una
laguna en la historia del arte cubano.
Por José Ramón Alonso Lorea.
"Lo encontrado hasta el presente, que
ya es muchísimo, bastaría para colmar varias salas
de un Gran Museo Nacional" (Anita Arroyo y Las artes industriales
en Cuba, 1943).
I
Dentro de aquella importante donación de
libros que España realizó a la Biblioteca Nacional
José Martí de La Habana en 1989, se incluyó
una nueva edición preciosamente ilustrada y ampliada en XXXII
tomos de una Historia General del Arte de la editorial Espasa-Calpe
S.A. de Madrid, España.
Al consultar el primer volumen de esta Historia...
dedicado al Arte de los Pueblos Aborígenes, nos encontramos
en las palabras “Al Lector” que el conocido profesor
José Pijoan Soteras es el codirector, junto al catedrático
Manuel B. Cossio, de esta publicación que tuvo su reedición
y edición de nuevos de 1980 a 1988.
En este volumen se encuentra un capítulo
dedicado, para mi sorpresa, a las artes aborígenes antillanas.
Y digo sorpresa, pues es muy poco posible encontrar que ediciones
importantes europeas, que pongan sus miras en el fenómeno
del arte mundial, o incluso en el aborigen americano -aunque casi
siempre el énfasis está en las llamadas grandes culturas
de la también llamada América Nuclear-, hagan espacio
para analizar las artes de las culturas indígenas de las
islas.
Pero qué cosa, las emociones cambiaron rápidamente
de tono. En aquellas palabras de Pijoan hacia el más antiguo
arte antillano se trasluce un total desconocimiento de la materia.
Su verbo parece estar desprovisto de la lógica investigación
inicial para abordar este tema, y más bien se emparenta con
aquella primera imagen transmitida a Europa de los indios salvajes,
desnudos, dispersos, ingenuos e indefensos al decir de Colón
(Galich, 1979 :229). No en balde aborda su “estudio”
desde el siguiente presupuesto discriminatorio: “Pero siendo
las Antillas la primera escala de América durante todo el
período colonial, experiméntase gran curiosidad por
conocer los pobres restos arqueológicos que puedan procurar
las islas”.
Reparemos que, al ser estos libros de arte textos
de consulta en el sistema educacional de nuestros países
de habla hispana y ser, además, tan pobre el conocimiento
que se posee de las artes aborígenes de las Antillas, pudieran
tomarse por veraz los elementos allí enunciados. Y en todo
momento estoy incluyendo a Cuba -una supuesta potencia educacional-
por desconocer su gente este arte que en la isla también
se colecciona. Por ello, las instituciones culturales y educacionales
cubanas no pueden permanecer ajenas a estos ya tan tradicionales
criterios con respecto a su más antiguo pasado.
II
Hace más de cincuenta años, con nítida
visión de historiadora del arte, Anita Arroyo anotaba sobre
las artes indígenas de Cuba: “Estas llenarían
de asombro al profano que jamás se haya ocupado de estas
cosas, haciendo rectificar a no pocos el enorme error del atrasado
grado de cultura que, sin fundamento alguno y sí con un total
desconocimiento de nuestras civilizaciones primitivas, se les atribuye
equivocadamente (...) lo encontrado hasta el presente, que ya es
muchísimo (...) bastaría para colmar varias salas
(...) de un Gran Museo Nacional" (1943:53). La realidad de
hoy fundamenta la vigencia de lo enunciado.
Si bien es cierto que se han creado diversos museos
e instituciones que se dediquen al estudio de este tema, no se ha
mantenido un apoyo suficiente a las exposiciones. Tómese
en cuenta que el Museo Antropológico Montané de la
Universidad de La Habana (UH) -el cual con muchas penas y pocas
glorias recién cumplió sus noventa años- consta
de sólo una sala donde se expone una mínima parte
de su colección.
