Topónimos antiguos de un viajero: Alonso Gregorio de Escobedo.
Por José Antonio García Molina.
Aún es muy poco conocido que a fines del siglo XVI, exactamente en 1587, un fraile andaluz de la orden de San Francisco anduvo dando tumbos por nuestras tierras antillanas, vapuleado por asaltos de corsarios y piratas, tratando de llegar a su destino final: La Florida. Asimismo, es igualmente ignorado que ese viaje accidentado, el cual le obligó a hacer escalas más o menos prolongadas en La Española y en Cuba, convirtieron a Escobedo en el primer cronista en verso no sólo del mundo antillano, sino especialmente de Cuba.
Recordemos que el actual territorio norteamericano de La Florida formaba parte, todavía en esa época, del reino español. Durante siglos partían de España hacia los territorios españoles de América no sólo emigrantes en busca de riquezas, sino también misioneros católicos de distintas denominaciones, quienes se establecían durante años en las regiones sometidas a la metrópoli, e incluso en regiones aún por someter completamente, como era en ese momento el territorio de La Florida. Así, en aquel año 1587 salieron de España el fraile franciscano Alonso Gregorio de Escobedo y otros once misioneros de la misma orden, para acompañar al fraile Alonso de Reinoso rumbo a San Agustín de La Florida. Asaltos de corsarios y piratas, tormentas marinas y toda clase de aventuras en el mar y en la tierra tuvo que sortear el grupo de religiosos antes de llegar a su destino final.
Once años después, recién concluida su misión y de vuelta en España, Fray Escobedo tendría listo para publicar un extenso poema descriptivo donde resumía, con el nombre La Florida, sus experiencias de aquellos últimos años en La Española, Cuba y su larga estadía en La Florida. Combates contra corsarios y piratas franceses e ingleses, asaltos y castigos, la vida y costumbres de los primeros peninsulares en proceso de acriollamiento en estos territorios de América; la vida, creencias y costumbres de los indígenas que con aquellos convivían; las frutas, las plantas y los paisajes de estas tierras; todo emociona al franciscano poeta, y todo lo recoge su pupila altamente observadora y sensible, hasta completar un volumen de más de veintiún mil versos que, finalmente, nunca han llegado a publicarse en su totalidad. De estos, casi seiscientos versos narran su periplo por el territorio cubano: describe su naturaleza, su gente, sus costumbres, la riqueza áurea de sus minas todavía en explotación, y además deja constancia del amplio trasiego marítimo alrededor de sus costas, entre otros asuntos de interés.
Hace unos años, cuando los cubanos conmemorábamos el cuarto centenario de la publicación de nuestro memorable Espejo de paciencia (1608), pudimos reconocer la existencia de aquel otro poema que Escobedo dejó listo para publicar diez años antes que apareciese Espejo de paciencia; y aunque --por supuesto-- no le roba a este el merecido privilegio de ser la primera obra poética de la literatura cubana, sin embargo, aquel fragmento de unos seiscientos versos sobre Cuba sí fue la primera obra literaria en lengua castellana donde se tratan temas esenciales relacionados con la etapa formativa de nuestra historia, que a la vez reflejan el ambiente social y cultural de los pobladores indígenas en Cuba y de la incipiente población criolla, ya muy influida en sus costumbres por los aborígenes.
Incursionando en el aspecto lingüístico, presenta especial interés en el poema La Florida lo relacionado con el uso de los topónimos, y las revelaciones que estos nos hacen. Para comenzar, por ejemplo, llama la atención en esta crónica poética del fraile Escobedo la pervivencia de ciertos nombres geográficos, o su variante antigua respecto de la presente, pues suele aportarnos valiosa información histórica y cultural.
Al salir hacia Cuba desde la isla La Española, Escobedo se encuentra en una población (hoy en territorio haitiano) denominada, según nos dice, “la Yaguana”, situada en la costa al suroeste de dicha isla. El fuerte sabor indígena de este nombre nos hizo buscar su etimología, y no fue sorpresa encontrar que, efectivamente, en la lengua de los aborígenes antillanos “Yaguana” significaba “lugar de jaguas o de cuevas”(1), lo cual se corresponde perfectamente con las características físicas de ese entorno geográfico aún hoy. Se sabe que ese lugar (en verdad, una región) pertenecía a un territorio indígena mucho más amplio conocido como Jaragua, donde existía una comunidad dirigida por el cacique Bojequio. Al ocupar los españoles la comarca, se establecieron en el mismo poblado indígena, al cual le pusieron el católico nombre de Santa María del Puerto de la Yaguana. Se deduce que después de la ocupación francesa, dicho topónimo se convirtió en “Leogane”, pronunciación afrancesada del original “Yaguana”. De este modo, la actual ciudad de Leogane, a casi treinta kilómetros al oeste de la capital Puerto Príncipe, es el mismo lugar donde en 1504 existía ya una Iglesia Metropolitana creada por el Papa Julio II, que según los documentos de la época encabezaba el arzobispado “Hiaguatensis” (o sea, “de Yagua”, en latín).
