El
arte y la arquitectura modernas en Venezuela.
Por José Ramón Alonso Lorea.
El modernismo en arte.
Entre los años veinte y treinta, fue el
pintor Armando Reverón (1889-1954) quien inició a
Venezuela en una verdadera modernidad pictórica. Instalado
de forma permanente en un pequeño pueblo del litoral caribe,
su obra derivó hacia un estudio de los efectos de la luz
solar sobre las cosas. La intensidad luminosa del Caribe llevó
a Reverón a crear una obra de síntesis con mucha originalidad:
la irradiación de la luz como efecto difusor de las imágenes
y de los colores, predominando el blanco. Su propuesta resultó
muy novedosa dentro del contexto plástico americano del momento.
La renovación de Reverón en pintura,
tiene su equivalente en la escultura en la obra de Francisco Narváez
(n.1905). Las tallas de Narváez se caracterizan por la síntesis
de las formas y una tendencia hacia la estilización geométrica.
Su trabajo de volúmenes, y la talla directa sobre piedra
y madera, marca la ruptura con la escultura figurativa modelada
en barro y moldeada en yeso que se enseñaba en la Academia.
Si la naturaleza caribeña le imprime un carácter de
identificación nacional a la obra de Reverón, en la
obra escultórica de Narváez ciertos temas de intención
social y nativista ofrecen una lectura de igual significado; ejemplo
destacado de ello lo tenemos en su obra La criolla.
El espíritu renovador de finales de los
años treinta, convierte a la antigua Academia de Bellas Artes
en la nueva Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas
(1936), con un programa de enseñanza artística que
incorpora los logros formales del postimpresionismo europeo -principalmente
Cezanne- y el cubismo. Pero esta supuesta actualización de
la enseñanza, bien pronto entra en contradicción con
las aspiraciones de los alumnos que, iniciando la década
del cuarenta, exigen una verdadera actualización de la docencia
artística. Cobra fuerza entonces un movimiento pictórico
de cuestionamiento social e ideológico, muy influenciado
por el vanguardismo revolucionario del muralismo mexicano. Los artistas
involucrados en este proceso asumen un compromiso que supone atentar
contra lo establecido. Se discuten los temas y las técnicas
empleadas por la generación anterior. Bajo el par categorial
“realismo social”, aparece la verdadera renovación
en el campo de las artes plásticas venezolanas.
De este período vale destacar a artistas
como Héctor Poleo (1918-1989), Pedro León Castro (n.1913),
Cesar Rengrifo (1915-1980) y Gabriel Bracho (n.1915). Poleo realiza
una pintura muy comprometida con la situación del campesinado.
Muy apegado al realismo social del muralismo mexicano, es recurrente
en su obra el tema de la denuncia social y el acusado esculturalismo
de las figuras que representa. Por la misma influencia mexicana,
Castro también trabaja la forma escultórica de la
figura humana. Figura que representa en primer plano, generalmente
sobre paisajes desolados. La concepción de su pintura oscila,
al decir de la crítica, entre la visión de los desamparados
y la nostalgia por un paisaje paradisíaco. Bracho trabaja
sobre la alegoría de corte social, y traduce a la pintura
de caballete los logros estructurales o compositivos del mural.
Por su parte, Rengifo se centra en los suburbios, la miseria, el
desempleo, el éxodo campesino, en fin, la situación
marginal en un entorno marcadamente deprimente.
Toda la década del cuarenta se caracterizó
por estos enfrentamientos de carácter estético e ideológico.
Incluso, resultado de estos conatos, la década será
testigo de la expulsión de alumnos de la Escuela de Artes,
del éxodo de artistas al extranjero y de la creación
de un Taller Libre de Arte (1948), de carácter alternativo,
que fungirá de tribuna abierta a las más diversas
propuestas que emanaron del arte de entonces.
La década del cincuenta es un período
de grandes transformaciones para Venezuela, dado por el auge de
la economía petrolera. Inmersos en este proceso acelerado
de modernización, los artistas sienten la necesidad de su
actualización estética. De ahí que el arte
venezolano de estos años se va a caracterizar por el protagonismo
que adquieren los lenguajes abstractos entonces en boga. De los
artistas que salieron del país con destino a Francia, y que
formaron el grupo “Los Disidentes”, surgió una
estética combativa y de experimentación visual que,
bajo las formas de la abstracción geométrica, definió
una nueva manera de hacer arte.