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Lámina 1. Primera instalación
del Museo Antropológico Montané. Reproducción
tomada de Dacal y Rivero, 1986. |
Bien conocida es la importantísima bibliografía
que, sobre el tema indológico, han realizado eminentes estudiosos
que trabajaron durante tantos años para este museo (Montané,
La Torre, Mestre, Cosculluela, Fritot, Pichardo Moya, García
Robiou, Rivero de la Calle, Dacal, entre otros). Sin embargo, la
sala de exposición del mismo es hoy un espacio improvisado
en un aula de la Facultad de Matemática, donde mustios y
entristecidos miran antaños dioses-cemíes del panteón
indiano y piedras y ceramios que señorearon en la península
cubana, de punta a cabo y de costa a costa durante más de
siete mil años, al olvido presente de una etnicidad de sólo
medio milenio. A pesar de la bien intencionada división cultural
de las piezas arqueológicas que atesora y de las obras de
un arte indígena mayor, no pasa de ser una sala a manera
de almacén, de aquellas que conformaron la base para una
historia de la museística. Totalmente ajeno a las más
novedosas técnicas y criterios contemporáneos de un
museo y totalmente ajeno al concepto de vanguardismo científico
que preconizaran sus fundadores.
Creo importante señalar que este museo universitario,
junto al Laboratorio de Antropología, fueron fundados en
la temprana fecha de 1899, por lo que estamos abocados ya a una
significativa conmemoración centenaria. Según informe
del propio Luis Montané Dardé (1909), la creación
de estos es “debida al eminente profesor de filosofía
de la Universidad Enrique José Varona, Secretario, á
la sazón, de Instrucción pública” (sic).
Según Montané, entonces la “República
Cubana, con gran esplendidez, suministró los fondos necesarios
para la construcción del edificio que encierra la sala de
cursos, el laboratorio y el Museo, y que no cuesta menos de doscientos
cincuenta mil francos. Añado á este informe algunas
fotografías que dan idea del conjunto y de los detalles del
Museo de Antropología” (sic). Más adelante el
eminente científico cubano agrega: “En 1903, la Universidad
Nacional de Cuba confirió al Museo de Antropología
el nombre de “Museo Montané:” y si acepté
agradecido ese testimonio de alta estimación con que me honraban
mis colegas, fue porque -vosotros lo adivinareis- no iba dirigido
el honor a mi persona (puesto que no soy nadie), sino á la
Escuela de Antropología francesa cuyo espíritu tengo
la honra de representar entre los profesores cubanos” (sic,
Montané, 1909).
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Lámina 2. El conocido ídolo
lítico de Bayamo se exhibía en aquella primera
instalación del Museo Antropológico Montané.
Reproducción tomada de Dacal y Rivero, 1986. |
Esta institución, si bien al inicio fue
aumentando su colección, no creció su espacio expositivo.
Se oscureció el trabajo de divulgación que desarrolló
durante veintitrés años con una Revista de Arqueología
y Etnología y comenzó a pasar inadvertida para los
medios de difusión masiva, tanto en el orden cultural como
en el científico.
Por otro lado, la colección de arqueología
aborigen de la Academia de Ciencias de Cuba (ACC) -actual Ministerio
de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (CTMA)- se encuentra
en bóvedas, donde el acceso a la misma queda extremadamente
limitado. Algunos valiosísimos ejemplares de esta colección
se exponen, en calidad de préstamo, en un pequeño
espacio del Gabinete de Arqueología de la Oficina del Historiador
de la Ciudad. Más de 250 museos provinciales y municipales
existen en toda la nación que, en su gran mayoría
y con criterios museográficos poco idóneos, dedican
espacio a las colecciones indocubanas. Tales son, entre muchos:
en Holguín, el Departamento Centro-Oriental de Arqueología
de la antes ACC y los museos de la Periquera y Baní; en Santiago
de Cuba, el Museo de la Universidad de Oriente y el Bacardí.
Tomemos en cuenta también la existencia de algunas colecciones
privadas.
