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Reliquias indias e indígenas españolados en documentos cubanos del siglo XVIII.

Por Dr. Pablo J. Hernández González.
Universidad Interamericana de Puerto Rico.
San Juan, P.R., marzo de 2011.

Con el devenir del siglo XVIII, en especial durante su segunda mitad, se puede testimoniar un redescubrimiento intelectual del Nuevo Mundo para los científicos y viajeros europeos. El interés de los ilustrados en las cosas de América se extendió a ambas orillas del Atlántico, revalorizando tanto las venerables referencias de los cronistas de la conquista como las novedosas observaciones etnográficas y naturalistas de los viajeros contemporáneos. Los estudios de la especie humana y las teorías sobre su origen, variaciones locales y peculiaridades culturales estaban lo suficientemente extendidos para que su influencia se sintiera en las tierras americanas, en especial con respecto a los orígenes del hombre americano y los procesos de poblamiento continental, manifestados en la diversidad de grupos sociales, extintos o modernos, que moraban los variados nichos climáticos del Nuevo Mundo.

Para entonces, los materiales culturales indígenas americanos eran comunes en los gabinetes de antigüedades de Europa, y no faltaron tempranos estudios comparativos de artefactos etnográficos colectados por exploradores y misioneros en América, que sirviesen como referencia comparativa con las evidencias culturales prehistóricas europeas que se identificaban entonces.

Ya en 1723, Antonio de Jossieu esbozaba la teoría de que en épocas pretéritas, el continente europeo estuvo habitado por comunidades humanas poseedoras de una industria de piedra tallada muy análoga a los instrumentos colectados históricamente entre los indígenas de las Antillas y América del Norte. Su apreciación de la tecnología aplicada, y los orígenes de la materia prima en ambos casos, entrañó un significativo momento en el estudio e interpretación comparativos entre los artefactos prehistóricos del Viejo Mundo y útiles cotidianos de grupos humanos en las Américas y Oceanía. Una aproximación notable y enriquecedora para los estudios humanísticos. (1)

Temprano en el siglo de las luces, Linneo había considerado al hombre indígena americano como uno de los principales integrantes del género Homo sapiens, en la línea clasificatoria que lo convirtió en uno de los principales referentes para el estudio de la naturaleza del hombre antiguo y moderno. Su identificación de los caracteres físicos y temperamentales peculiares del indígena americano no carece de verosimilitud descriptiva, y alentó ciertas polémicas entre los pensadores que:

A- Consideraban que los pueblos primitivos de las comarcas cálidas se mostraban en desventaja cultural frente a los de climas templados.

B- Aquellos que -como Voltaire- ponderaban una interpretación sentimental de las culturas americanas, que les hacia depositarios de las formas básicas de la bondad perdida entre los civilizados del Viejo Mundo. Esta noción del hombre natural, una comunidad primitiva o salvaje en estado de primigenia convivencia y subsistencia en una especie de paraíso ecológico y cultural, no sólo arrebató los desvaríos exotistas de viajeros y soñadores europeos, sino que dejó arraigada en las mentes y acciones de muchos intérpretes occidentales, la noción de unos mundos americanos desaparecidos o ignotos aún, míticamente situados en el filo de la redención suprema de una humanidad angostada y angustiada en sus mismos progresos modernizantes.

Si bien en el último tercio del siglo iluminista, científicos más cerebrales como Buffon creían que el factor fundamental para interpretar las diversidades del género humano resultaba ser su entorno cultural, y que las diferencias entre el indígena autóctono (el salvaje) y los europeos, criollos y aun indígenas transculturados, resultaba ser el grado de familiaridad con los conocimientos de la civilización europea de su tiempo.

Ya para entonces era común entre los científicos puntuales que existía una fundamental unidad de la especie humana, y que las variaciones regionales, entre los que se hallaban los amerindios y sus remotos ascendientes, se debían a las variaciones evolutivas en diversos escenarios climáticos, como la palpable riqueza “de costumbres y temperamentos” respondía a particulares evoluciones históricas y culturales a lo largo de centurias (2). No pocas de estas ideas pasaron a los grupos educados americanos o fueron traídas por europeos ilustrados que recorrieron o se desempeñaron en España y América de entonces.

