocemos por Happening y Performance, donde las formas tradicionales de elaboración artística son ahora componentes de una intención mayor, y como tal se valoran.

Es la función del conjunto de piezas (previo análisis de los temas tratados), lo que valdría para nuestra exposición entonces, a mi modo de ver, y no la interpretación contemporánea del concepto de manifestación plástica que no legitima a la obra indígena. Independientemente de que, al no poseer nosotros los códigos que desentrañen su mensaje, “la respuesta a la perfección de estas artes nos ubica ante una condicionante estética, predominante a los ojos actuales”. (6)

De la misma manera, estas representaciones aborígenes se suelen clasificar de índole artística, artesanal o como diseño. Y se incurre en un error, pues nos referimos a un momento de la creación estético-simbólica donde el concepto de lo artístico, lo artesanal y el diseño, no han logrado su independencia, su autonomía. Estamos en un tiempo de expresión de la conciencia indiferenciada, sincrética, en los inicios del proceso de definición de la actividad artística; analizamos, lo que definió Mosquera (7) como “el huevo, la larva y la crisálida” de este proceso. Por ello, y nada mejor que ello, para iniciar el recorrido por nuestras salas cubanas.

Para finalizar, vale plantear que el proyecto para la creación de esta Sala de Artes Aborígenes se propone elaborar (y en ello trabaja) algunas ideas en torno al emblema o grafía que identifique a dicha Sala, así como en la curaduría de piezas, diseño y palabras de un catálogo, montaje museográfico, spot televisivo y video promocional.

Laboramos también en la instrumentación de un cuerpo musical apropiado, basado en la articulación de sonidos pertinentes (un dialogo entre la naturaleza insular y el hombre), lo que proyecta una nueva dimensión dentro de la sala de exposición. Esta propuesta sonora se apoya en los fundamentos sagrados de la estética indígena. El hacedor aborigen logra la corporación del mito en el objeto simbólico que fabrica, simultaneando esta labor con los ritos pertinentes con los que logra la consustanciación del mito. De esta forma, el contenido mítico es su única lectura. Pero mito y rito acusan un juego íntimo con las fuerzas naturales, con los espíritus que en ellas habitan. Decía Cisneros que “el primer contacto con el espíritu se hace por medio de un sonido que reverbera de manera especial, y se encuentra su eco dentro de uno”. (8) Al escuchar el sonido de la lluvia, los indígenas referenciaban al hijo de la serpiente parda, símbolo de las nubes cargadas de lluvia y representado con ojos llorones. Si era el aleteo del murciélago, surgía el temor ante la aparición de un muerto o desombligado, si el de una lechuza, el anuncio de un mal agüero venido desde el país de los muertos. El sonido irascible de los vientos huracanados traía a la mente esa terrible mujer-huracán que destruía casas y sembrados, y el crujir de los arboles era la forma en que los arboles se comunicaban con los hechiceros y hacedores de obras rituales, pidiendo que se les cortara, tallara y convirtiera en ídolos, en medio de ceremonias acompañadas de instrumentos musicales de concha, hueso y madera. Cualquier sonido del monte tenía su referencia simbólica, y era susceptible de ser corporizado en cualquiera de los objetos que ahora se pueden mostrar en esta sala de Artes Aborígenes.

El proyecto está en disposición de impartir charlas, conferencias, paneles, encuentro o proyección de imágenes, con el afán de divulgar y revivir la huella de esta cultura.

La Habana, febrero de 1993.

 

NOTAS

(1) volver Anita Arroyo, Las artes industriales de Cuba, Cultural SA, La Habana, Cuba, 1943, pág. 53.

(2) volver Patronato Pro Museo Nacional, La Habana, mayo de 1947, 8pp. Breve folleto con opiniones de varios intelectuales cubanos a favor del Museo Nacional y de la creación de un edificio propio.

(3) volver Revista del Instituto Nacional de Cultura, Vol.1, Año 1, No. 2, marzo de 1956, s/p.

(4) volver Anita Arroyo, ob. cit., 1943, pág. 55.

(5) volver Gerardo Mosquera, Exploraciones en la plástica cubana, Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, Cuba, 1983, pág. 65.

(6) volver Esteban Maciques Sánchez, Museo Antropológico Montané, 1990.

(7) volver Gerardo Mosquera, El diseño se definió en octubre, editorial Arte y Literatura, C. de La Habana, 1989.

(8) volverDomingo Cisneros, “Quebranto”, Amerindios del Canadá, Cuarta Bienal de Artes Plásticas, La Habana, 1991.

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© Marlene García 2003 para José Ramón Alonso