LA BOCA DEL CADÁVER.

(cuento galardonado en la quinta edición del Premio Museo Cubano 2003).

Por José Ramón Alonso Lorea.

En una mañana del Miami de los ochenta Orestes amaneció muerto, supuestamente se había suicidado de un balazo, y la cosa ha quedado poco investigada. Sin embargo, se conoce que, mujeriego al fin, estaba enrollado con cierta hondureña que le estaba sacando “la pasta a tubo”. Al parecer, Orestes se enteró que su amante clandestinamente destinaba el dinero a la causa sandinista, y “para su mayor mal”, como dicen los mitos de finales tristes, él, que era hombre de mar, caminó por donde no debió caminar en busca de ciertas averiguaciones y manos guerrilleras le cercenaron la vida. El mito diría que de su sangre brotaron los peces y las tortugas que ayudan a los balseros a ganar la otra orilla.

I


Cristóbal lo había estudiado bien. Parecía un absurdo pero ha sido su verdad durante mucho tiempo. El descubrimiento de esa verdad hizo que los más íntimos amigos de su niñez y adolescencia lo bautizaran con el zoonímico de El Gusano. Pero de adulto prefirió mantenerlo oculto. Lo leyó en algunos libros de ciencias, de esos que hablan sobre la Beringia, los fenómenos eustáticos y el ascenso y descenso del nivel del mar. Aquello lo aterrorizaba. Se sabía el texto de memoria. Lo recitaba como si fuera una construcción poética y lo decía a todos aquellos que no pudieran oírle. Hablaba con nadie. Hablaba consigo. Lo repetía en el dormitorio, en el baño, en la cocina… Era un delirio. Fuera de su mujer ninguna otra persona lo sabía, porque estaba convencido de que la policía se le podía echar encima por crear expectativas nada sanas en el pueblo.

En cierta ocasión se me acercó y con aire de erudición y muy bajo, como temiendo algo, me lo confesó: con el pleistoceno se inició la edad del hielo que todavía subsiste aunque en forma muy limitada; durante este período de un millón de años, por razones que todavía se debaten vigorosamente en el mundo científico, en el hemisferio norte por lo menos cuatro grandes casquetes de hielo se estructuraron, avanzaron y retrocedieron; es evidente que los hielos pueden acumular grandes cantidades de agua sobre la tierra, aún en el actual período interglaciar; la fusión abrupta de los casquetes de hielo de Groenlandia y la Antártida podrían, de acuerdo con diversos estimados, hacer subir unos cien metros el actual nivel del mar en todo el mundo. Y abría los ojos desmesuradamente al decirme la última oración y miraba a un tiempo a los lados como temiendo un oído receptivo al delato y no a sus preocupaciones geológicas. La voz le tembló cuando dijo fusión abrupta, y me repitió al final: cien metros por encima del nivel actual. ¿Cómo era posible seguir viviendo en las islas a sabiendas de que en cualquier momento podría perecer? Y no sólo morir él, también desaparecerían las islas. Y aquello que canta el trovador, de que ES PREFERIBLE HUNDIRNOS EN EL MAR ANTES DE TRAICIONAR LA GLORIA QUE SE HA VIVIDO, nunca le ha agradado. Es joven, tiene ambiciones y ama la vida. ¡Qué coño hundirse en el mar!, grita Cristóbal para sus adentros, eso es para los tontos, la ética de Numancia nunca ha sido de mi agrado.

Soñó muchas veces con salvarse de la hecatombe pero nunca lo consiguió. También lo sufrió su familia, que sintió la marginación y el rechazo social: “¡Oye gusaniiito no saaques los pieees / porque si lo saacas te coge el Comitéee! ¡Pin pon fuera / abajo la gusanera! ¡Pin pon fuera / abajo la gusanera!”, les cantaron y les gritaron en más de una ocasión una turba fanatizada y “revolucionaria” luego de tirarle una docena de huevos en la puerta de la casa. Por suerte la hecatombe la mitigó al hacerse escritor sin lector. De hecho ya había olvidado aquella obsesión que durante tantos años lo había martirizado. Pero ahora, con lo del secuestro de las lanchitas de Regla, se abría de nuevo la vieja herida de El Gusano.