De esta etapa destacan las obras de Alejandro Otero
(1921-1990), Jesús Soto (n.1923) y Carlos Cruz-Diez (n.1923).
Además de su participación en el proyecto de integración
de las artes -que fue la construcción de la Ciudad Universitaria
de Caracas-, Otero fue la figura que inició las propuestas
abstractas en la pintura venezolana con sus Cafeteras de
1949. Son famosas sus obras experimentales que, de forma seriada
y bajo el título de Colorritmos, desarrolla a lo largo
de la década. Son trabajos pictóricos donde el uso
de planos de colores brillantes y contrastantes dialogan entre sí,
y entre ellos y la retina del observador. Similar efecto busca Soto
en sus Estructuras cinéticas: obras compuestas por
la superposición de dos planos separados. El plano de fondo
con bandas verticales, y el plano de plexiglás en la superficie
pintado con otras bandas verticales y diagonales. Con el desplazamiento
del espectador, se origina un movimiento visual en la composición
superpuesta de las bandas. Por su parte, y dentro de esta misma
cuerda de experimentación visual y compositiva, Cruz-Diez
inserta al plano-fondo de la obra, otros planos perpendiculares
y de diferente color. Son obras que transgreden el concepto bidimensional
de la pintura, y donde el artista juega con el espectador, creando
imágenes que aunque estáticas en sí mismas,
dan lugar a una ilusión óptica de movimiento, por
los colores y las composiciones que utilizan.
Muy a tono con la situación internacional,
el arte venezolano de los años sesenta se desarrollará
dentro de un clima de violencia socio-política.
Tres acontecimientos culturales pautan el cambio
que trae esta década: la exposición Los espacios
vivientes (1960); la fuerte asimilación de los lenguajes
informalistas (1957-1964); y la creación del grupo Techo
de la Ballena (1960-1964).
Con la exposición Los espacios vivientes,
se mostró la gran variedad de modalidades del arte abstracto
que se venían realizando en el país, y que desbordaban
los lenguajes geométricos y cinéticos ya devenidos
en histórica y “oficializada” vanguardia. La
muestra fundamentaba la necesidad de encontrar un lenguaje abierto
y liberador, frente a la hegemonía del trabajo “cinético”
que, durante las décadas sesenta y setenta, gozará
del apoyo incondicional -institucional y económico- de los
gobiernos democráticos. Apoyo que al parecer se justifica,
según la crítica, por el apoliticismo del arte cinético
y su evidente relación con el progreso tecnológico.
De revolución visual en el campo del arte abstracto, el cinetismo
pareció derivar en muchas de sus obras, hacia la parcela
del diseño y la estetización monumental.
En consonancia con la búsqueda de un lenguaje
liberador, en la primera mitad de los años sesenta, los venezolanos
hacen suyo el informalismo. Una tendencia pictórica internacional
que trabaja desde la improvisación y la experimentación,
que utiliza gruesas capas de pintura, y que incorpora a la obra
materiales extrapictóricos, generalmente de desechos. De
entre los artistas que trabajaron bajo esta tendencia, destacaron
Maruja Rolando (1923-1979), Luisa Richter (n.1928), Humberto Jaime
Sánchez (n.1930), Teresa Casanova (n.1932), Gabriel Morera
(n.1933), Elsa Gramcko y Francisco Hung (n.1937). Sobresaliendo
la obra de Hung por su propuesta cromática y el uso de grafismos.
En 1960 se crea el grupo Techo de la Ballena,
que reunió a escritores, intelectuales y artistas plásticos
-la mayoría de estos últimos eran informalistas-.
Caracterizó a este colectivo la provocación en forma
de crítica social y cultural. También la agresividad
de sus propuestas artísticas. Es conocida la muestra que
bajo el título Homenaje a la necrofilia (1962), presentó
Carlos Contramaestre (n.1933). Homenaje consistía
en un grupo de obras hechas a manera de collages, “con vísceras
y huesos frescos de reses, con basura, objetos de desecho y prendas
íntimas de vestir. La evidente alusión política
implícita en las obras hace que las autoridades del gobierno
cierren la exposición y confisquen el catálogo”
(Carvajal). La crítica de arte reconoce en este grupo tres
elementos fundamentales para el arte venezolano: el cuestionamiento
a la cultura oficial, su interés por la realidad urbana y
el iniciar propuestas propias del arte conceptual.
