El
modernismo en el arte y la arquitectura puertorriqueña.
Por José Ramón Alonso Lorea.
Más de veinte años después
de la guerra hispanoamericana (1898), el traspaso de su condición
colonial de una metrópolis a otra parece condicionar el retardo
de la entrada del modernismo en las artes plásticas puertorriqueñas.
Postura decimonónica, hispánica e irreverente.
La entrada en vigor de la Ley Jones (1917), impone
al puertorriqueño la ciudadanía norteamericana, e
inicia la grave polémica que defiende la ciudadanía
natural de los nacidos en la isla. Es cuando los escritores, con
sus obras, se adelantan hacia posiciones críticas, y denuncian
la grave crisis general por la que atraviesa el país y lo
nefasto de la influencia de la cultura norteamericana sobre la cultura
insular. Se abre un camino que, en lo sucesivo, asume el arte en
general: la apuesta reivindicativa por los valores autóctonos,
con sentido de nacionalidad, y la conformación de un sistema
que fomente y salvaguarde la cultura puertorriqueña.
Los años veinte y treinta se presentan con
una producción pictórica que, si bien asume características
formales de la estética impresionista, se mueve dentro de
los parámetros del realismo académico. Los máximos
exponentes de este período son Ramón Frade (1875-1954)
y Miguel Pou Becerra (1880-1968). No obstante, en esa propia postura
decimonónica -hispánica y por lo tanto irreverente-
y en los temas que trataron -que acusan cierto apego del pintor
al compromiso social del arte-, se sugiere alguna inquietud que,
si no totalmente moderna, al menos muy válida y por ello
a tener en cuenta.
No será hasta finales de la década
del treinta que -con la primera exposición de artistas puertorriqueños
(1936), en la que muestran sus obras un amplísimo grupo de
pintores- se hagan ver los verdaderos cambios que implica la adopción
de los lenguajes de vanguardia. La defensa de los valores vernáculos
de origen hispano y la conexión artificial con los Estados
Unidos, serán los dos factores fundamentales que marcarán
el arte moderno boricua. De estos años vale destacar la obra
de Rafael Palacios, quien cursó estudios en México
y estaba muy influenciado por la estética muralista. El trabajo
volumétrico de sus figuras y los fuertes constrastes caracterizan
su obra.
Una postura de afirmación nacional.
La etapa final de la década del cuarenta
marca cambios profundos en la vida cultural de la isla. Ello en
consonancia con la aprobación de una ley (1947) que legitima
el derecho del pueblo boricua a elegir su gobernador, elección
que hasta entonces era una prerrogativa del presidente de los Estados
Unidos. A partir de ese momento, la dinámica social que se
engendra en la isla sienta las bases de la consolidación
del arte moderno. Se crea la División de Educación
de la Comunidad (1949) y, con ella, un proyecto de trabajo de grupo,
con escritores y creadores del medio audiovisual y de las artes
visuales -pintores y fotógrafos- con el fin de realizar películas,
libros ilustrados, carteles... que contribuyeran a la culturización
de una sociedad que iba a dejar de ser rural para convertirse en
urbana.
Esta postura de afirmación nacional, asumida
por intelectuales de todas las ramas -artistas, escritores, músicos,
profesores- era la respuesta a una peligrosa tendencia que propugnaba
la asimilación cultural y política de la isla, al
“modo de vida” de los Estados Unidos de América.
En este trabajo en equipo se encuentra la génesis
del arte de la gráfica puertorriqueña, muy ligada
al compromiso social, y que si bien ya juega con las formas más
contemporáneas del arte del momento, recuerda el mismo compromiso
social de aquellos “decimonónicos” de los años
veinte y treinta. El cartel serigráfico, la xilografía
y el grabado en linóleo alcanzan para ese entonces un desarrollo
tal, que será esta manifestación (la gráfica)
la que logre para el arte visual de la isla el reconocimiento internacional.
Como parte de su programa educativo y de fomento
del patrimonio vernáculo, este proyecto concebía la
realización de una serie de murales para los edificios estatales
y las fábricas. Este programa pretendía que el arte
alcanzara una recepción de carácter público.
Los tres artistas fundamentales de este período son: Lorenzo
Homar (n.1913), Rafael Tufiño (n.1922) y Carlos Raquel Rivera
(n.1923). Con una sólida formación artística,
estos tres creadores van a estar muy influenciados por el muralismo
mexicano y su fuerte voluntad de servicio social.
