Colombia.
La modernidad en arte y arquitectura.
Por José Ramón Alonso Lorea.
A finales de los años 1920, Colombia está
inmersa en un agitado proceso de cambios socio-políticos
que se derivan de la necesidad de transformar la esfera económica:
ésta última deberá recorrer el difícil
camino que va de las estructuras agrarias a la producción
industrial. Dentro de este contexto renovador se abre camino el
arte moderno.
La renovación del arte.
La década del treinta ve aparecer una producción
artística que atenta contra las enseñanzas del academicismo,
y que aboga por una renovación de las técnicas y los
temas. Nace un nacionalismo inspirado en la ideología del
muralismo mexicano y en las formas plásticas de la vanguardia
postimpresionista europea. Entonces se incorpora al espacio plástico
el rescate de lo vernáculo, el tema de la raza, la presencia
del obrero, el mundo prehispánico y sus mitos.
De esta generación de artistas -que protagonizaron
también el arte de los años cuarenta- vale destacar
a Rómulo Rozo (1899-1964), Luis Alberto Acuña (1904),
Pedro Nel Gómez (1889-1984), Ignacio Gómez Jaramillo
(1910-1970), Carlos Correa (1912-1985), Alipio Jaramillo (n.1913),
Gonzalo Ariza (n.1912), Sergio Trujillo Magnenat (n.1911), Ramón
Barba (1894-1964) y José Domingo Ramírez (1895-1965).
En las esculturas de Rozo, Domingo Rodríguez
y Barba, los temas nacionalistas -caracterizados por las leyendas
precolombinas y los personajes populares- van a predominar. En Rozo
y el pintor Nel Gómez, la mujer se eleva a la categoría
de personaje central. En las obras de Nel Gómez, Ignacio
Jaramillo, Carlos Correa y Alipio Jaramillo, el contenido social
será una constante: la situación de la clase obrera
y la violencia política. Por su parte, la atmósfera
del paisaje colombiano está latente en la obra de Ariza y
en la de Trujillo. El campo colombiano con sus sabanas será
centro de atención de Ariza, mientras que a Trujillo le interesará
más el espacio costero caribe. El hecho de trabajar con multiplicidad
de medios técnicos, entre ellos la fotografía y la
cerámica, convertirá a Trujillo en pionero de la fotografía
y la cerámica artísticas en Colombia.
La abstracción colombiana.
Los años cincuenta van a provocar profundos
cambios en las concepciones estético-artísticas. Aparece
una generación de creadores que va a interrumpir el discurso
figurativo y nacionalista, que desde hacía dos décadas
era el lenguaje hegemónico de la creación plástica.
El deseo de renovar la forma de hacer arte y de contemporizar con
lo que se estaba haciendo en occidente (Europa y Estados Unidos),
facilita la entrada de la abstracción.
Son importantes de este período las obras
de Guillermo Wiedemann (1905-1968) -de origen alemán e instalado
en Colombia desde 1939-, que desarrolla una pintura abstracta de
mucho lirismo, donde explota las posibilidades de la mancha de color.
O de Eduardo Ramírez Villamizar (1923), que va de la obra
pintada que se centra en la geometría y los colores planos,
a los trabajos de relieve escultórico. Villamizar y Edgar
Negret (n.1920) serán los escultores más destacados
que surgen en este período. En los años cincuenta
Negret comienza a utilizar el aluminio, elaborando sus primeros
aparatos mágicos: construcciones abstractas de piezas
ensambladas con tuercas y tornillos, que aluden a la presencia de
la máquina en la sociedad contemporánea.
Los años sesenta significan, para el arte
plástico colombiano, la vuelta a la figuración. No
obstante la anterior afirmación, vale mencionar que la abstracción
colombiana continuó viva a través de la obra de importantes
creadores: junto a los ya históricos Guillermo Wiedemann
(1905-1968), Edgar Negret (n.1920) y Eduardo Ramírez Villamizar
(1923), también figuran Manuel Hernández (n.1928),
Omar Rayo (n.1928), Carlos Rojas (n.1933), Fanny Sanín (n.1935),
Antonio Grass (n.1937), Samuel Montealegre (n.1940) y otros tantos.
Desde lenguajes expresionistas o informalistas,
a ratos con insinuaciones ópticas, resulta un mundo de manchas
texturadas, matéricas, de áreas de color más
o menos definidas, más o menos contrastadas, de geometrías
y de estructuras en el espacio. Amplia gama de reflexiones que va
desde el puro estudio del color y la luz, de la forma y la composición
(Wiedemann, Hernández, Rayo, Rojas, Sanín), pasando
por ciertas referencias de la vida cotidiana (el erotismo en Rayo),
hasta la reinterpretación de otras formas objetuales y culturales
(los tejidos de la artesanía popular en Rojas, la máquina
en Negret, las artes y la arquitectura indoamericanas en Grass y
Villamizar).