Como vemos, las obras de las artes indígenas
de Cuba sufren en la actualidad de una atomización en cuanto
a su proyecto museable. Situación que nos retrotrae nuevamente
a las notas de la Arroyo: “Lástima grande que la indiferencia
del cubano por conocer sus más remotos orígenes y
la absoluta ineptitud de los gobiernos que hemos padecido, que han
ignorado totalmente esta fuente de cultura y hasta la utilidad económica
que de estas investigaciones podría derivar si las organizara
debidamente y se crearan museos que atrajeran al turista, hayan
hecho que permanezca todavía sin el menor apoyo oficial estas
magníficas colecciones y otras muchas que hoy se encuentran
diseminadas por nuestro país” (1943:54).
No obstante el haberse oficializado (y profesionalizado)
museos e instituciones que se dediquen a estos estudios durante
las últimas cuatro décadas, no se ha mantenido un
apoyo estatal sistemático sobre los mismos. Lo que redunda
en una total falta de recursos para las labores de campo.
Además, el proyecto museológico de
este período a traído como resultado -refiero nuevamente-
la disgregación de las artes aborígenes por todo el
territorio nacional, lo que dificulta en demasía la investigación
del mismo. Se hace necesario entonces clasificar y seleccionar las
piezas representativas de todas esas colecciones para conformar,
dentro de una sola muestra con carácter nacional, toda la
diversidad de temas y estilos que ha legado este pasado indígena
al patrimonio cultural de la nación. Y considero necesario
volver sobre esta idea: es hora de aunar voluntades para darle al
patrimonio indígena cubano, lo que por derecho e historia
le corresponde: un espacio expositivo con el apoyo necesario para
que se oriente con una proyección nacional. Que contribuya
a la preservación, valoración y enriquecimiento de
este acervo cultural. Un proyecto interdisciplinario y nacional
que obvie los mezquinos intereses regionales de algún profesional.
Por otra parte, la actividad docente de estas instituciones,
en particular el Museo Antropológico, no se hace notar. Poca
relación se establece entre éste y las facultades
del centro universitario de La Habana. Por ejemplo, en la Facultad
de Artes y Letras, y dentro de los estudios de Historia del Arte
con más de treinta años de Especialidad, sólo
se realizaron (hasta el año 1992) dos tesis de grado que
investigan la problemática indocubana. Algo contradictorio
y muy preocupante para una escuela que está formando sus
historiadores del arte. Sin dudas, se hace necesario que el profesorado,
la institución universitaria y el Museo Antropológico,
crean algún tipo de estímulo académico que
promueva dichos estudios.
En lo que concierne a la enseñanza de estos
contenidos, basta saber que existe un escasísimo número
de docentes capacitados en el tema. En los últimos años,
con el curso Plástica Caribeña -bajo el distinguido
magisterio de Yolanda Wood-, parece entreverse un panorama favorable
a estas investigaciones. De la misma manera dos nuevos trabajos
de diploma recién se presentaron. Hechos que apuntan hacia
futuras modificaciones de las valoraciones críticas que he
emitido hoy con respecto al funcionamiento docente de las instituciones
citadas.
En los textos y conferencias, clases y postgrados
de profesores dedicados al estudio del arte cubano, salvo honrosas
excepciones, no se menciona ni por asomo el tema de las artes aborígenes.
E incluso, una gran mayoría de estos dos grupos (estudiantes
y profesores) y ello extendido a todas las facultades, desconocen
la existencia del Museo Antropológico Montané de la
UH. Dato al parecer desconocido también por José Pijoan.
Qué decir, además, de las jornadas y otras actividades
científicas y culturales universitarias, donde la cultura
indocubana “brilla por su ausencia”.
Qué esperar entonces de esa gran parte de
la población que no ha alcanzado siquiera traspasar las fronteras
cognitivas de este centro universitario si, a todo lo anterior,
se suma la limitada publicación de textos que aborden este
conocimiento, siendo su impresión muy corta en número
de ejemplares con pésima o ninguna ilustración, o
permanecen inéditos, en papeles mimeografiados sólo
(y no siempre) al alcance de los especialistas.
En la prensa escrita han salido esporádicos
artículos relacionados con las artes aborígenes, pero
todavía son muy limitados y muchos de poca valía.