En su obra gráfica, Homar demuestra un dominio
cabal de esta técnica. Algunos de sus grabados apuntan sin
ambages una nota dramática, que -al decir de Marta Traba-
es el carácter que mejor define a las obras del arte moderno
puertorriqueño. Carácter que bien comparte Puerto
Rico con la mejor producción del arte dominicano. Dentro
de esta línea dramática, que refleja el tipo humano
puertorriqueño, destaca una obra antológica de Rafael
Tufiño: Goyita -retrato de su madre-, de 1957. Vale
mencionar también la obra gráfica de Carlos Raquel
Rivera y su propio trabajo pictórico de un surrealismo fuerte,
irónico, de “golpe y porrazo” (Traba). La sátira,
el simbolismo mágico, la crítica social y política,
son algunos de los parámetros que definen a esta producción.
Dentro de esta línea de integración
social del arte, Homar y Tufiño, junto a otros artistas,
fundan el Centro de Arte Puertorriqueño (1950), con el objetivo
de simultanear, junto con la creación, una estrecha relación
entre los artistas y el pueblo boricua; correspondencia necesaria
-según expresa un texto que publican estos artistas- “para
el desarrollo de un movimiento artístico auténtico
y vigoroso”. La politización de su arte y su asociación
más o menos directa con el independentismo y el nacionalismo
militantes puertorriqueño, llevó al Centro de Arte
a su rápida disolución en 1954.
La mayoría de los artistas de esta década
trabajaron profusamente las técnicas de la gráfica,
pues verán en ésta una lección bien aprendida
del vanguardismo mexicano: el grabado como arma ideológica,
y la viabilidad de llevar el arte a la mayoría, gracias a
la posibilidad de reproducir mecánicamente la obra grabada.
Se mantiene o se pierde una cultura.
La situación del arte puertorriqueño
durante este período continúa oscilando entre la natural
sujeción a la cultura hispana y la artificial conexión
con los Estados Unidos. En general, la cultura de la isla refleja
esa extraña condición de “Estado Libre”
pero “Asociado”. Por lo que no es raro que gran parte
de la intelectualidad puertorriqueña -en la era de las “globalizaciones”-,
continúe interesa en resaltar aquellos elementos que estructuran
su identidad nacional. “Favorecer la identidad, o al menos
tender hacia ella, no es poca cosa cuando el centro neurálgico
del debate diario es saber si se mantiene o se pierde una cultura,
lengua e historia” (Traba).
Esta situación obliga a que los discursos
artísticos, y hasta los propios modos expresivos, estén
constantemente asociados a la recuperación del pasado y a
la búsqueda de esa identidad que se teme perder.
Las décadas sesenta y setenta ven aparecer
a una importante cantidad de artistas figurativos que se interesan
por plasmar contenidos sociales en sus obras -destacan Mirna Báez
(n.1931), Alicea y Antonio Martorell (n.1939). En sus estampas iniciales,
Báez se interesa por la vida cotidiana en la isla. Sus imágenes
citadinas ofrecen esa otra realidad que no se corresponde con las
que aparecen en los afiches oficiales para turismo, ni en las acuarelas-souvenir
sobre el viejo San Juan que los turistas consumen en masa. Báez
también iconiza la clase media de su país, usando
colores que contrastan y colocando a sus personajes dentro de un
espacio engañoso -que simula un mal encuadre fotográfico-,
con el cual cercena fragmentos corporales de dichas figuras. Son
estos personajes -como asegura nuevamente Traba- “prisioneros
callados y conformes que se exponen sin resistencia, para que se
les recorte la vida y la expansión. Están, además,
como atentos y dispuestos a las mutilaciones, con sus defensas perdidas
en un mundo sin cualidades”.
Por su parte, el artista gráfico Martorell
-discípulo de Homar- se convierte en una de las figuras más
importantes del grabado puertorriqueño. Es un creador políticamente
comprometido, que integra a su obra la caricatura y la sátira
política.
Otros artistas destacados, que prefieren la pintura
a las artes gráficas, son Rosado del Valle, Domingo García
y Francisco Rodón (n.1934). El caso de Rodón es el
más comentado por la crítica. Su estilo, muy personal,
está asociado al tema del retrato. Muy ajeno a las intenciones
sociales, su obra se mueve dentro de los resortes de la psiquis,
de los estados mentales. La crítica habla de “proporciones
monumentales” y de “intención heroica”,
de “pasión” y de “realismo”, de “pintura
áspera” y de “luz ruda”. Pero lo más
original de su obra radica en que, siendo el retrato un tema sacado
de los predios de la Academia, Rodón ha sido capaz de desarrollarlo
sin acudir a las soluciones canónicas del siglo XIX, ni volverse
a ese lenguaje que caracterizó a las vanguardias figurativas
de la primera mitad del siglo XX latinoamericano.