Es notable no sólo la pervivencia de esta localidad tan antigua de ascendencia aborigen, sino también el traspaso y la adaptación al latín eclesiástico del sustantivo aborigen “Yaguana”, para formar del mismo el ablativo “Hiaguatensis”, lo cual nos aporta un ejemplo del proceso de apropiación cultural (en este caso, idiomática) que tenía lugar entre los peninsulares durante sus contactos con los indoamericanos.
Desde la Yaguana, pues, partieron Escobedo y su comitiva de peninsulares hacia Cuba, no sin antes describir el fraile el embarque de gente que en La Española esperaba la oportunidad para trasladarse hacia otras tierras del continente, en busca de mejor fortuna: Embarcóse con ellos mucha gente/ que aguardaba ocasión, el punto y hora,/ para hacer su viaje al Occidente,/ a donde el oro y plata se atesora.// Junto con ellos, cien esclavos africanos eran también embarcados como parte de la fuerza de trabajo para emplear: Más de doscientos hombres se embarcaron/ castellanos y gente lusitana,/ con cuatro que obediencia profesaron/ de mi franciscana orden y guzmana./ La nave con cien negros ocuparon,/ con sus cabellos cual merina lana,/ cuyos amos de Angola los trajeron/ y en Occidente todos los vendieron. (2)
Al tomar rumbo norte hacia Cuba, menciona Escobedo el Cabo San Nicolás (“Nicolao llamado”, nos dice), extremo noroccidental de La Española, cerca del cual divisa “un galeón de ingleses artillado” que amenaza asaltarlos. El combate se produce, y finalmente salen victoriosas las dos galeras españolas. Al continuar navegando rumbo norte, se escucha en la nave un comentario general dirigido al timonel: “Gobierne por el golfo con cuidado, que no conviene en él ser descuidado”(3), en clara referencia al actual Golfo de Gonaves por donde transitaban, antes con el nombre indígena de Golfo de Jaraguá.
Por último, al acercarse a Cuba para hacer su primera escala en Baracoa, pasan cerca de la Punta de Maisí, denominada entonces por Escobedo “Manasí” (quizás una variante indígena del aún vigente vocablo Maisí”): A Manasí, una punta así nombrada/ nuestro veloz navío fue llegando,/ por dar felice fin a su jornada/ de entrar en Baracoa procurando.(4) Y de aquí, enseguida y sorpresivamente, “La Dorada”, nombre con el que se conocía comúnmente a Cuba entre los marinos y pobladores antillanos de los siglos XVI y XVII.
Esta es una sorpresa: identificar nuestra isla con el oro terminándose el siglo XVI, es algo que contradice a nuestros historiadores de antaño y de hoy, quienes han repetido durante siglos que la explotación de oro en Cuba había terminado muy tempranamente en esa centuria por falta del mineral. Así se daba a entender en los documentos de dicha época dirigidos a la metrópoli, interesadamente, cuando la verdad era que no se contaba ya con la suficiente mano de obra indígena para su extracción, pues esta en gran cantidad había escapado de la esclavitud huyendo hacia lugares inaccesibles para los esclavistas.
