Presentación de Guerras Africanas de cuba.
1963-1977.
Pablo J. Hernández González.
“…a los que no tienen
suficiente memoria para mentir toda la vida.”
P. da Cruz, escritor angoleño, 1976.
Los inmediatos orígenes de los estudios
que componen este volumen se sitúan en la segunda mitad de
la década de 1990, cuando recién incorporado como
profesor adjunto al claustro del departamento de Artes Liberales
de la Universidad Interamericana de Puerto Rico, recinto metropolitano,
por sugerencia del entonces director departamental Dr. J. Lópes
da Silva, comencé a enseñar un curso de historia contemporánea
de África. Por entonces y por espacio de casi un año
fui invitado a participar en un novedoso y bien concebido espacio
radial que sobre asuntos cubanos patrocinaba el Movimiento Nacional
Cubano, en una radioemisora de San Juan y que se retransmitía
por onda corta hacia Cuba. Sus directivos, por mediación
de comunes amigos, me ofrecieron desarrollar algún tópico
histórico contemporáneo que fuese de interés
para los sectores de público a que iba encaminado. Decidí,
en concordancia con la materia que dictaba en clases, explorar las
intervenciones del actual gobierno de Cuba en el continente negro,
desde los inicios del periodo revolucionario. Ambas experiencias,
gratificantes en muchos sentidos, fueron reveladoras en convencerme
del limitado conocimiento que de estos episodios intervencionistas
existía entre el público tanto académico-estudiantil,
como general y cuánto había calado en las mentalidades
de gentes formadas e informadas en Occidente, las múltiples
desinformaciones del aparato de propaganda externa del estado cubano
y sus afanosas cajas de resonancia.
Por otro lado, los fundamentos mediatos de mi interés
en tales asuntos predatan los estímulos mencionados. Se localizan
en las postrimerías de la década del Setenta en Marianao,
La Habana, cuando llegaban a su momento climático las exaltaciones
globalistas derivadas de las exitosas campañas subsaharianas
del régimen, al amparo de la protección y subsidios
del Gran Hermano de Moscú. Era nuestra época en que,
expresándolo en un plural colectivista detestable, podíamos
ser, éramos, soviéticos y africanos, internacionalistas
eslabones de un proyecto indetenible, fichas de la hora eslava global,
banderilleros de la última y definitiva crisis general del
imperialismo, o al menos así declaraban los escribanos del
Granma y sus camaradas de la agencia moscovita TASS. Como adolescente
de entonces, no conseguí sustraerme al barraje propagandístico,
con su copia de incontables cantares y excesos de oralidad acerca
del internacionalismo del comandante y sus falanges en el continente
negro. Como bien nos recuerda el prologuista, nuestras referencias
se llenaron de exóticos topónimos acuñados
por las circunstancias políticas y alguna que otra faz subsahariana
se cruzaba por nuestros rumbos diarios de estudiante. Eran los días
de la adhesión incontenida por la Unión Soviética,
(aberrante sumisión oficialista que en una década
se transmutaría en iracunda reacción), y que entonces
hacía de Cuba privilegiado interlocutor y asociado militar
por interposición del Kremlin en una proyección
de poder tan agresiva como escasamente disputada por un Occidente
que, salvo casos periféricos (como los de israelíes,
sudafricanos, marroquíes y alguno que otro), parecía
paralizado entre la permisividad, el temor y los ejercicios de distensión
unilateral en el Tercer Mundo que consiguieron tipificar muy bien
la administración del presidente norteamericano J. Carter.