Importantes en estos años son las obras
que, dentro del campo plástico de la nueva figuración,
realizan Mario Abreu (1919-1993), Jacobo Borges (n.1931) y Alirio
Rodríguez (n.1934). Borges pretende reflejar las contradicciones
socio-políticas de su país, al deformar cada una de
sus figuras -militares, políticos, curas, gente de la clase
media y acomodada... -; su obra es resultado de un expresionismo
crudo, violento, de trazos rápidos. Con una variante diferente
pero igualmente expresionista, Rodríguez pinta a seres no
acabados, no clasificables, dentro de un espacio igualmente indefinible;
son obras que generan un estado de desasosiego en el espectador.
Por su parte, Abreu construye sus “objetos mágicos”
o “santerías”; especie de ensamblajes realizados
con objetos que encuentra: materiales de desecho, espejos, muñecos,
caracoles, objetos domésticos... Con todos ellos recompone
una nueva realidad donde asocia lo popular, lo culto, y el sentido
mágico-religioso característico de su cultura.
Entre la dominación de la tradicional vanguardia
cinético-constructiva, y la politización de la nueva
figuración, los años setenta venezolanos irrumpen
con una manera diferente de hacer el arte: las representaciones
de índole conceptual. Muchos artistas se desinteresan por
las galerías y los centros de arte, y llevan sus propuestas
a la calle. Establecen un diálogo directo con el espectador,
sin que medie el espacio físico de la tradicional sala de
exposición. Se aspira a lograr una verdadera comunicación
entre el arte y el público.
Dentro de esta nueva tendencia se abordarán
estéticas que van desde la renovación de las propuestas
tradicionales, hasta las experimentaciones de índole conceptual
-Claudio Perna (n.1938), Valerie Brathwaite (n.1940), Pedro Terán
(n.1943), María Zabala (1945-1992), Diego Barboza (n.1945),
William Stone (1945), Víctor Lucena (n.1948), Héctor
Fuenmayor (n.1949) y Eugenio Espinoza (n.1950)-. Estos creadores
desarrollarán experiencias participativas al aire libre,
con propuestas escultóricas e instalaciones que implican
la participación del público.
Durante los años ochenta tomará fuerza
el dibujo, y habrá una vuelta a la labor propiamente pictórica
- Oscar Pellegrini (1947-1991), Jorge Pizzani (n.1949), Carlos Zerpa
(n.1950), Carlos Sosa (n.1951), María E. Arria (n.1951),
Julio Pacheco (n.1953), Francisco Quilici (n.1954), Ernesto León
(n.1956), Edgar Sánchez, Margot Römer (n.1938)...- La
figuración, el virtuosismo técnico y los grandes formatos,
serán las características de este período.
Muchos de estos pintores vinculan sus propuestas plásticas
a los lenguajes neoexpresionistas en boga en la segunda mitad de
los años ochenta.
A la par de la pintura y el dibujo, las experimentaciones
conceptuales continuarán desarrollándose durante las
dos últimas décadas. Pero a diferencia de los setenta,
y en la medida que se acerca a los noventa, el conceptualismo cambiará
sus espacios públicos de exposición, por las salas
de exposición y las galerías de arte. Además
de las típicas “acciones” e instalaciones que
caracterizan al arte conceptual, los años noventa traerán
aparejado la experimentación multimedia.
Un amplio grupo de creadores se mueve dentro de
esta variante del arte no convencional. En los años ochenta
se destacaron, entre otros, Roberto Obregón (n.1946), Antonieta
Sosa (n.1949), Alfred Wenemoser (n.1954), Marco Antonio Ettedgui
(1958-1981) y Pedro Terán. En los noventa, Wenemoser (n.1954),
Meyer Vaisman (n.1960) y José A. Hernández (n.1964).
Vale destacar la obra de Vaisman Verde por dentro,
rojo por fuera (1993); obra que hace reflexionar sobre la sociedad
contemporánea, al mostrar una chabola que en su interior
contiene la típica vivienda confortable de la clase media.
El modernismo en arquitectura.
En materia de arquitectura, el racionalismo entra
en Venezuela hacia los años treinta, como en toda latinoamérica,
como un estilo más que le llegó “de fuera”.