Semejante fascinación con lo americano, y lo indígena en particular, se sitúa en el anterior ámbito intelectual, así como en el renovado interés político de la España borbónica en los vastos dominios del hemisferio occidental, estimulando ambos la exploración y descripción de países, poblaciones, costumbres y recursos que tipifican buena parte de la historiografía americana del periodo.

Por otro lado, y como se ha dicho antes, cierto agotamiento espiritual de los europeos ilustrados les lleva a concebir que el estudio de los americanos en estado de “buen salvaje”, puede servir de referente revitalizador aplicable a las sutilezas de convivencia en las sociedades del antiguo régimen. Además que el tema americano originaba ciertas apasionantes materias en el entorno científico e intelectual, algunas de las cuales resultaban polémicas desde los cronistas del siglo XVI y XVII:

A- El poblamiento antiguo de América y los orígenes del hombre americano, por autoctonismo o migraciones.

B- La comparación entre las potencialidades del indígena americano frente al europeo y el criollo, uno de los temas mas polémicos de la administración de Indias,(3)

¿Resultaban los indígenas en general un grupo humano debilitado por su cultura y entorno, y condenados a una situación de subordinación social y política? ¿O acaso el Nuevo Mundo y las sociedades autóctonas implicaban una superior reserva moral que las representadas por las instituciones europeas? El renovado interés etnográfico por los hombres americanos y sus manifestaciones culturales parecía corresponder con un auténtico, si bien no desinteresado, deseo de comprender y describir estos horizontes naturales y humanos tan vastos y distantes.

Cuba. Viajeros, coleccionistas y reliquias indias.

Por su singular posición geohistórica, y si bien las poblaciones indígenas autóctonas habían sido arrastradas por la colonización y subsiguiente transculturación desde la primera mitad del siglo XVI, Cuba contó con influencias intelectuales sostenidas procedentes de España y Europa a lo largo del siglo XVIII, y las élites criollas nunca fueron ajenas a los temas de discusión científica y política transatlántica, como bien notan los viajeros de entonces.

Y si bien el asunto indígena no resalta con especial significado en La Habana y su entorno, el coleccionismo de antigüedades es palpable en los escritos de la época y aun posteriores. En las comarcas del oriente de la Isla, administrativamente sujetas a Santiago de Cuba, las referencias a los hallazgos de reliquias y más aun, los pleitos territoriales o las prestaciones alrededor de ciertas comunidades de indígenas españolados, abundan en la documentación conservada (farragosos litigios capitulares, pleitos de titularidad, estatutos de pueblos de indios y padrones religiosos y castrenses), como para contar con un espacio de referencia histórica más generoso que lo que es costumbre.

La recuperación de reliquias de los antiguos pobladores de la Isla está relacionada con la citada repotenciación de los cronistas indianos como fuentes creíbles y demostrables, que se asocia a fortuitos hallazgos de artefactos culturales y restos de osamentas en sitios poco frecuentados, y que por su interés circunstancial pasarán a ser conservados (y descritos) en colecciones privadas de hacendados, eclesiásticos o simples particulares, incluidos en los inventarios del gabinete de curiosidades insulares de la Sociedad Económica de Amigos del País después de 1794, o remitidos como curiosidades americanas al gabinete de historia natural creado en tiempos de Carlos III en Madrid.

La conservación de datos de la época obligaba a:

-descripciones más o menos ilustrativas;
-meras referencias de localización y morfología;
-y en ciertos raros casos, alguna viñeta o apunte al vuelo.

La legítima curiosidad etnográfica e histórica de los primeros que lo documentaron, a despecho de las insuficiencias de colección y registro, ofrece un inestimable precedente para la historia de la arqueología cubana.

Uno de los primeros cronistas cubanos señalaba, alrededor de 1761, que era conocido que en ciertos puntos remotos de la Isla, y en particular en cavernas cercanas a La Habana, “… se conservan osarios…”, y que podían asociarse históricamente a refugios de los primeros habitantes donde quizás “… debían también de retirarse a quitar por sus mismas manos las vidas (…)” para escapar a la agonía de los lavaderos y otros servicios forzados durante el siglo XVI temprano. (4)

Cuatro años antes, el obispo Morel de Santa Cruz, viajero y observador, mientras recorría las comarcas de Bayamo, en la región oriental isleña, notó que en el distrito de Guisa, en las faldas de la Sierra Maestra, abundaban las cuevas cársticas donde podían colectarse especímenes de factura indígena, y que los pobladores locales estimaban uno de los últimos refugios de los pobladores indígenas en tiempos de la conquista.