Libros de Historia de Cuba editados en décadas pasadas para
nuestras escuelas, unos del rigor de un Fernando Portuondo y otros
bajo la orientación de Julio Le Reverend y con la colaboración
del arqueólogo José M. Guarch, incluyeron en su primera
unidad amplia información escrita e ilustrada sobre el tema.
Sin embargo, no se les dió el uso debido por cuanto no se
explotó esta información y con los cambios ocurridos
posteriormente en los programas de enseñanza se editaron,
sustituyendo a aquellos, nuevos manuales de menor calidad informativa
e incluso con errores.
Por otro lado, no existen estudios sistemáticos
publicados que aborden la problemática simbólica o
la elaboración de ideas estéticas en torno a este
arte. Es decir, análisis que trasciendan la mera descripción
de una pieza arqueológica. Sobre este aspecto planteaba el
arqueólogo cubano René Herrera Fritot: “De su
técnica de hechura, del nivel artístico que expone
en su diseño o estilización, de su variación
intrínseca hacia otros tipos, o la inversa, de donde deriva,
poco se dice en realidad” (1964:10). Todavía hoy, en
los eventos y simposios sobre estudios del arte cubano, no se ha
incluido el tema de las artes aborígenes. Aún no logra
superar los tradicionales marcos de los eventos arqueológicos.
Finalmente, y como alternativa al insuficiente
proceso editorial impreso, el Departamento de Arqueología
del Centro de Antropología y el Centro de Diseño de
Sistemas Automatizados, ambos del CTMA, han dado a la luz un CD
sobre arqueología aborigen cubana. Encomiable esfuerzo que
poco puede resolver dentro de Cuba porque esta tecnología
está al alcance de muy pocas manos. Es hoy este CD un souvenir
mas en una tienda “área dólar”.
Para saber quiénes somos debemos conocer
todo el espectro de nuestras más ricas raíces culturales.
Si somos un pueblo mestizo, lo cual enriquece nuestro acervo cultural,
en buena medida se lo debemos también a esos primeros cubanos,
quienes habitaron durante más de siete mil años este
archipiélago, dieron perdurable nombre a nuestra tierra y
a cientos de sus accidentes geográficos, se alimentaron de
sus frutos y peces, fumaron su tabaco y se mecieron en el algodón
de sus hamacas para dormir la siesta de su casabe y meridiano sol.
Los cubanos de hoy, principalmente aquellos interesados
por el campo del arte, deben conocer que existen en la isla valiosas
colecciones de objetos aborígenes de elevada factura técnico-estilística
que demuestran, con creces, la facultad creativa de aquellos cubanos
del pasado.
Al respecto, el crítico de arte Gerardo
Mosquera anotaba que: “El más remoto pasado de la plástica
cubana no es el de los artesanos europeos que ha comienzos del siglo
XVI se establecieron en las villas nacientes. Tampoco el de la alfarería,
la escultura y la pintura de los indios Taínos. Es uno aún
más subestimado, al extremo de que casi se le ignora fuera
del ceñido medio de los arqueólogos o, por contrapartida,
en el caso de alguna manifestación espectacular, del muy
amplio del periodismo pintoresquista. Me refiero a las tallas y
a las pinturas de los primeros pobladores de nuestro archipiélago,
aquellos indígenas de origen enigmático que no conocían
la agricultura ni la cerámica, pero que fueron los primeros
en hacer arte en Cuba (...) La plástica de estos hombres
es la más llena de misterio de todo nuestro patrimonio cultural”
(1983:15).
Para los escépticos ante estos estudios,
o todo lo contrario, para los que gustan de incertar en el plano
internacional la problemática del arte y el ego cubanos,
plantea el propio Mosquera que: “En este aspecto es interesante
señalar (por ejemplo) que Punta del Este (Isla de Pinos)
es una clara muestra de la tendencia hacia el geometrismo del arte
rupestre americano más antiguo, contrario a la voluntad mimética
de su igual europeo. Problema poco analizado, porque del deslumbramiento
de los estudiosos ante las maravillas de Altamira, Lascaux, Combarelles
y toda la pintura paleolítica del Franco-Cantábrico,
unido al desconocimiento de otros múltiples ejemplos de arte
rupestre en el mundo, llevó a sacar conclusiones precipitadas
de un caso particular. Esto ha motivado que todavía en la
mayoría de las historias del arte se plantee un modelo típico
de nacimiento y evolución de la pintura primitiva (...) -
naturalismo paleolítico - estilización mesolítica
- geometrismo neolítico. Este planteamiento es sólo
aproximativo a los hechos peculiares de una parte del mundo en una
etapa determinada -y aún así no deja de ser problemático
y heurístico-, pero en modo alguno debe ser tomado como una
secuencia general” (1983:43).