La excusa -que comenzó a declararse en cartas a los reyes españoles desde la segunda década del siglo XVI- era un buen pretexto tanto para solicitar el envío de esclavos africanos a las Antillas en sustitución de los indígenas ausentes, como para partir hacia otras tierras del continente recién comenzadas a ocupar. Pero la verdad era otra, y quedaba retratada en esta crónica en versos de 1587: dice entonces el fraile Escobedo que La Dorada (Cuba), era en aquel momento una tierra pobre de gente y despreciada (...), debido al abandono en que había quedado por el éxodo de los peninsulares desde décadas atrás; y que si fuera bien cuidada por los españoles todavía, la situación sería diferente, pues estos hallaron en ella minas de oro,/ que tiene cada una gran tesoro. (Obsérvese que dice: “tiene”, no: “tenía”.) Y seguidamente, un dato importante: El capitán Vizcardo, lusitano,/ de doce negros fuertes se servía,/ que en las aguas que corren al oceano/ sacaban grande suma cada día./ Por caso averiguado, cierto y llano,/ toda la negra gente le ofrecía/ de sol a sol cuarenta y más ducados/ de oro fino en plata conmutados.(5) Ahora podemos preguntarnos: ¿cómo pensar que en Cuba desapareció tempranamente el oro, si en 1587 un esclavista portugués todavía podía obtener en un día de trabajo con doce hombres, una cantidad equivalente a cuarenta ducados de plata o más? Ya lo había afirmado Escobedo al anunciar su arribo a tierra cubana, poniendo las siguientes palabras en boca de sus experimentados compañeros de viaje, conocedores de Cuba: “Esta se llama, hermanos, La Dorada”,/ dijo nuestro cristiano y fuerte bando,/ “que encierra dentro de sí grande tesoro,/ que aunque pobre de gente, no lo es de oro.”// (6)
Por otro lado, para la gente de la época, el suicidio colectivo e individual de aborígenes (relativamente ocasional) era el argumento empleado como excusa para explicar la causa principal de la falta de mano de obra en los lavaderos de oro, pues a continuación, al referirse a la extracción del metal en el pasado, Escobedo apunta: Sacábanle los indios de Occidente/ cuando fue la Dorada descubierta,/ y por tratarles mal los del Oriente/ a la muerte se entraban por la puerta,/ amando el cruel rigor de su accidente/ aunque al varón más fuerte desconcierta,/ por tener por mejor el indio altivo/ poner fin al vivir que ser captivo.//.(7) Incluso en el poema Espejo de paciencia (1608) de Silvestre de Balboa, que narra sucesos acaecidos en 1604 (diecisiete años después de los que narra Escobedo), también aparecen referencias a la riqueza áurea de Cuba: Dorada isla de Cuba o Fernandina,/ De cuyas altas cumbres eminentes/ Bajan a los arroyos, ríos y fuentes/ El acendrado oro y plata fina. Así nos dice la primera estrofa del sexto soneto laudatorio firmado por el Alférez Lorenzo Laso de la Vega y Cerda. Todavía se le denominaba a Cuba “isla Dorada”. ¿Será que los historiadores de la literatura consideraron esta definición de Cuba sólo como una metáfora; como una imagen puramente idílica de la isla, propia de la imaginación poética del autor, y nada más? Lo cierto es que, al parecer, hasta ahora nadie ha tomado muy en serio esa definición, donde se asegura que había oro y plata en ríos, arroyos y fuentes de Cuba aún en 1604. Como tampoco ha sido intrigante para nadie la estrofa en que Balboa se dirige al río Bayamo (como personaje divino), y le pide a este que para pagar la merecida libertad del heroico esclavo Salvador, saque oro: De las arenas de tu río divino/ El pálido metal que te enriquece/ Saca, y ahorra antes que el vulgo hable,/ A Salvador el negro memorable.
Puede comprenderse cómo, desde el comienzo de esa historia, se ocultó convenientemente la verdadera causa de la falta de mano de obra indígena en Cuba, la cual fue el rechazo de la población aborigen al sometimiento esclavo, traducido en las constantes y hasta masivas deserciones de las dotaciones de cautivos, más las sorpresivas escaramuzas y asaltos armados de grupos de indígenas cimarronados, que le hacían la vida imposible a los españoles. Todo ello, sin contar con que la mayor parte de la población autóctona de Cuba (varios cientos de miles) nunca fue capturada por los pocos esclavistas que lo pretendían.
En Baracoa finalmente son recibidos Escobedo y sus compañeros con agasajos y regalos a cargo de los indígenas de la localidad, a quienes el fraile denomina “el pueblo”. Aquí permanecen varios días, y es donde Escobedo tiene el primer contacto con los autóctonos de Cuba, con sus criollos y con su entorno natural. Gracias al trato diario con ese pueblo, logra describir las creencias y costumbres de aquellos aborígenes que convivían aún con peninsulares e hijos de estos en un mismo entorno comunitario; la vida de los criollos en Baracoa y sus alrededores, así como la pródiga naturaleza de la Isla.