Con notable precisión apuntaba que cerca del rio Mogote existían “… unas cuevas subterráneas que se extienden hasta un cuarto de legua (unos 1.25 kilómetros)…”, y donde eran comunes “… varias curiosidades de utensilios y alhajas domésticas primorosamente labradas que causan admiración…” (5)

Ignoramos si el ilustrado prelado colectó algunos artefactos indígenas en una región que la arqueología moderna ha demostrado de interés científico. Pero, en todo caso, encontramos mencionada de nuevo la región de Bayamo durante el ultimo cuarto del siglo Dieciocho, donde una de las familias prominentes poseía reliquias indias bastante notables, entre las cuales descollaba un duho o asiento de madera labrada que se atribuía a uno de los caciques locales del periodo de la conquista. Este duho de Bayamo estaba elaborado en una sola pieza y su diseño semejaba “… un animal de brazos y pies cortos y la cola algo levantada y la cabeza con ojos y orejas de oro (…)”(6). Esta singular pieza parece haber desaparecido en medio de los avatares históricos de la familia y la ciudad a lo largo del siguiente siglo.

La prensa peninsular de finales del Dieciocho nos proporciona otro de los más significativos referentes de reliquias indígenas cubanas, el de los ídolos de Sabanalamar, aparecidos a inicios de 1779 y que causaron sensación en Santiago de Cuba, y fueron descritos para los lectores de Madrid en lo que parece ser la primera noticia internacional de la arqueología cubana.

Encontrados en una cueva costera de la seca región sur oriental de la gobernación de Santiago de Cuba, en excelente estado de conservación, eran dos cemíes de madera de guayacán, que representaban “… un indio y una india enteramente desnudos, la mujer en pie con una corona de la misma madera, y el hombre sosteniendo una fuente con los codos y rodillas, de suerte que, puesto de espaldas en tierra viene a servir su pecho de mesa (…)”. Las estatuas resultan simétricas y bien proporcionadas, con rostros expresivos, que son calificados de “feroces” y de buena altura (algo más de un metro). La crónica resalta el excelente estado de conservación de la madera de guayacán en un entorno húmedo por un largo espacio de tiempo.(7)

Esta región meridional del oriente insular ha sido muy relevante en materia arqueológica desde entonces, y no caben dudas de la presencia de una apreciable población aruaca durante el periodo prehispánico en estas comarcas costeras, como en los valles interiores, a lo largo de las cuencas de los ríos Sabanalamar, Guaibaro y Baitiquiri, como en su día demostraron las investigaciones del profesor Felipe Martínez Arango, de la Universidad de Oriente. A su juicio, la región citada, fue asiento de uno de las más importantes poblamientos aborígenes prehispánicos de toda la isla de Cuba, y que durante la colonización pasaron a poblar los valles interiores de Caujeri.(8)

Recuérdese que la adoración u ocultamiento de figuras de cemíes de madera en cavernas antillanas se asocia con grupos horticultores de selva tropical y filiación lingüística arawak, en ciertos casos se relacionan con entidades míticas representativas de la fertilidad femenina o masculina en posición erecta o yaciente, con sus marcados atributos sexuales, y al tope vasijas o platos votivos. Investigadores solventes tienden a vincularles al crecimiento de los esquejes de yuca y al tratamiento de sus toxinas. (9)

Muchos de estos cemíes hallados en espeluncas insulares, están representados en posiciones yacentes, erectas o reclinadas, y cuentan con discos sobre ellas que, como en el caso de 1779, quizás sirviesen para depositar polvos estimulantes para su inhalación. Junto con la propensión a la representación de ciertos rasgos anatómicos, no resultaba infrecuente resaltar las cuencas oculares o dentaduras con incrustaciones de concha o metales preciosos, como las descripciones etnohistóricas y el estudio de especímenes conservados tiende a corroborar.