Luego de abordar la lanchita Cristóbal procura acomodarse al final del salón, como es habitual en él, justo al lado de una de las ventanillas de la nave. Entre un sin fin de bicicletas que se acomodan como pueden, saltando sobre una rueda aquí, evitando la grasa negra de una cadena allá, puede llegar al lugar de siempre. Y allí observa, con meticulosidad de oceanógrafo, el comportamiento de la marejada, sus subidas y bajadas. Un tablón carcomido y flotante activa su memoria. ¡Qué arrojo el de los balseros!, se dice, y fluye a su mente la imagen del tío Orestes y gustoso recuerda los restos de aquella extensísima carta-relación de su salida de Cuba. De la gran epístola sólo conoce dos hojas y media con los bordes muy comidos por las cucarachas (son tantas las que hay por mucho que se les aplaste…) Una pátina amarilla de variable intensidad le confiere a los folios cierto espíritu dieciochesco. El documento lo guarda como un tesoro escondido entre sus cosas más valiosas. Recuerda también cómo de niño, en la escuela, sus compañeritos memorizaban, íntegra, aquella carta de despedida del mítico guerrillero muerto en Bolivia. Y cómo al final de la declamación de sus menudos pechos inexpertos salía un clamor histérico: ¡PIONEROS POR EL COMUNISMO, SEREMOS COMO EL CHÉ! Mientras que él, en su casa, sin gritos, sin histerias, con voz muy baja, hacía lo mismo con la carta del legendario tío balsero que años después también perdiera la vida. Para Cristóbal niño, la historia que contaba su tío era una fabulosa aventura marinera. Nunca ha olvidado que su tío Orestes, aquel balsero pionero, a pulmón, escopeta y cojones, se sumergía en alta mar y regresaba a la playa de Guanabo con la pesca del día: un tiburón que excedía la medida humana. Mi tío, se dice, era un guerrillero del mar. Y haciendo gala de su proverbial memoria, mirando la tabla carcomida que se mueve al vaivén de las olas, cierra los ojos y comienza entre dientes a declamar el fragmento de carta del tío, reviviendo con ello un rato de su infancia.