En medio de un panorama arquitectónico dominado por el eclecticismo,
destacaron algunos edificios, de carácter escolar, donde
se hacía ver la asunción del “estilo internacional”.
Tal es el caso del Liceo de Caracas (1936) de Cipriano Domínguez,
el Ministerio de Educación (1938) de Guillermo Salas,
o la escuela Gran Colombia (1939) de Carlos Raúl Villanueva.
El desarrollo de la industria petrolera en este
período provoca un crecimiento acelerado de la población
urbana y, con ella, del entramado arquitectónico sobre el
viejo trazado urbano de las ciudades.
Al caos de este crecimiento se le pretende dar
solución a finales de los años treinta, con la proyección
de un plano regulador que se aprueba en 1939, y que busca modernizar
a Caracas: conservación y fomento de los organismos urbanos
vitales, zonificación de unidades vecinales, redistribución
de los espacios verdes con una concepción de área
de recreo, y conexión de todos ellos entre sí a través
de un moderno trazado vial.
La gran figura de todo este período fue
el arquitecto venezolano Carlos Raúl Villanueva (1900-1975).
De su abundante obra sobresale la urbanización El Silencio
(Caracas, 1943), donde recupera algo del ambiente colonial creando
una plaza rodeada de pórticos de arcos apoyados en columnas.
Pero lo más representativo de la obra de Villanueva es la
Ciudad Universitaria de Caracas (1944-1966). Allí
desarrolló una arquitectura que se aprovechó de los
avances tecnológicos de la época, del diseño
de la nueva arquitectura, y de las artes plásticas para la
creación de ambientes adecuados al entorno natural de Caracas.
La universidad cuenta con un gran número
de edificios docentes y de carácter deportivo. Entre ellos
sobresalen la Escuela Técnica Industrial de 1947 -donde
utiliza los pilotes a la manera del racionalismo lecorbusieriano,
si bien recupera el nivel del suelo para construir-, el Aula
Magna -en colaboración con el escultor norteamericano
Alexander Calder, autor de los plafonds o perfiles curvos
que penden del cielorraso y funcionan como pantallas acústicas-,
la Plaza Cubierta -de suaves rampas bajo un techo de diversas alturas,
y muros calados que tamizan la luz y permiten una ventilación
adecuada- y la Piscina Olímpica (1958) -con un techo
curvo de hormigón armado-.
En esta monumental construcción Villanueva
desarrolló dos concepciones fundamentales: vincular los espacios
construidos a través del uso de aceras peatonales cubiertas,
y convertir dichos espacios en un inmenso taller de integración
de las artes al reunir en un ambiente de colaboración único
al arquitecto y al artista plástico. De aquí se hará
extensivo ese diálogo entre la pintura, la escultura y los
espacios urbanos y arquitectónicos, materializados en policromías
para fachadas y otras variantes de integración entre artistas
y arquitectos.
A partir de los años cincuenta, las empresas
privadas -inmersas en este proceso modernizador y de bonanza económica
generada por la exportación petrolera-, patrocinarán
la construcción de edificios, torres y rascacielos para oficinas
y viviendas privadas. De aquí los importantes edificios
Monserrat (1950) -de los arquitectos Guinand y Benacerraf- y
Polar (1952-1954) -de los arquitectos Martín Vegas
Pacheco y el uruguayo José Miguel Galia.
Por otra parte, el continuo crecimiento demográfico
de las ciudades, en particular de Caracas, fundamenta la proliferación
de las viviendas multifamiliares. El Banco Obrero de Venezuela fue
una entidad pionera en la construcción y financiación
de este tipo de unidades vecinales. Entre las tantas urbanizaciones
que se realizaron en este período se destacan El Silencio,
Paraíso, 23 de enero y Cerro Pilato.
Durante los últimos años, en Venezuela,
la industria del petróleo y sus derivados constituye una
importante fuente de riqueza. Crecimiento económico que repercute
favorablemente en la labor arquitectónica y urbanística
que se llevará a cabo en las principales ciudades del país,
sobre todo en Caracas.
Si bien es cierto que abunda esa arquitectura de
bloques, sólo caracterizada por la transferencia de tecnología
y modalidad “norteamericana”, también existe
una arquitectura de vanguardia que ofrece novedades.