En la región central de Cuba, desde finales del siglo XVIII, se tienen noticias de reliquias de los desaparecidos indígenas, que avanzada la siguiente centuria nutrirían colecciones privadas y motivarían informes científicos. En las alturas de Guamuhaya, ricas en formaciones cavernarias de origen cárstico muy poco exploradas, y en especial en los remotos valles de la Siguanea y Guaniguical, abundaban las osamentas muy antiguas.

Las cercanas alturas de Banao, en la municipalidad de Sancti Spiritus, eran notables las cavernas situadas en intrincadas boscosidades donde la tradición local situaba los últimos refugios de los indígenas huidos de los encomenderos de Trinidad y Sancti Spiritus, a inicios del siglo XVI. Prueba de ello lo eran “… las señales y restos en varias partes, existiendo en algunos puntos osamentas a las cuales no se puede atribuir origen distinto.”(10)

Un notable viajero como Humboldt, al describir el territorio meridional de la Isla, entre las ensenadas de Batabanó y Casilda, mencionaba la presencia de evidencias culturales de “los antiguos habitantes de la isla”, entre los cuales eran distinguibles “…martillos de piedra y vasijas de barro.”(11)

Contemporánea con la observación de Humboldt, emitida en las postrimerías del siglo Dieciocho, recuerda otro autor que en la Cuba de entonces, eran comunes las noticias acerca de la abundancia de antigüedades indígenas en ciertas comarcas de la región mas oriental de la Isla:

- la sierra de Cubitas, sita en la jurisdicción de Puerto Príncipe, era conocida por sus sistemas cavernarios donde aparecían tiestos, artefactos diversos, pictografías y ocasionalmente huesos humanos.

- En la gobernación de Santiago de Cuba, eran “notables y abundantísimas” las cavernas que contenían “… muchas de ellas osamentas, ídolos y utensilios…” de los desaparecidos indígenas cubanos.

- La remota comarca de Maisí, jurisdicción de Baracoa, poseía reputación de ser abundante en vestigios culturales y osamentas que reflejaban un antiquísimo asentamiento de los habitantes primigenios.

- La hacienda de Pueblo Viejo, cercana al cabo de Maisí, albergaba ciertas obras terreas rectangulares de aspecto murado, de muy antigua hechura y oscuro empleo. En este distrito abundaban las oquedades cársticas, “… en las cuales se encuentran con abundancia de osamentas, escaños, tinajas y otros útiles de los primitivos habitantes (…)"(12)

- Algo más al norte y oeste, en las serranías calizas de la comarca de Banes, jurisdicción de Holguín, era sabido que en sus numerosos accidentes cavernarios “… se conservan huesos, instrumentos, artefactos y utensilios de los indígenas.”(13)

Indígenas residuales o españolados durante el siglo XVIII cubano.

Si bien en la historiografía al uso la presencia del indígena se desdibuja casi apocalípticamente desde la segunda mitad del siglo XVI, la documentación primaria conservada tiende a ofrecer otra realidad de una supervivencia de indígenas arawaks, mestizos y sus descendientes, en asentamientos urbanos y rurales de la Isla por espacio de más de un siglo luego de la asumida desaparición.

Los padrones eclesiásticos de la primera parte del siglo XVII refieren a las poblaciones de Baracoa y Guanabacoa como que están poblados de estos indígenas “… que están distintos por si de los españoles…”, y que en las inmediaciones de Puerto Príncipe, Bayamo y Santiago de Cuba, “… hay indios, (…) pero como arrabal de estos pueblos…” Con una interesante apreciación de los efectos culturales de casi una centuria de colonización y contacto, se anota que los indígenas residuales “… todos están mezclados los más y son ya como españolados…” y en Santiago de Cuba y su gobernación resultan más visibles.