II

Me encontré en la puerta de la casa a Lázaro, al cual no veía desde hacía más de dos meses. Empezamos a hablar de lo que yo tenía planeado para salir de la isla, y él me contó que tenía en proyecto secuestrar un avión. Yo lo vi muy arriesgado, y ya que me hacía falta una persona entonces lo convidé a que viniera conmigo. Él accedió sin más porque su idea era esa, irse conmigo. Quedamos citados para el otro día, 19 de junio de 1968, para seguir trasladando las cosas hacia el punto de partida donde yo, en compañía de dos X X, había puesto en un hueco… Abre los ojos Cristóbal y vuelve a ver la tabla carcomida y ennegrecida por el petróleo que vomitan los barcos. Recuerda que en este punto de la historia debe hacer un salto por la falta de medio folio. Sonríe al recordar la discreción de las dos equis y se percata ahora de las coincidencias históricas: que también hubo un mayo y junio francés del 68, pero allá la izquierda buscaba el poder, reflexiona, y aquí se huía del poder de la izquierda. Cristóbal dibuja un gesto de desagrado en su rostro, sólo quiere recordar la carta. Vuelve a oscurecer la mirada hasta no ver la tabla carcomida. Pusimos algunas cosas debajo de un peñasco en el cual tenía pensado construir la balsa, pues era un punto sólo visible desde el mar. De ningún otro lado nos podían ver. Por arriba podían pasar, pero sólo eso. Por un lado era imposible, y a mano izquierda no concurrían pescadores por lo malo del terreno todo cubierto de dientes de perro. Mi idea era la siguiente: armar la balsa debajo del peñasco e inflarla con la boca, metidos los dos en el agua y sujetos a las paredes del acantilado. Las postas de guardafronteras no empezarían a pasar hasta la caída de la tarde, cosa que yo sabía. Aquí termina el primer folio de la carta, pero Cristóbal no quiere dar luz a sus ojos, desea continuar hasta el final, prefiere seguir viviendo aquella aventura que tantas veces leyó, quiere mirar a su tío. Por eso no puede ver cómo la tabla carcomida flota ya a centímetros de la lancha, justo debajo de la ventanilla donde apoya sus codos, como si pretendiera la tal tabla ponerse a sus pies. Lázaro estaba muy cerca de mí, pero un soldado nos miraba de vez en cuando mientras otros tres terminaban de comer y ya se retiraban. No había la forma de tirar o esconder aquel papel que tanto nos comprometía. De nuevo se abrió la oficina y llamaron a Lázaro. Al poco rato salió con los bolsillos al revés. Se sentó a mi lado. Yo traté de arrimármele muy lentamente para pasarle el papel con las direcciones, pues ya a él lo habían registrado. Mientras el guardia miraba hacia fuera, o que creía yo que miraba hacia fuera, fui metiendo poco a poco la mano en mi bolsillo y arrimándome cada vez más a Lázaro. Ya casi le iba a dar el dichoso papel cuando el guardia se viró de pronto con la intención de sorprenderme. Pero no pudo, pues en ese mismo momento abrieron la puerta de la oficina y le desviaron la atención. Era mi turno. Venga usted, me dijeron. Ya no tenía nada más que hacer, parecía que los nervios me iban a estallar. Caminé como si estuviera en el aire y tratando de serenarme, casi imposible de hacerlo yo creo, entré en la oficina. El oficial me habló, más bien me ladró: ¡Vírese los bolsillos al revés! Esto me dio una rápida idea. Recordé que a Eddy le había pasado lo mismo con una brújula, y se había virado todos los bolsillos menos el que escondía el instrumento. Yo lo repetí, y simulé no tener nada en el bolsillo comprometedor. Alcé los brazos. ¿Quiere usted registrar?, le dije. No hace falta, me contestó. De nuevo el alma me bajó al cuerpo. Ya más tranquilo y tratando de impresionar le dije: mire mayor, nosotros sabemos lo de la balsa que se fue por Santa Cruz y no tenemos nada que ver con eso, y quisiéramos saber qué pasa con nosotros. No se preocupen, contestó, ya lo sabrán, y me mandó a sentar de nuevo. Al ver que los dos dijimos lo mismo, que íbamos a pescar y que queríamos ver cómo estaba el mar, tal y como nos habíamos puesto de acuerdo, pues decidió soltarnos. Tal era el apuro con que salíamos que dejábamos las escopetas.