III
Cuando confrontamos las palabras “Al Lector”,
del volumen I de la última edición (1980) de la
Historia General del Arte, editorial Espasa-Calpe S.A., con
la de aquella primera edición de 1931, nos percatamos que
es la misma: palabra por palabra.
En el Library of Congress Catalogy, National
Union Catalg. Vol.91, 1971-1973, impreso en los Estados Unidos,
en su edición de 1978, página 516, aparece que el
crítico de arte José Pijoan Soteras, nacido en 1881,
muere en el año 1963. Sin embargo, en estas notas “Al
Lector” -sin explicación y por ser la misma de 1931-
Pijoan se encuentra actualmente (1980) asociado al Departamento
de Arte de la Universidad de Chicago.
Pero más que eso, este tomo I de Summa Artis,
dedicado al Arte de los Pueblos Aborígenes, se encuentra
reeditado por octava vez, cincuenta años después de
su primera edición, sin aclaraciones ni ampliación
de su información. A sabiendas de que este período
del arte mundial está expuesto a constantes cambios y reevaluaciones
de sus postulados teórico-crítico por los reiterados
hallazgos arqueológicos, así como por los continuos
aportes de otras ramas de las ciencias como la etnografía,
la etnología, la antropología, la mitología
y la lingüística, entre otros, que han enriquecido el
conocimiento de estas etapas del desarrollo cultural humano, mediante
una perfección de las técnicas para recoger y explicar
los datos.
Habría que analizar, de inicio, dos situaciones
fundamentales. Primero, cuando Pijoan realiza este trabajo en 1931,
los estudios sobre las indoculturas antillanas ciertamente no contaban
con la riqueza de información y con la enorme cantidad de
evidencias materiales que ya se dominan. Pero esto no demerita la
importancia de un considerable cúmulo de trabajos escritos
y publicados, junto a un sinnúmero de piezas arqueológicas
que ya se conocían en los primeros treinta años de
este siglo y que indudablemente poseen un alto valor simbólico.
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Lámina 3. Diferentes
vistas del “ídolo de Bayamo” expuesto en
el Museo Montané. Fotomontaje realizado por Marlene
García Núñez para esta web. |
Al respecto, cito a Dacal y Rivero: “En la
última década del siglo XIX, el profesor Montané,
y el Dr. Carlos de la Torre y Huerta realizaron investigaciones
arqueológicas, que agregaron una buena cantidad de elementos
materiales para juzgar nuestras primitivas comunidades. Se abría
la posibilidad de iniciar un estudio arqueológico de estos
grupos con sus propios restos materiales, no obstante, el resultado
más conocido de aquellos estudios fue la obra del doctor
Carlos de la Torre, publicada en varias ediciones y donde planteaba
una división para nuestras comunidades primitivas ajustada
a las descripciones de cronistas, pero llamando ciboney a los grupos
ceramistas aruacos haciendo una descripción de sus costumbres
y artefactos bastante ajustada a las evidencias colectadas”
(1986:64).
Otros autores, como el geógrafo y arqueólogo
español Miguel Rodríguez Ferrer (quien inició
los estudios de antropología aborigen en Cuba a partir de
sus descubrimientos de 1847), Arístides Mestre, Felipe Poey,
su hijo Andrés Poey, José Antonio Cosculluela, Fernando
Ortiz (quien publicó en 1922 una Historia de la arqueología
indocubana en 107 páginas), entre otros, también publicaron
sus trabajos a través de las diferentes instituciones que
existieron en su momento. Instituciones oficiales o alternativas
que poseían medios de publicación que permitían
conocer los reportes de los trabajos de campo y las investigaciones
y resultados teóricos que se realizaban, lo cual posibilitó
incentivar dichos esfuerzos y llegar a los primeros esquemas sobre
las iniciales agrupaciones humanas asentadas en el archipiélago
cubano.