Se señala que en La Habana también existe a la fecha una comunidad indígena, pero que en su mayoría “… son advenedizos de Nueva España…”, que se conocían como campechanos y guanajos, en tanto que los indios naturales -de origen arawak principalmente- “son los menos.”(14)

Para fines del siglo iluminista, en las localidades rurales del oriente de Cuba era sabido de la existencia de remanentes bastante auténticos de la etnia indígena: en el pueblo de San Luis de los Caneyes eran perceptibles familias con sangre indígena, pero ya se reconocía la profunda influencia del mestizaje con castellanos, criollos y negros del vecino Santiago de Cuba. En las serranías de Guantánamo y Baracoa, siguiendo un patrón de asentamiento disperso, las modestas comunidades de Tiguabos, Santa Rosa, Mayarí Arriba y Armonía de Limones acogían gentes de más “pura prosapia” y fisonomía indocubana.(15)

Para el historiador Arrate, de la “muchedumbre” de habitantes indígenas en época de la conquista, a inicios de la segunda mitad del siglo, sólo quedaban “… algunas pocas reliquias…” en San Luis de los Caneyes y Guanabacoa. A ello otras fuentes agregaban que desde finales del siglo XVII, a los anteriores se agregaban descendientes de indios en la jurisdicción del Bayamo, en ocupaciones agropecuarias.(16)

Supervivencias de tecnologías indígenas estaban asociadas con estos habitantes de ancestro arawak, que integraban la población cubana del Dieciocho: entre los criollos de la Isla eran comunes entonces ciertas “utilerías” domésticas de origen indígena, como el casabe, fabricándose con el rayado de yuca en guayos, y el empleo de cibucanes y burenes como podía testimoniarse en los alrededores de La Habana y Santiago de Cuba.

El pueblo de San Luis de los Caneyes era reputado por la calidad de sus cargas de casabe. Guanabacoa, desde mucho conocida localmente por la excelencia de sus alfarerías, elaboradas con las seculares técnicas de acordelado y horneado: sus “… tinajas y jarros de construcción indígena con colores oscuros o rojos extremos (…)” disfrutaban de demanda y reconocimiento entre los vecinos de la capital insular. Los indígenas y mestizos españolados de la misma, también mercadeaban un excelente casabe.(17)

Los padrones eclesiásticos resultan fuentes primarias para testimoniar la presencia de estos descendientes de indígenas y su integración social y cultural en el ámbito isleño de la época. Para finales de la década de 1750, se estimaban que en las comarcas orientales habitaban unos 1,507 individuos descendientes de indígenas, que si bien transculturados desde mucho antes, conservaban rasgos físicos distintivos.

Los asentamientos oficialmente calificados como pueblos de indios eran entonces San Pablo de Jiguaní (fundado en 1701) y San Luis de los Caneyes (organizado en 1655-1656), en tanto que se reconocían como asentamientos o barrios de indios los de San Anselmo de Tiguabos, San Andrés, Yateras, Mayarí Arriba, Ti Arriba y otros esparcidos núcleos rurales de montaña.

Si bien en estos últimos el aislamiento geográfico y la tendencia a la endogamia parecían conservar con firmeza los rasgos morfológicos, la opinión de algunos viajeros observadores era que en los pueblos de indios de Caneyes y Jiguaní la presencia de españoles, mulatos y negros tendía a ir disolviendo “los restos de las primarias gentes”, y sólo un puñado de familias conservaba sus peculiaridades indígenas.

A juicio de Morel de Santa Cruz, de estos indígenas reducidos ya resultaban ser “… pocos los que conservan el color de su antigua prosapia. Los mas de ellos son mestizos (…)”, anotaba para Los Caneyes, y en el caso de Jiguaní, “… raro es el que ha quedado de color de esta nación, porque a reserva de una familia (que) lo conserva, todos las demás son mestizos…”(18)

Por su lado, el historiador Urrutia y Montoya, escribiendo a fines del siglo XVIII, afirmaba que en las demarcaciones de Santiago de Cuba y Bayamo “… permanecen varios pueblos de estos indios, cuya subsistencia persuade de los buenos principios de sus poblaciones.”(19)

Un informe presentado en Madrid unas décadas antes, coincidía en situar en las poblaciones rurales de la gobernación de Santiago de Cuba los “unos pocos descendientes” de los “antiguos dueños de la isla”, y que en otras comarcas también podían verse estos residuales indígenas, si bien “mestizados y escasos”, plenamente integrados a la vida local y servían en las milicias capitulares.

