Arte, dinero y contemporaneidad.
Por Dennys Matos Leyva.
Muchos investigadores y críticos sitúan
a principios de los años setenta el nacimiento del mercado
del arte contemporáneo en Estados Unidos. Existen dos señales
iniciales de este creciente mercado, que no ha hecho más
que desarrollarse vertiginosamente desde entonces hasta la fecha.
Por un lado, la subasta que tuvo lugar el 18 de
octubre de 1973 en Parke-Bernet (representante norteamericana de
la Sotheby's londinense), bajo el título Selección
de 50 obras de la colección de Robert C. Scull. Por otro,
la venta de una obra de Jackson Pollock, que el marchante de arte
Ben Heller (presente también en la subasta) hiciera meses
antes a la Galería Nacional de Australia, en Camberra.
A poco de comenzar la subasta, en un abrir y cerrar
de ojos se rompieron varios récords, protagonizados sobre
todo por artistas del pop art norteamericano, entre los que se encontraban
Cy Twombly, Rosenquist, Warhol y Rauschenberg. Quizá la más
sonada fue la obra Mapas blancos dobles, de Jasper Johns, adquirida
por Scull en 10.200 dólares y adjudicada a Ben Heller por
240.000, lo cual batió la cotización de cualquier
otro artista norteamericano vivo.
Pero si espectacular fue esta venta, más
aún lo había sido la que el propio Heller hizo a los
australianos. Este marchante vendió el Pollock Postes azules,
comprado en 1956 por 32.000 dólares, en nada menos que dos
millones doscientos mil dólares.
Esto fue sólo el comienzo, y por supuesto
que los inversores tomaron nota de ello. Algo estaba pasando en
el mercado, y aunque todavía no se podía precisar
qué era exactamente, una cosa si estaba clara: el arte contemporáneo
ya no sólo era un valor en alza impresionante, sino que también
adquiría un aura de tesoro indisoluble. Entonces se engrasaron
las maquinarias y Sotheby's, que en 1957 saltó al primer
orden en Londres, con la subasta Golschmidt de ocho cuadros impresionistas,
abrió un departamento de arte contemporáneo.
Como no podía ser de otra manera, Christie's
hizo lo suyo, dispuesta a ganar el espacio conquistado por su eterna
competidora. Estos movimientos certificaban que algún nuevo
y jugoso negocio se estaba abriendo. Al parecer todos captaron las
señales e intuyeron lo mismo: invertir en arte.
A principio de los ochenta, aquellas intuiciones
ya eran una realidad, como lo demuestra la aparición de museos,
fundaciones artísticas, además de numerosas y flamantes
galerías con sus no menos flamantes galeristas y marchantes
de arte. En unos pocos metros del Soho neoyorquino comenzaron a
concentrarse galerías tan importantes como las de Leo Castelli,
Mary Boone, Larry Gagosian, Paula Cooper y Shafrazi, que convirtieron
a la ciudad en capital indiscutible del arte mundial.
Muchos de estos personajes, como bien señala
Anthony Haden-Guest en su excelente obra Al natural: la verdadera
historia del mundo del arte, tenían tantas aspiraciones de
fama y ambición que llegaron a discutirle -incluso muchas
veces a compartir- el protagonismo a los artistas que representaban.
En este sentido, tal vez el caso más representativo sea el
de Mary Boone, en cuya galería estuvieron tres de los grandes
pintores responsables del fabuloso boom artístico de los
ochenta: Julian Schnabel, David Salle y Jean-Michel Basquiat.
Boone se hizo famosa por su confesada estrategia
de inculcar y promover los gustos y placeres caros de sus artistas,
como forma de endeudarlos para que produjeran al máximo,
pero también por gastarse más de dos millones de dólares
en catálogos. En una ocasión invitó a la firma
de Jean Baudrillar, a quien pagó 23.000 dólares por
un texto de catálogo. El dinero no era problema, fluía
de todas partes y en grandes cantidades, por lo que sumergía
al mercado del arte en una especie de euforia, de éxtasis
consumista.
En 1986 Sotheby's volvió a la carga y en
una subasta vendió Por la ventana, de Jasper Johns, en 3,6
millones de dólares, récord para una obra contemporánea.
A la que se sumó la pieza F- I ll, de James Rosenquist, adjudicada
en dos millones de dólares, la mayor suma pagada hasta entonces
por un lienzo de este artista.
No pocos pensaron que el llamado "Lunes negro"
sería el mejor antídoto contra estos desenfrenados
precios. El 17 de octubre, el mercado de valores de Wall Street
cayó en picado. En menos de cinco horas se desplomó
508,2 puntos y muchos se frotaron las manos creyendo que la devastadora
bajada de la primera bolsa mundial obligaría a un reajuste
en el mercado del arte. Al fin podría adquirirse arte a precios
más razonables, pero no fue así.
Alan Bond (magnate de una compañía
australiana de cerveza) pagó 53 millones de dólares
a Sotheby's por Los lirios de Van Gogh, lo cual tranquilizó
los ánimos. Cierto que esta operación luego no se
cerró por desacuerdos entre los interesados, pero sólo
la idea de que se liquidaría en ese precio fue suficiente
para que el mercado del arte no fuera impactado por las alarmas
del mercado bursátil. Por si quedaba alguna duda, las subastas
de Sotheby's y Christie's, de mayo de 1988, arrojaron un saldo total
de 150 millones de dólares. Buena parte de ellos pagados
por las obras de Warhol, Lichtenstein, Pollock y Rauschenberg.
La irrupción de la trasvanguardia italiana
(Chia y Clemente, entre otros) y de los llamados "Nuevos salvajes"
alemanes (Kiefer, Baselitz, Richter, Lüpertz y Penck), favoreció
también la estabilización del mercado.
No fue la bajada en el mercado de valores, ni los
índices de consumo o las quiebras, quienes hicieron bajar
sensiblemente los valores artísticos, sino los misiles norteamericanos
impactando sobre Bagdad en enero de 1991. El mundo del arte neoyorquino
se estremeció, pero comenzó a recuperarse tras la
retirada de Sadam Husein de Kuwait y la explosión de fenómenos
artísticos como los de Keith Harring, Cindy Sherman, Kennys
Charf y Jeff Koons, que revitalizaron los años noventa.
En la actualidad, Europa ha comenzado a ganar terreno
en una dirección favorecida por el auge de las grandes inversiones
de coleccionistas, fundaciones y museos alemanes y suizos. A ello
debe sumarse la actual efervescencia creativa del arte alemán,
con Berlín a la cabeza. En la otra, el boom del nuevo arte
inglés, que tiene en Damian Hirst al artista más espectacularmente
transgresivo y en Charles Saatchi, el paradigma del mega marchante.
Saatchi y Pace Wildenstein son un ejemplo de la
nueva estrategia de los inversores, galeristas y marchantes de arte,
que a finales de los noventa llegaron a acercar sus objetivos ante
el peligro de que las casas de subastas les pasaran por encima.
Uno de los efectos de esta particular coyuntura es que los precios
de las obras de arte han entrado en el siglo XXI con una tendencia
hacia la estabilidad y la solidez.
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