A estos hay que sumar los diversos estudios y excavaciones
que en los primeras dos décadas realizaron arqueólogos
norteamericanos. En 1904 viene a Cuba el Dr. Fewkes, el cual “revisó
algunas colecciones de arqueología cubana (...) y publicó
un interesante trabajo titulado Las culturas prehispánicas
de Cuba” (Dacal y Rivero, 1986 :33).
Le suceden dos importantes investigadores: “en
1914, el arqueólogo norteamericano Theodoor de Booy, del
Museo del Indio Americano, Heye Foundation de New York, realiza
en dos ocaciones exploraciones por el extremo oriental de Cuba (...)
El material colectado provocó que el Museo del Indio Americano
preparara un plan más ambicioso para estudiar arqueológicamente
a Cuba.
Este plan fue encomendado a otro arqueólogo
norteamericano, Mark R. Harrington, quien lleva a cabo en 1915 una
vasta serie de exploraciones, tanto en la provincia de Oriente como
en la de Pinar del Río” (Guarch, 1978 :40-41). Sobre
este último arqueólogo conocemos que “el estudio
de las colecciones aborígenes existentes en aquellos momentos
y una serie de excavaciones (...) lo llevaron a escribir una importante
obra titulada Cuba antes de Colón, la cual se puede
considerar como un clásico de la arqueología norteamericana
para la Antillas Mayores. En este libro (de 1921) Harrington deja
establecido la existencia de dos culturas aborígenes en nuestro
país: la taína y la ciboney, considerando la primera
de origen sudamericano y la más altamente desarrollada”
(Dacal y Rivero, 1986:33).
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Lámina 4. Diferentes vistas de la
talla tubular de madera conocida por “ídolo del
tabaco” y que es pieza emblemática del Museo Montané
desde 1906. Fotomontaje realizado por Marlene García
Núñez para esta web. |
Como hemos podido apreciar, la información
para el momento no era nada despreciable y además bien autorizada.
Al respecto, la obra titulada Arqueología Aborigen de
Cuba de Dacal Moure y Rivero de la Calle (1986), expone amplia
información sobre los trabajos que se publicaron durante
todo ese período.
En segundo lugar, y se deriva de todo lo anterior,
es totalmente absurdo (y hablo en términos culturales, no
económicos) que en 1980 se vuelva a editar este mismo trabajo
de Pijoan, donde inclusive se plantea que “los indios antillanos
parece que habían podido pasarse sin el arte”. Simplemente
Espasa-Calpe S.A. evidencia su incapacidad en la zona que nos ocupa
y su total desinterés por los casi 150 años de estudios
de antropología y arqueología aborigen en Cuba y las
Antillas.
Hasta aquí podemos concluir que, al referirse
a estas artes aborígenes en aquel primer tomo de la edición
príncipe de 1931, José Pijoan, hombre de vasta sapiencia,
lo cual se corrobora por una extensa obra escrita de historiador
del arte, parece desconocer tres fuentes documentales disponibles
en ese momento:
-en primer lugar, no estuvo al corriente de las
excursiones arqueológicas (con importantísimos hallazgos
de obras simbólicas) que se vinieron realizando desde los
años finales de la primera mitad del siglo XIX cubano;
-en segundo lugar, no consultó informes
y trabajos publicados por autores no ya sólo cubanos, sino
también por reconocidos arqueólogos norteamericanos
y de otros países, que realizaron importantes labores de
excavación en diversas islas de las Antillas, incluyendo
a Cuba;
-y en tercer lugar, se evidencia que no examinó
minuciosamente las conocidas Crónicas de Indias, elementales
textos de inevitable consulta para cualquier indagación que
se quiera iniciar sobre las artes indoantillanas.