Está documentado que para 1700, el cabildo de Remedios, villa de la región central costera de Cuba, reconocía la importancia de contar algunos asentamientos de descendientes de indios naturales situados en los cayos inmediatos, y que abastecían al vecindario del producto de sus pesquerías, a la vez que servían como vigías y avisos contra incursiones enemigas.(20)

Otras comarcas, como Holguín, nos ofrecen ciertos datos documentales de mediados del siglo XVIII, que permiten seguir el movimiento de algunas familias de indígenas mestizados, desde la región de Bayamo, entre las postrimerías de la centuria anterior y el 1750, y que sugieren que, en la medida que el crecimiento demográfico y la expansión agropecuaria de las haciendas ganaderas y los sitios de labor desplazó de sus seculares asentamientos a los descendientes de los indios naturales de los barrios rurales adyacentes a Bayamo, se produjo una irradiación migratoria hacia comarcas despobladas de Holguín, Mayarí y Guantánamo.(21)

El cabildo de Jiguaní protagonizaría, durante el último cuarto del Dieciocho, varios pleitos reivindicativos sobre el derecho reconocido a las tierras de los pueblos de indios, cuyos legajos pueden consultarse en los fondos del Archivo General de Indias en Sevilla.

Notas

(1) volver Véase Almagro, M. Introducción al estudio de la prehistoria y de la arqueología de campo. Barcelona, 1983, pags. 25-27.

(2) volver González Montero de Espinosa, M. “Ilustración y antropología: la catalogación del indígena americano (1)”, en Anales del Museo de América. Madrid, 1992, vol. 4, págs. 55-72; “Los orígenes de la antropología en España…”, en Asclepio. Madrid, 1996, vol. XLVIII, págs. 37-57.

(3) volver Idem. Cronistas como Antonio Vázquez de Espinosa en su Compendio y descripción de las Indias, terminado hacia 1629, dedicaron algunos capítulos iniciales a ocuparse de los posibles orígenes históricos y filiaciones lingüísticas del indígena americano. En su obra El Orinoco ilustrado y defendido, impresa en Madrid en 1745, el padre José Gumilla intentaba establecer los orígenes de los pueblos amazónicos desde una fascinante relación de argumentos históricos y bíblicos.

(4) volver Arrate, J. M. F. de. Llave del Nuevo Mundo. Antemural de las Indias Occidentales. La Habana, 1964, II, pag.19.

(5) volver Archivo General de Indias, Sevilla (en adelante AGI). Santo Domingo 534. El Obispo de Cuba al rey, Bayamo, 17 de agosto de 1754.

(6) volver Pío Betancourt, T. “Historia de Puerto Príncipe”, en Cowley, R. y A. Pego (editores). Los Tres Primeros Historiadores de la Isla de Cuba. La Habana, 1877, tomo III, pags. 507-509. Estos duhos o dujos de madera contaban en ocasiones con imágenes míticas de cemíes y parecen haber sido distintivo de alcurnia y posición social. Algunos de ellos, incrustados de oro, se atribuyen a sociedades de jefatura que se describen por los primeros cronistas indianos.

(7) volver La Gaceta de Madrid, 7 de mayo de 1779, reproducida en Saco, J. A. Colección de Papeles científicos, históricos, políticos y de otros ramos sobre la Isla de Cuba, ya publicados, ya inéditos. Paris, 1858, tomo primero, pág. 408. Los cemíes fueron hallados a unos 55 kilómetros de Santiago de Cuba, en la hacienda Sabanalamar y confiados al propietario de la finca, J. A. Caballero, quien lo remitió a Santiago de Cuba de donde se originó la noticia (en 5 de febrero) reproducida en Madrid. Debemos notar que unos treinta años antes, en 1749, un hallazgo análogo en La Española atrajo la atención de estudiosos peninsulares, al remitirse dos ídolos antropomorfos, entre otros colectados en la región norte y este de la isla vecina. Véase Serrano, M. Historia del Almirante. Madrid, 1932, tomo II, pag. 28; Ortiz, F. Historia de la arqueología indocubana. La Habana, 1936, págs. 71-72.

(8) volver Cabrera Carrión, M. A. “Apuntes arqueológicos del valle de Caujeri”, en Cuba Arqueológica. Universidad de Oriente, Santiago de Cuba, 1978, págs. 13-15. Véase Martínez Arango, F. Los aborígenes de la cuenca de Santiago de Cuba. Miami, 1989.