Vinculados a los lenguajes de vanguardia se destacan
otros artistas: Rafael Ferrer, Domingo López, Carlos Irizarry
(n.1938), Jaime Romano y Joaquín Mercado. La sonada exposición
de Ferrer de 1961 constituyó un escándalo en la sociedad
puertorriqueña por dos razones: explícitas referencias
sexuales y despreocupación por la factura de la obra. La
década del setenta ve aparecer una obra de gran trascendencia:
Transculturación de Carlos Irizarry. El cuadro es
una apropiación de un icono nacional puertorriqueño
-Pan nuestro (1904-1905) de Ramón Frade (1875-1954)-.
Irizarry presenta al jíbaro -campesino boricua- de Frade
al lado de un espectro o visión tétrica que evoca
la desintegración de la sociedad puertorriqueña. La
obra de Irizarry deviene en un discurso fuertemente politizado.
Enfrentamientos a la abstracción y a otros
lenguajes de vanguardia.
A la par de la figuración -y con no poco
esfuerzo ante la incomprensión generalizada-, en las décadas
sesenta y setenta se abren camino las diferentes modalidades del
arte abstracto. Son dos décadas de confrontación entre
los que abanderaban un arte de identidad nacional (la figuración
como modo expresivo), y los que buscaban nuevos lenguajes de experimentación
con la forma plástica -la línea, el color, la composición...
-, que les permitiera liberar sentimientos interiores (la abstracción).
En Puerto Rico, la abstracción -al igual
que otros lenguajes de vanguardia- tuvo en su contra el prestigio
del arte figurativo y tradicional; prestigio que se avalaba por
las posibilidades directas de representación y lectura de
este discurso plástico: folklore, costumbres, lengua, historia,
política, sociedad, religión... Se entendía
que con un lenguaje abstracto resultaba difícil continuar
esta línea de indagación social y de sustantivación
de valores nacionales. La figuración hacía más
explícito aquellos elementos definitorios de lo puertorriqueño,
y -en su condición de “estado asociado” a “norteamérica”-
era la manera de establecer pautas culturales de resistencia.
Esta negativa a asumir cualquier lenguaje artístico
de vanguardia originó polémicos enfrentamientos entre
artistas, intelectuales en general, y burócratas de la cultura,
hasta el punto de que muchos abandonaron la isla. Esta última
situación ha generado ese habitual desplazamiento del artista
puertorriqueño entre la isla y -principalmente- Nueva York.
En 1978, Luis Hernández Cruz (n.1936), Paul
Camacho (n.1929) y otros pintores, crean “Frente”, un
movimiento de renovación social del arte que buscaba defender
la valía del arte abstracto. La polémica se extiende
hasta el punto de que la historia del arte puertorriqueño
recoge un Congreso de Arte Abstracto celebrado en 1984.
La pintura de Hernández Cruz, aunque abstracta,
siempre presenta referencias del mundo vegetal. De hecho a veces
evoca el paisajismo abstracto mediante los títulos de sus
cuadros; algunos autores encuentran en su obra una figuración
sugerida. Con esta referencia a mundos orgánicos, casi vegetales,
es que desarrolla su personal lenguaje abstracto Noemí Ruiz
(n.1931). Por su parte, Camacho desarrolla un arte abstracto de
construcción geométrica, donde sugiere una tercera
dimensión.
A partir de los años ochenta se genera un
clima cosmopolita en la sociedad puertorriqueña. Clima que
trae aparejado, dentro del espacio cultural, un desarrollo del mercado
del arte con la consiguiente diversidad de los lenguajes abstractos
y figurativos. Toma interés para el creador puertorriqueño
el llamado arte conceptual, lenguaje expresivo a través del
cual se expresará Rafael Ferrer.
Una generación más joven se incorporará
a las más novedosas propuestas estéticas. Serán
discursos eclécticos, que toman y superponen diversos modos
expresivos, propios de la cultura postmoderna. Entre estos últimos
destaca la obra de Arnaldo Roche (n.1955), con una reiterada propuesta
de autorretratos de diversas apariencias que -como los cuadros de
Francisco Rodón- también se mueven dentro de los resortes
de la psiquis y los estados anímicos.