Pasada una temporada, en lugar de continuar viaje directamente a La Florida, el capitán del barco donde viaja nuestro cronista prefiere dar la vuelta a la isla por el sur, y salir de nuevo a la costa norte girando por el oeste, después de bordear la actual provincia de Pinar del Río. ¿Por qué ese bojeo? Ya era conocimiento de la época que la navegación por el Canal de las Bahamas podía resultar muy peligrosa para las embarcaciones, a causa de la poca profundidad del agua en algunas áreas. Por otra parte, obsérvese cómo desde entonces se conocía ese trozo de mar como “Canal Viejo” (Canal Viejo de Bahamas). Así queda expuesto en sus versos: Gustamos más surcar aquella costa/ que en la vieja canal dar en un bajo/ que nos diera la muerte por la posta/ por querer navegar por el atajo./ Gástese más y hágase más costa,/ que no hay ningún atajo sin trabajo,/ que el hondo mar es cama del navío/ como lo es de la muerte algún bajío.(8)
Al tomar dicha costa, tienen un encuentro con una nave pirata francesa que envía una lancha para abordarlos, pero logran evadirlos a pedradas, y escapan continuando su viaje. Al acercarse al Golfo de Guacanayabo, Escobedo lo describe usando ese mismo nombre, y dice (...) que se extiende/ a vista de una punta cuyo nombre/ le llama Tiburón cualquiera hombre. (9) De los topónimos hasta ahora revisados, “Punta Tiburón” es el único del cual, hasta el momento, no hemos logrado actualizar su localización. Hemos revisado diccionarios y mapas de los siglos XVI, XVII, XIX y XX, y sólo “Punta Tiburcio” es fonéticamente parecido, pero se ubica en la costa sur oriental, frente a la Sierra Maestra, en un sitio que a nuestro juicio está bastante alejado del Golfo de Guacanayabo como para servir de punto de referencia para su fijación segura.
Al acercarse al embarcadero del río Cauto, ya en el Golfo, de nuevo tienen que enfrentar el peligro: el enemigo inglés se ha hecho dueño de ese lugar, asaltando a toda embarcación ajena que ha pretendido entrar o salir por el concurrido río, vía a Bayamo, o que haya navegado por los alrededores del Golfo. En larga relación describe Escobedo la victoria de su bando español contra estos “luteranos”, como les denomina; el castigo dado a los vencidos, la celebración por la victoria una vez que arribaron a Bayamo, además de otros detalles. Pero en nuestro caso lo que nos llama la atención es los curiosos nombres de “costa del Bayamo” y “puerto del Bayamo” con los que designa el fraile a la desembocadura del actual río Cauto. Sabemos la importancia que tenía esa vía fluvial, sobre todo durante los siglos XVI y XVII, para el comercio de contrabando de los habitantes de la villa de Bayamo y sus alrededores. Todo este pasaje del poema lo confirma, diez años antes de que lo reflejara asimismo el poema de Balboa, Espejo de paciencia. Pero, ¿por qué le denomina “Bayamo” a este río que hoy conocemos como Cauto, siendo el topónimo “Cauto” un antiguo vocablo indígena que denominaba a otro río? El actual río Bayamo, sin embargo, es un afluente del Cauto que pasa por la población bayamesa, y nada tiene que ver con el Golfo de Guacanayabo. A falta de mejores razones, podríamos pensar que al menos para los marinos de la región, “puerto del Bayamo” era el nombre con el que se conocía a la desembocadura del río Cauto. Pero sucede que era tal la importancia que tenía para la población de Bayamo la vía fluvial del actual Cauto hasta su salida al mar, que al menos en la literatura escrita aparece este río -en dicha época- con el mismo nombre de la población que tanto lo utilizaba para su abundante comercio: río Bayamo. Así lo vemos de nuevo en Espejo de paciencia, cuando se le menciona, por ejemplo, en el momento en que la comitiva de rescate del obispo Altamirano regresa con éste desde la playa de Manzanillo, y toman el curso del río “Bayamo” hasta llegar a la población del mismo nombre.
Una escena similar había descrito Escobedo en su poema La Florida: Por ser el más cercano de la costa,/ el puerto del Bayamo, noble villa,/ navegaron más ágiles que posta/ la gente isleña con la de Castilla.(10) Quiere esto decir, que al desembarcar en la boca del río, los españoles fueron acompañados por “la gente isleña”, esto es, los criollos de Bayamo, hacia dicha villa.