Dentro de este segundo grupo merecen destacarse
una serie de obras. Por ejemplo, dentro de la tipología docente,
la Facultad de Arquitectura de la Ciudad Universitaria de
Caracas (1961), del arquitecto Carlos Raúl Villanueva; la
Escuela de Medicina del Hospital Vargas (1961), del arquitecto
Nelson Donaihi, también en Caracas; la Escuela Artesanal
El Llanito (1962) en Petare y la Escuela Industrial en
Maturín, ambas de Ignacio M. Zubizarreta; y la Universidad
Andrés Bello, en Caracas, del arquitecto Julio César
Volante.
Es bien conocida la importancia que, dentro de
la arquitectura latinoamericana, tiene la obra del arquitecto Villanueva.
En esta Facultad de Arquitectura, Villanueva retoma la idea
de hacer dialogar la arquitectura y las artes plásticas.
Destaca del edificio las diferentes texturas utilizadas, los juegos
de espacios horizontales y verticales, y el cierre con muros transparentes
que, como gigantescas celosías, tamizan la luz solar y crean
efectos ópticos de juegos lumínicos, propios del arte
cinético del momento.
Dentro de la tipología de edificios multifamiliares,
destacan las obras promovidas por el Banco Obrero y la Empresa Viviendas
Venezolanas. Ellos han procurado un tipo diferente de bloques multifamiliares,
basado en los sistemas de prefabricación: medio para abaratar
la construcción, y forma de intentar paliar a corto plazo
el tema del hábitat en relación con la siempre creciente
demografía urbana.
De los multifamiliares, sobresalen las propuestas
de los arquitectos C. Becerra y M. Poler; la extensión
de Caricuao (1973), del arquitecto E. Fernández;
y las soluciones de Máximo Rojas. Becerra y Poler han utilizado
la técnica de erigir estructuras metálicas que luego
cubren con ladrillos, creando una imagen de efecto vernáculo
por el uso de este último material. Por su parte, Rojas utiliza
grandes paneles prefabricados que articula a pie de obra.
Por otro lado, vale destacar las soluciones estéticas
que consigue el arquitecto Volante -antes mencionado- en el edificio
Tamanaco, así como en los apartamentos de Tanaguarena
que diseña junto a Marcel Breuer.
En general, otras dos obras de carácter
residencial merecen citarse: en Caracas, la casa Pérez
Olivares (1962), del arquitecto Américo Faillace, y el
conjunto residencial Ahoma (1970), del arquitecto Gorka Dorronsoro.
Dentro de la tipología de torres de oficinas
son muchos los ejemplos que se pueden aportar. Del arquitecto José
Miguel Galia, el Banco de Caracas, el edificio de Seguros
Orinoco (1971) -en colaboración con el arquitecto Adolfo
Maslach- y el Banco Metropolitano (1976), todos en Caracas.
Seguros Orinoco destaca por su vestidura roja de ladrillo
aparente, y los juegos de planos rectos y verticales de diferentes
alturas que establecen los bloques que estructuran el edificio.
Igualmente interesante resulta el Banco Metropolitano, con
su juego de cubos que se proyectan sobre la fachada. “Movilidad
y gracia no acostumbradas en este tipo de edificios utilitarios
(...) Nadie que haya visto el Banco Metropolitano lo olvida:
ese es su mejor elogio” (Bayón).
También en Caracas se distinguen las obras
del arquitecto Tomás José Sanabria. De este período
mencionemos el edificio del INCE (1971), el Banco Central
(1973) y el edificio de Electricidad de Caracas (1983). Siendo
lo más característico de este autor, el uso de quiebrasoles
en las fachadas. Con ello busca adecuar al clima tropical la propuesta
arquitectónica, matizando la agresividad de una luz natural
a veces insoportable.
Finalmente citemos una obra monumental que a hecho
época en la arquitectura de Venezuela: el teatro Teresa
Carreño (1972-1981), de los arquitectos Jesús
Sandoval, Tomás Lugo y Dietrich Kunckel. El Teatro Carreño
resulta un impresionante conjunto de aspecto brutalista. Se caracteriza
por sus elevados muros lisos, por su purismo geométrico y,
a un tiempo, por el dinamismo escalonado de sus plantas y terrazas
hexagonales y voladas. Llama la atención el insistente juego
que se busca con esta figura de seis lados.
Madrid, 2005.
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