El modernismo en arquitectura.
En Puerto Rico, como en toda la región,
el art-decó resultó una alternativa muy frecuente
en el espacio arquitectónico. El hotel Normandie,
en San Juan, es una muestra de su elaboración bastante ortodoxa.
Pero en materia de arquitectura moderna, la isla
comparte con República Dominicana los mismos inicios: Antonin
Nechodoma. A partir de las propuestas funcionalistas de Wright en
sus casas de la Pradera, y de ciertos valores vernáculos
caribeños, Nechodoma proyecta su obra. En un período
que va de 1908 a 1928, realiza más de cien residencias entre
Puerto Rico y República Dominicana. Y define un tipo de arquitectura
urbana que engarza lo vernáculo con las propuestas modernas
que comenzaban a estar en boga.
Henry Klumb (1905-1984) -discípulo de Frank
Lloyd Wright-, sucederá a Nechodoma y difundirá la
arquitectura orgánica en Puerto Rico. En la residencia
Fullana, Klumb reinterpreta las casas Ausonia de su maestro.
Será pionero en el rescate de aquellos valores de la arquitectura
colonial, entendidos como tradicionales. Revalorizará las
cualidades texturales de los materiales del lugar y los adecuará
al lenguaje moderno. Predominan en sus diseños la distribución
horizontal, la continuidad de los espacios, y la secuencia de tramas
que tamizan la luz solar. Destaca de su producción el Centro
de Estudiantes -edificio que se adapta a los desniveles del
terreno y que forma parte del conjunto del Campus de la Universidad
de Puerto Rico en Río Piedras-; y la iglesia del Carmen,
en Cataño, donde asimila los códigos brutalistas de
Le Corbusier.
Los cambios socio-políticos ocurridos en
la isla, al final de la década del cuarenta, vinculan los
postulados del movimiento moderno a las necesidades sociales. Al
arquitecto Richard Neutra (1892-1970) le encargan diseñar
el sistema hospitalario y el educativo de la isla. Neutra consigue
en sus proyectos -de los cuales sólo puede ejecutar una escuela
primaria experimental- un vínculo entre el rígido
código racionalista y las condiciones ecológicas de
la isla. De modo que define un camino que vincula lo constructivo-funcional
y lo ecológico: el énfasis en los muros rebatibles,
de manera que no se impida la comunicación interior-exterior.
Los arquitectos Osvaldo Toro y Miguel Ferrer desarrollan
sus obras dentro de esa línea de fusión de lo tradicional
y lo moderno que había abierto Klumb. Si Klumb se interesa
por las tramas, los espacios de sombra, y la integración
de la obra en el paisaje, Toro y Ferrer -en un similar intento-
superponen las tramas al volumen mihesiano de sus edificios. Tres
pautas reiteran Toro y Ferrer en sus obras: planta baja sin cierres,
integrada al espacio exterior -hotel Caribe Hilton y edificio
Suprema Corte-, sistema de diafragmas semitransparente -bloques
anexos al Congreso, y modulación a lo Mies van der Rhoe -edificio
Suprema Corte-. Este último constituye uno de los edificios
públicos principales de Puerto Rico. Sobre una fuente se
erige esta construcción blanca y horizontal, que ostenta
una cúpula de hormigón sobre una habitación
circular. El uso de cristales y persianas permiten tamizar la luz
y airear los espacios.
Por otro lado, el arquitecto Lorenzo Ramírez
de Arellano -capilla de la Universidad Interamericana-, con
una estética de recuperación de elementos vernáculos
de la arquitectura colonial, articula bloques blancos, techos de
tejas y sucesión de espacios interiores.
Por obra y gracia de la Revolución cubana
(1959) –y parafraseo a Traba a la vez que desideologizo su
nota-, la ciudad de San Juan ve llegar los grandes capitales que
huyen de la Habana, “y contempla cómo la siembran de
hoteles, playas, negocios, torres, bancos, carreteras, supermercados,
y cómo pasa de la pereza provincial al frenético movimiento
de la sociedad de consumo”.
De modo que, hacia los años sesenta, Puerto
Rico experimentará un notable incremento de su población
urbana, determinado por un incipiente proceso de industrialización,
y por la creación de una importante red de infraestructuras
turísticas. San Juan será testigo de una fuerte expansión
urbanística y arquitectónica, donde predominará
el racionalismo mihesiano y el brutalismo lecorbusierano.