De “la costa del Bayamo”, poco después, continúan viaje por todo el litoral sur cubano hacia el oeste, y finalmente llegan frente al Cabo de San Antonio, en el Paso de los Vientos. Ambos topónimos son los mismos que conocemos hoy. Aquí el fraile Escobedo nos confirma el dato histórico de que esta región marítima era, como el Golfo de Guacanayabo, peligrosa área donde merodeaban con frecuencia corsarios y piratas. Asaltantes de distintas banderas solían apostarse en el conocido “Paso”, sobre todo para atacar a las embarcaciones que venían de varias partes del continente (Nueva España, Cartagena de Indias y otras) rumbo a La Habana, cargando las mercancías y riquezas extraídas de los pueblos indígenas. (De los “ladrones” en aquellas aguas dice el fraile que: suele en aquel Paso haber millones.(11) Razón tan poderosa obliga a las embarcaciones españolas que andan solas por esos mares a detenerse en el Cabo de San Antonio, y esperar ahí el paso de la real flota artillada, la cual solía desfilar agrupada en un orden defensivo hacia España, con escala en La Habana. Sólo con esa compañía podrían sentirse seguros hasta llegar a la capital habanera. Así nos lo relata Escobedo en el poema, cuando al preguntarle al capitán del barco sobre el peligro que les acecha al llegar al Cabo, este le responde: “Estamos aguardando la real flota/ que viene por aquí de Cartagena,/ tomando de la Habana la derrota./ De no venir me causa pena./ Estoy siempre vestido desta costa/ para cualquier rebato cuando suena,/ guardando de corsarios esta costa/ con gente para el caso hecha aposta.// Conviene que os estéis a nuestro abrigo,/ no vais en este tiempo a la Habana,/ que os quitará la nave el enemigo,/ que tiene de robar crecida gana./ No puede ya tardar el fiel amigo,/ rodeado de la armada castellana./ Con nosotros iréis con mucho gusto/ sin que el contrario os dé ningún disgusto.”// En el Cabo estuvimos ocho días,/ y como nuestra flota no llegaba,/ a la gavia enviábamos espías/ para darnos aviso si asomaba,/ Mirando el ancho mar por varias vías, conocieron que ya vista nos daba/ que fue para la gente gran contento,/ por desplegar la vela al fresco viento.// (12)
Finalmente, después de conocer las peripecias provocadas por una rebelión de esclavos producida a bordo de la flota española, llegan a La Habana con celebrante regocijo: (...)/ Llegamos con salud de la jornada/ al puerto de la Habana do surgimos./ La salva que se hizo fue extremada,/ gran cantidad de balas despedimos;/ no una, dos, ni diez, veinte ni ciento,/ pero más de cien mil en quien no hay cuento.// (13) Pintoresco suceso este de la llegada de la flota a La Habana, entre los innumerables disparos de las tripulaciones, y posiblemente también los de respuesta de la villa.
Si a los detalles geográficos aquí observados, vistos desde el mar, sumamos el aún más rico espectáculo de la vida en tierra -donde como se ha dicho, el fraile describió la naturaleza y el ambiente social temprano de la dorada Cuba-, podemos afirmar que este fragmento del poema La Florida es no sólo la crónica en versos de un viajero muy temprano en el Caribe, sino además un documento que nos permite conocer mejor Las Antillas en general, y en particular Cuba: su geografía, su flora, su sociedad, su cultura material y espiritual; su historia.
BIBLIOGRAFÍA
-Balboa Troya de Quesada, Silvestre de: Espejo de paciencia. Editorial de Arte y Literatura. La Habana, 1975.
-Cortesao, Armando y Avelino Teixeira Da Mota: Portugaliae Monvmenta Cartographica. Museo Nacional de Arte Antigua, Lisboa, 1960.
-Escobedo, Fray Alonso Gregorio de: La Florida (volúmenes I y II). Versión digital en disco compacto, realizada en el Departamento de Automatización de la Biblioteca Nacional “José Martí”.
-Suardíaz, Luis (compilador): La Dorada. Fragmento cubano del poema “La Florida”. Editorial Ácana, Camagüey, 2004.
-Vega, Bernardo: Los cacicazgos de la Hispaniola. Fundación Cultural Dominicana. Santo Domingo, 1987.
NOTAS
(1) Bernardo Vega: Los Cacicazgos de la Hispaniola. Fundación Cultural Dominicana. Santo Domingo, 1987, p. 80.
(2) Fraile Alonso Gregorio de Escobedo: poema La Florida (1598-99), versión electrónica cortesía del profesor Ralph Bauer, Departamento de Inglés de la Universidad de Maryland, Virginia, EE.UU; canto XIV, estrofas 24 y 25.
(3) Idem, estrofas 47 y 67, respectivamente.
(4) Ibidem, estrofa 68.
(5) Ibidem, Canto XV, estrofas 7 y 8, respectivamente.
(6) Ibidem, Canto XIV, estrofa 68.
(7) Ibidem, Canto XV, estrofa 9.
(8) Ibidem, Canto XVI, estrofa 13.
(9) Ibidem, estrofa 20.
(10) Ibidem, estrofa 47.
(11) Ibidem, Canto XVII, estrofa 7.
(12) Ibidem, estrofas 14,15 y 16, respectivamente.
(13) Ibidem, estrofa 33.

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