Pero este globalismo resultaba difusa noticia hasta
que el internacionalismo de marras, un día de 1977, tocó
nuestra familia y las angustias subsiguientes trajeron la aventura
africana del castrismo a los espacios de recogimiento. De modo que
mi entorno y circunstancia se conjugaron para africanizar
algunas de mis incertidumbres adolescentes. Armado de un veterano
e imbatible radiorreceptor Zenith (más adelante
oportunamente reemplazado por un excelente cómplice con ocho
bandas de recepción y de factura soviética, marca
Selena), en ejercicios de diaria información clandestina;
un puñado de excelentes mapas de la National Geographic Society
(África, Washington, D. C., 1962), y una siempre
malévola lectura de la prensa del partido y el estado socialistas
(¿recuerdan quienes que comparten mi experiencia aquello
de las tres fuentes y partes del marxismo o algo semejante,
como fundamento del verdadero conocimiento de la realidad? De ello
se trataba mi sistema, ciertamente suficientemente deudor del leninismo
como para aprovechar los espacios del adversario), conseguí
seguir por largos años los acontecimientos que, haciendo
de Cuba y la Unión Soviética activas potencias africanas,
contribuyeron a poner al rojo-blanco algunos escenarios de la guerra
fría, en particular ese problemático embrollo que
para el intervencionismo del socialismo real entrañó
Angola, con su desgastante modalidad de la guerra popular revolucionaria
de inspiración savimbista.
Recuerdo con cierto regusto, las cotidianas sintonías
de las estaciones europeas que tendían cubrir con cierta
regularidad los avatares africanos y en particular los escenarios
donde las brigadas, regimientos y batallones expedicionarios de
las fuerzas armadas de Cuba apuntalaban aliados incompetentes, asediados
o dictatoriales que habían abrazado con más o menos
intensidad que algunos curanderos tribales, los ídolos y
abalorios del socialismo científico. Así, para mí
son memorables los despachos de la BBC de entonces, menos políticamente
correcta entonces que lo que es hoy en su aproximación a
los sucesos globales, la siempre excelente Radio Deutshwelle, con
cobertura seria en sucesos del África centro-meridional.
De las africanas con emisiones latinoamericanas resultaron notables
la sorprendentemente clara en el éter caribeño, Radio
África del Sur, con la necesaria visión del otro contendiente
cuyas actuaciones resultaban especialmente distorsionadas en la
prensa oficial cubana; Radio Cairo, con estupenda cobertura para
el continente negro, y en ocasiones, con perspectivas discrepantes
las emisiones de Radio Trípoli. Fueron significativas para
acceder a otras consideraciones que contrastar con Granma,
Juventud Rebelde o Bastión, durante las
fases finales de la guerra cubana en Angola, entre 1985 y 1989,
las emisiones de la radio cubana en el exterior, en particular las
excelentes coberturas que ofrecieron la Voz del CID, desde América
Central y la Radio Martí, desde territorio norteamericano.
En todo caso, para finales de la década
de 1980, cuando las tornas de la historia cambiaron desde Cabinda
a Bucarest, ya contaba en mi poder con suficiente información
y referencias como para poseer una visión general y alternativa
de las intervenciones cubanas en África, bastante bien estructurada,
como pude comprobar en conversaciones con investigadores de la materia
que laboraban entonces en el Centro de Estudios de Historia Militar,
sito en el Museo de la Revolución, y luego pasaron al Instituto
de Historia de Cuba. Años después, residiendo fuera
de Cuba, reencontré sentido a aquellos secretísimos
ejercicios de diversionismo ideológico. Con amplias posibilidades
de acceso bibliográfico y de hemeroteca, a los que se han
añadido las enormes potencialidades de la red de Internet,
tras las desclasificaciones documentales disponibles en archivos
virtuales, las antiguas furtividades se fueron transmutando en escritos
sobre tópicos específicos.
Concebidos de inicio para charlas y temas de curso
tomaron otro sentido. Uno llevó a lo otro, y los apuntes
tomaron consistencia, a despecho de dilaciones de carácter
personal, laboral y algún punto de molicie que confinaron
los escritos a anaqueles y gaveteros, y en su momento comenzaron
a ver la luz por separado. Cierto perfeccionismo metodológico,
herencia quizás de mi formación en la escuela investigativa
cubana que obliga a sopesar expresiones y referencias como rigurosa
auto protección de datos y pellejo, contribuyó a demorar
su salida. Pero lo consiguieron, y no todo el mérito me es
acreditable.