El área central de San Juan repetirá
la misma estructura de las grandes ciudades metropolitanas, caracterizadas
por la concentración de bloques para uso de oficinas, bancos,
comercios... Aquí se agrupan edificios de estilo mihesiano
como el Pan American Building, el National City Bank,
el Chase Manhattan Bank, el Banco Popular...
La ciudad, en este período, adquiere gran
importancia. La Junta de Planificación de Puerto Rico -que
ya desde los años cincuenta se había convertido en
un ejemplo para el entorno urbano y arquitectónico del Caribe-
proponía su Plan Director para la planificación integral
de la ciudad: dadas las nuevas exigencias funcionales, reconfigurar
los centros comerciales y administrativos; recuperar el casco histórico,
en virtud de las nuevas posibilidades que abría la industria
turística; y edificar nuevos asentamientos residenciales
y hoteleros.
Sin embargo, hay una crítica siempre latente
y bien fundada que -en materia de diseño arquitectónico
y en el entorno caribeño-, ve asociado el turismo de masas
y la especulación del hábitat construido, con un tipo
de arquitectura que carece de toda referencia cultural. Son esos
estereotipados diseños de torres y cadenas de hoteles que
cubren las costas antillanas, y de los que Puerto Rico no se salva.
De entre otros ejemplos, la crítica destaca las torres que
en las décadas sesenta y setenta se erigieron en el Condado,
San Juan.
Igualmente se hace referencia al mal gusto -también
llamado kitsch- que se ha instrumentado en esa arquitectura de función
predominantemente turística. Se habla de una “subcultura
del diseño” que impera en hoteles, centros comerciales
y casinos, y que es una mala importación proveniente del
eje Las Vegas-Miami (Segre). Son espacios construidos donde la función
en arquitectura cede terreno a una especie de diseño “escenográfico”.
Para ilustrar estos criterios, se citan algunos edificios erigidos
en Puerto Rico en los años sesenta: el Ponce Internacional
Hotel de los arquitectos William B. Tabler, J. C. Mayer y J.
B. Robinson, y el American Hotel de Morris Lápidus
y Lorenzo Ramírez de Arellano. Así como los centros
comerciales Plaza de las Américas de Capacete, Martín
y Asociados, y el Centro de Convenciones del Condado. Estos
últimos -Plaza y Centro- mezclan, sin lograr
una verdadera integración, elementos arquitectónicos
coloniales y modernos.
De los proyectos de la década del sesenta
que destacan por su concepción, está el plan de realojamiento
de pobladores en el barrio La Puntilla (1968) en San Juan,
de los arquitectos Jan Wampler y O. Oxman; y la propuesta de hábitat
diseñada en 1968 por Moise Shafdie. El proyecto de Shafdie
resulta “idealista e irrealizable” (Segre). No así
el de Wampler y Oxman, que tiene en cuenta la utilización
de elementos prefabricados ligeros.
De los conjuntos residenciales -en esta misma década-,
sobresale El Monte, en San Juan, del arquitecto estadounidense
Larrabe Barnes. Resulta un conjunto que se caracteriza por hacer
dialogar el espacio construido con las áreas verdes circundantes;
recupera la siempre necesaria integración entre arquitectura
y trama urbana. Además, destaca el lenguaje lecorbusierano
con influencia brasileña que utiliza Barnes en los bloques.
Otras referencias arquitectónicas que se
distinguen, son -en los años setenta- los proyectos de la
Biblioteca de la Universidad Interamericana de San Germán,
y de la Escuela Elemental María Libertad Gómez
en Cataño, ambas del antes mencionado arquitecto Lorenzo
Ramírez de Arellano.
También sobresale la construcción
del nuevo Parque Municipal (1985), en San Juan, del arquitecto
Tom Marvel; y el centro de recreo El Tuque (1984), en Ponce,
del arquitecto Luis Flores. En el Parque, Marvel logra un
contexto arquitectónico que dialoga con la trama urbana:
“situado en los terrenos de la antigua estación de
trenes, asume la memoria histórica social con elementos compositivos
pertenecientes al anterior edificio, y cuyas dimensiones y cromatismos
se relacionan directamente con las construcciones circundantes”
(Segre). Flores, por su parte, recupera en El Tuque el pórtico,
caro a la más auténtica arquitectura antillana.
Madrid, 2005.
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