Sobre este último punto es necesario subrayar
la importancia de ese pequeño texto del fraile jerónimo
Ramón Pané, Relación acerca de las antigüedades
de los indios, pues como anotara José Juan Arrom -al
revisar y estudiar el mismo- “marca un hito en la historia
cultural de América. Compuesta en la isla La Española
en los primeros días de la conquista, es la única
fuente directa que nos queda sobre los mitos y ceremonias de las
Antillas. Si se tiene en cuenta que se terminó de redactar
hacia 1498, su importancia trasciende los límites insulares:
resulta, por su fecha de composición, el primer libro escrito
en el Nuevo Mundo en un idioma europeo. Y como fray Ramón
fue también el primer misionero en aprender la lengua e indagar
las creencias de un pueblo indígena, su Relación constituye
la piedra angular de los estudios etnológicos en este hemisferio”
(1990:3).
La imprescindible y completa lectura de estos libros
le hubiera evitado a Pijoan caer en tan lamentables errores.
Un compendio del arte universal, por su extensión,
adolece de no ser justo ni certero en todas sus apreciaciones. Es
tanto el campo del conocimiento artístico que se intenta
abarcar, y así lo asegura Espasa-Calpe cuando en sus notas
“Al Lector” anota que aspira “no sólo a
recoger las noticias de cuanto se ha hecho en el arte, sino también
a definir el carácter con que hasta hoy se ha desarrollado
la evolución artística de la humanidad”, y sin
embargo, ciertas particularidades se les evaden. Las aspiraciones
y los resultados no van de la mano.
Realmente es poco, desde el punto de vista cuantitativo,
lo que Pijoan dedica al estudio de las artes aborígenes de
las Antillas: tres páginas. Y en lo cualitativo el resultado
es calamitoso por la escasa información que el texto ofrece
y por la abundancia de errores de contenido. En definitiva, no podemos
menos que salirle al paso a este tipo de literatura que pretende,
a la historia del arte indígena de estas antillas, pasarle
-como se diría en el argot popular- “gato por liebre”.
Como anotara Mario Consens, es esta una literatura que “en
lujosas ediciones multicolores “arman”, “crean”,
en base a sugestivos diseños tomados en forma aislada, una
serie de maravillosas (por las propiedades que les asignan) estilos
en América” (1987:263). Y peores cosas hace: niega
partidas de nacimiento. Por ello, para percatarnos del engaño,
habrá que secar esa laguna... la de la ignorancia.
Ciudad de La Habana, 1992.
Fuentes
ARROM, José Juan (1990): "Relación
acerca de las antigüedades de los indios de Ramón Pané".
Editorial Ciencias Sociales, La Habana.
ARROYO, Anita (1943): Las artes industriales en Cuba. Cultural
S.A., La Habana.
CONSENS, Mario (1987): “Los mitos y la realidad en los procesos
de la investigación”. Actas del VIII Simposium Internacional
de Arte Rupestre Americano. Santo Domingo, República
Dominicana, :255-271.
DACAL Moure, Ramón y Manuel Rivero de la Calle (1986): Arqueología
Aborigen de Cuba. Editorial Gente Nueva, C. de La Habana.
GALICH, Manuel (1979): Nuestros primeros padres. Casa de
las Américas, C. de la Habana.
GUARCH, José M. (1978): El taíno de Cuba. Academia
de Ciencias de Cuba (ACC).
HERRERA Fritot, René (1964): Estudio de las hachas antillanas.
Departamento de Antropología, Comisión Nacional de
la ACC.
MONTANÉ Dardé, Luis (1909): “Sobre el estado
de las ciencias antropológicas en Cuba”. Archivo Montané
del CEHOC, Carpeta 5, Documento 93.
MOSQUERA, Gerardo (1983): Exploraciones en la plástica
cubana. Editorial Letras Cubanas. La Habana.
PIJOAN Soteras, José (1931 y 1980): “Arte de los pueblos
aborígenes”. Historia General del Arte. Editorial
Espasa-Calpe, S.A., Madrid.
PORTUONDO, Fernando (1975): Historia de Cuba 1492-1898. Editorial
Pueblo y Educación, La Habana.
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