Han sido mentores de ello dos entrañables
amigos devenidos en editores de publicaciones en el exilio. Uno,
el licenciado Carlos M. Estefanía Aulet, condiscípulo
desde los días de la Facultad de Filosofía e Historia
de la Universidad de La Habana, fundador y director de un apasionado
y urticante ejercicio intelectual basado en Estocolmo, la revista
Cuba Nuestra, en cuyas páginas impresas y digitales
han aparecido las “ediciones príncipe” de buena
parte de los estudios que incluimos. Hago expresión aquí
de mi aprecio por su sostenida solidaridad intelectual. El otro,
el también licenciado José Ramón Alonso Lorea,
colega de largos conversatorios y pintorescas excursiones generadas
en los conciliábulos del Museo Antropológico Montané,
en los tiempos que sus colecciones y legado estaban a cargo de otro
amigo, el doctor Esteban Maciques Sánchez. Radicado en Madrid,
inició hace unos años la publicación de un
espacio digital que le ha ganado un reconocido espacio en los foros
apropiados: Estudios Culturales. Alonso Lorea ha tenido
la idea de compilar y organizar temáticamente, con una elegante
metódica que les da sentido, numerosos trabajos que he escrito
y aparecían dispersos en publicaciones, y a él se
debe la idea de incluir aquellos que versaran sobre las intervenciones
africanas del periodo del estado marxista, bajo el título
que encabeza esta compilación, y que he decidido conservar
por su innegable acierto. Debo agradecerle su labor como prologuista
y editor.
Me veo precisado a formular necesarias gratitudes
a otras personas con las que me unen relaciones de amistad y trabajo
y que en uno u otro momento han cooperado con datos, referencias
de fuentes o experiencias de publicación de libros en este
esfuerzo de dar a la estampa el resultado de una investigación
sin más apoyo institucional que un apretado y efectivo conjunto
de voluntades. Son ellos, el historiador militar, amigo y antiguo
profesor en las aulas universitarias habaneras, licenciado Enrique
Buznego Rodríguez, en Miami; el doctor Ángel Rodríguez
Álvarez, director de la editorial Nuevo Mundo; los profesores
Armando Martí Carvajal y Carlos Rodríguez Lampon,
todos en San Juan de Puerto Rico. También mi reconocimiento
se extiende al solidario personal del Centro de Acceso a la Información
del recinto metropolitano de la Universidad Interamericana de Puerto
Rico, así como al de la sala de mapas y documentos de la
Biblioteca Central de la Universidad de Puerto Rico.
Hay algunas observaciones que no deseo soslayar:
si fuera a dedicar este conjunto de estudios, sería a la
porción de mi familia que experimentó, afortunadamente
sin desgracias directas, la irrazonable apelación que el
castrismo impuso sobre la población cubana: a mi madre, por
su silenciosa presencia de ánimo; a Papacito, por su sentido
de entrega a entidades y principios que siempre fueron inferiores
a su dignidad y entereza personal; a mi abuela materna que no pudo
superar la idea de perder, por segunda vez, un hijo. A ellos, pero
(además) a quienes han alentado o inspirado el terminar de
montar este libro: a Marisol Cruells Martínez, a quien tras
veinte años juntos en ocasiones le cuesta persuadirme de
cómo emplear los frutos de mi oficio, y quien alentó
priorizar este libro; a mi hijo, Pablo Miguel Hernández Cruells,
al cual pertenecen los legados de estas historias de los suyos que
aún no está en condiciones de entender.
Para concluir también debía yo hacer
un acápite de dedicatoria a los que se empeñan, desde
todos los recursos que ofrece el poder omnímodo, en desconocer,
difuminar o emascular más de un referente y episodio relacionado
con esta faceta de la historia contemporánea de Cuba. Mi
dedicatoria a ellos, con intencionales ribetes de desafío,
será rubricada por la cita de un periodista español
del siglo XIX, quien al criticar la conducción de un conflicto
ultramarino sin salida visible, lanzó una premonición
de lo que acontecería con aquellas remotas topografías
subsaharianas donde los ejércitos del máximo líder
entraron, vieron, pero a la larga no consiguieron prevalecer, salvo
naturalmente en la inconclusa versión al uso: “(…)
la reputación de los ejércitos no se guarda, ni menos
acrecienta, mintiendo, sino venciendo. Una de las peores señales
de estos tiempos es el inmoderado afán de dar siempre por
vencido y casi por muerto al contrario, como si sólo así
dejáramos de temerlo (…)”.
Pablo J. Hernández González.
San Juan, Puerto Rico.
Agosto de 2008. 
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