Ahora sí abre los ojos Cristóbal. Recuerda perfectamente que aquí termina el segundo folio de la carta. Desde la ventanilla puede ver la cuesta poblada de Casablanca y, en lo alto, el Cristo blanco del puerto que le es tan familiar. Nunca ha podido entender cómo esta imagen de ideología discordante ha podido perdurar. Quizá por el tamaño de la estatua, aventura una razón. La tabla carcomida comienza a desvanecerse en un constante chocar entre las olas y el metal herrumbroso de la lancha. La mirada de Cristóbal se hunde en la trama irregular de la tabla y descubre una colonia de algas encapotadas por la contaminación. Extraviándose por entre las algas, Cristóbal nuevamente oscurece su visión. Lázaro me decía: ¿qué es eso Orestes? Yo miraba al lugar contrario y como no veía nada le contestaba que eran ideas de él. Al poco rato me vuelve a decir: ¿qué es eso que se acerca ahí compadre? Al fijarme y darme cuenta del lugar que me indicaba, me percaté que era una fragata que al parecer salía de la bahía de La Habana y se dirigía hacia nosotros. Venía iluminada por todos lados. Nos agachamos lo más posible, pegándonos bien a la balsa, mientras la fragata se nos acercaba y pasaba a escasos metros de nosotros. Los motores se oían y todo se veía claramente, pero fue tan sólo un susto que pasamos con suerte. A los diez minutos de pasada la fragata seguimos con rumbo norte mientras contemplábamos toda la Habana del Este y el Vedado. Nos encontrábamos entre luces de pescadores a cada rato, pero pasábamos sin ser vistos. No había casi aire y el cielo estaba despejado. El cuarto menguante empezó a salir cuando pasábamos entre pescadores de palangres. Me acosté boca arriba al tiempo que paleteaba con las piernas metidas en el agua hasta las rodillas. Mientras, pensaba y disfrutaba de las vistas que se nos presentaban y la aventura que estábamos corriendo, la cual teníamos ya casi ganada. De pronto sentí un ruido como de algo que se sacudía en el agua. Al reflejo de la luna se veía una aleta muy negra y grande que se arrimaba a la balsa y hacia mis piernas. Me alcé rápidamente. Empecé a golpear el agua con mucha fuerza formando todo el espumaje posible al tiempo que gritaba: ¡Coñó, qué clase de tiburón, sube las piernas Lázaro! Al poco rato de estar pateando el agua nos quedamos inmóviles. El tiburón dio la vuelta por el lado de Lázaro al tiempo que éste me gritaba: ¡Míralo aquí, míralo aquí! Nos quedamos cuchillo en mano esperando… Lentamente Cristóbal abre los ojos. Había desaparecido la tabla carcomida que segundos antes se hacía añicos a consecuencias del continuo golpear bruto de las olas contra el metal de la lancha. El último folio de la carta del tío Orestes siempre origina en Cristóbal esa sensación ansiosa, esa impaciente expectación por saber en qué terminó el encuentro con el tiburón. Observa con detenimiento el espumaje grisoso, los globitos que nacen y mueren en fracciones de segundos, el despliegue iridiscente de brillantes colores, fruto de tanto petróleo vertido en el mar. La cara-bella de la ruina. Pero Cristóbal es feliz, como en los días de su infancia ha logrado recordar, en todos sus detalles, los fragmentos de la carta del tío Orestes, el hombre por antonomasia.

III

Un golpe seco a la altura de su cabeza saca a Cristóbal de tan gustosos pensamientos. Es la bota de un policía que custodia la lanchita desde su techo. Por temor a un nuevo secuestro estas naves son fuertemente vigiladas. Cristóbal mira a su alrededor cual descubridor busca lo oculto: habían soldado finas varillas de hierro a lo largo de las ventanillas, a modo de fronteras entre paisaje y pasajero, las puertas y las vidrieras que conducen a la cabina y a la popa las sellaron con planchas metálicas, igual cancelaron las que conducen a la proa, unas doscientas personas son obligadas a permanecer en el salón, sellado como un tanque, abrasadas por el calor de un trópico marinero. Observa Cristóbal que todo el mundo está muy callado. Nadie como él se extasía mirando el juego de las olas, o el Cristo disidente de La Habana. A nadie le interesa el barco anclado a escasos metros del paso de la lanchita, con el rótulo blanco de Caribean Queen sobre el despintado 26 de Julio. No recuerda Cristóbal un silencio tal en la lancha. Todos se miran muy quietos, y en las ojeadas flotan preguntas sin respuestas: ¿se la llevan o no se la llevan?… En la ventanilla de Cristóbal una señora se persigna y lanza una ofrenda al mar. “¡Ayúdanos Yemayá!”. A esa hora, ya apuntando el mediodía, Cristóbal —El Gusano— desea un secuestro. Quiere ser tocado por una suerte que no escogió al verse montado en la Baraguá, una de las naves antes secuestradas. Nunca ha salido por la boca del Morro. Fuera de los atlas escolares, de ahí para allá, sólo existe el Mar Tremendo cercado por el enemigo. El tramo que marca el canal de la bahía sólo lo ha viajado desde el muro del malecón. Él desea ser un rehén. Nunca antes un rehén hubiera estado tan satisfecho de serlo. Pero la lanchita atraca en La Habana y Cristóbal desembarca sin consuelo, como Virgilio (¿Piñera?) sin Beatriz en una versión insular del Infierno de Dante.

Guadalajara, España, 1997 arriba


 
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© Marlene García 2003 para José Ramón Alonso