(9) volver Rouse, I. The Taino. New Haven- London, 1992, pags. 118-119; Arrom, J. J. Mitología y artes prehispánicas de las Antillas. México, 1989, pags. 17-36, 39-45,52-56, 61-66,123.

(10) volver Pezuela, J. de la.Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla de Cuba. Madrid, 1868, tomo cuarto, pag. 598; Pérez Luna, R.F. Historia de Sancti Spiritus. Sancti Spiritus, 1888, primera parte, libro I, cap.III, pags. 24-25, nota 1, pag. 25.

(11) volver Humboldt, A. Ensayo político sobre la Isla de Cuba. Paris, 1827, capitulo VIII, pag.264.

(12) volver Torre, J. M. de la. Compendio de geografía física, política, estadística y comparada de la Isla de Cuba. La Habana, 1854, págs. 12-13, 86, 116-117.

(13) volverIbidem, pag.112. El autor cita que la hacienda Maisí era conocida entre los interesados en el coleccionismo y las reliquias por ser rica en estructuras enigmáticas, esqueletos y artefactos indígenas. Semejante reputación atraería a los primeros investigadores científicos del extranjero mediado el siglo XIX, y en especial los estudiosos científicos en las dos últimas décadas de la misma centuria.

(14) volver AGI. Santo Domingo 150. El obispo J. de las Cabezas Altamirano al rey, La Habana, 22 de septiembre de 1608. Ochenta años después el padrón obispal de la jurisdicción de Santiago de Cuba señalaba cerca de un millar de habitantes calificados como indios y mestizos en San Luis de los Caneyes. Véase AGI. Santo Domingo 151. El obispo D. Evelino de Compostela al rey, La Habana, 28 de noviembre de 1689.

(15) volver Torre, J. M. de la. Compendio de geografía…, 1854, pág. 86.

(16) volver Arrate, J. M. F. Llave del Nuevo Mundo., II, pág.19; Pezuela, J. de la. Diccionario geográfico…, tomo cuarto, págs. 237, 279.

(17) volver Ferrer, B. P. “Cuba en 1798”, en Revista de Cuba. La Habana, 1877, tomo I, pag. 212, nota 4; Baralt, L. E. “Apuntes históricos del pueblo de indios de San Luis del Caney”, en Revista de Cuba, La Habana, 1977, tomo II, pág. 138 y ss. Véase Bachiller y Morales, A. Cuba Primitiva. La Habana, 1883, segunda edición, pág. 279.

(18) volver A G I. Santo Domingo 534. El obispo de Cuba al rey, Santiago de Cuba, 10 de diciembre de 1756; El obispo de Cuba al rey, 2 de septiembre de 1756. Basándose en su conocimiento de las crónicas, tanto como de la potencialidad del terreno, resultado ésta de su recorrido de la época, el obispo Morel estimaba que las mayores poblaciones indígenas prehispánicas se concentraban en las comarcas del Bayamo y Trinidad, en el oriente y centro de la Isla, respectivamente. Las opiniones de la historia y arqueología contemporáneas tienden a corroborar estas tempranas apreciaciones que no pocos investigadores pretenden aún ignorar.

(19) volver Urrutia y Montoya, Teatro histórico, jurídico y político militar de la Isla Fernandina de Cuba y principalmente de su capital, La Habana. La Habana, 1963, capítulo quinto, pág. 221. La primera parte de esta obra salió a la luz en 1789.

(20) volver Ribera, Nicolás J. de. Descripción de la Isla de Cuba. La Habana, 1973, capítulo 3, págs. 140-141; cap. 4, pág. 141; Martínez  Fortun, C. A. Anales y efemérides de Remedios. La Habana, 1945, tomo I, págs. 73-75.

(21) volver Bachiller, A. Cuba Primitiva. La Habana, 1883, pág. 201; Rivero de la Calle, M. “Los indios cubanos de Yateras”, en Revista Santiago. Universidad de Oriente, S. de Cuba, número 10, marzo de 1975, pág.159.

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© Marlene García 2003 para José Ramón Alonso