La vuelta a la figuración.
La nueva figuración se abrió paso
en el país. Enrique Grau (n.1920), Alejandro Obregón
(n.1920-1992) y Fernando Botero (n.1932) serán sus primeros
y más importantes representantes. Junto a ellos destacan
igualmente Leonel Góngora (n.1932), Carlos Granada (n.1933),
Jim Amaral (n.1933) y Beatriz González (n.1938), entre otros.
La estética escenográfica de Grau
se caracteriza por la volumetría de unas figuras que hace
acompañar de múltiples objetos populares; los ambientes
que pinta resultan, al decir de la crítica, nostálgicos
y a veces cursi. En estos años, Obregón tiene su mejor
etapa; la desbordante fantasía de su pintura le hace merecer
el calificativo de “realismo mágico” a su obra:
una pintura expresiva, de empastes gruesos, pinceladas rápidas
y colores exaltados, de figuras zoológicas en medio de una
naturaleza imaginada.
Por su parte, es Botero, por antonomasia, el pintor
de las figuras hinchadas. Trabaja el realismo expresionista, hipertrofia
la figura humana en círculos, agrupa los rasgos definitivos
de la personalidad en la zona central que coincide con el centro
físico del cuadro. Su obra resulta un retrato irónico,
mordaz y cómico de la realidad colombiana. Muy conocedor
de la historia del arte internacional, hace reiteradas apropiaciones
de obras de arte que contextualiza a la situación sociopolítica
de su país.
Con la figuración, se retoma el tema del
compromiso social y político. Las referencias a la violencia
en Colombia ya aparecen en obras de Obregón y Botero. En
Beatriz González se encuentra la desmitificación de
héroes, políticos y religiosos; un discurso deconstructivo
siempre irreverente para la cultura oficial. Góngora y Amaral
se decantan por los temas eróticos; una propuesta que será
bastante recurrente en muchos creadores, y que deviene siempre en
discurso polémico mientras exista mojigatería e hipócrita
moralidad social frente a los temas sexuales.
Dentro de las líneas experimentales del
arte de esta década vale destacar aquellas que se interesaron
por el mundo del ensamblaje, incorporando a las obras todo tipo
de materiales de desecho: maderas, chatarras, plásticos,
etc. Animadores de esta tendencia fueron Hernando Tejada (n.1925),
Feliza Burztyn (1933-1982) y Bernardo Salcedo (n.1939).
Los años setenta privilegiaron la diversidad
en los lenguajes artísticos, si bien es cierto que se hace
más figuración que abstracción. Dentro de esta
línea figurativa, destaca el realismo de Santiago Cárdenas
(n.1937), de Luis Caballero (1943-1995), de Darío Morales
(1944-1988) y de Miguel Ángel Rojas (n.1946). Un realismo
que se mueve, desde la ausencia de la figura humana en Cárdenas
-más interesado en aquellos objetos de la cotidianidad, surgidos
del ingenio del hombre: tableros, espejos, enchufes, cajas... -,
hasta el virtuosismo anatómico de los dibujos de Caballero
-desnudos masculinos que se contraen dramáticamente bajo
el ambiguo peso de la pasión o el dolor-, el desnudo femenino
en Morales, y el contenido erótico en Rojas.
De igual manera, la figuración predominó
en los años ochenta. Junto a los artistas de generaciones
anteriores, aparece un nutrido grupo de creadores plásticos,
que traen consigo un amplio abanico de posibilidades creativas.
Citemos algunos nombres: Diego Mazuera (n.1950), Lorenzo Jaramillo
(1955-1993), José Suárez (n.1955), Víctor Laignelet
(n.1955), Luis Luna (n.1958) y Rodrigo Facundo (n.1958). Son autores
que mezclan el impulso investigativo, las citas de la historia del
arte, el interés por el hombre contemporáneo, y las
referencias universales.
Siguiendo la línea de la experimentación
artística, las propuestas conceptuales que se habían
iniciado en los años setenta toman fuerza durante las últimas
dos décadas -Álvaro Barrios, Doris Salcedo (1958)
y María Fernanda Cardoso-. Son instalaciones donde convergen
a veces los más insólitos materiales. Donde los artistas
reflexionan sobre el propio arte, su función y lugar en la
sociedad, donde se cuestiona la sociedad y hasta la validez de las
instituciones de arte, donde se habla de la violencia y de la muerte.
Con este último sentido, destaca la obra Atrabiliarios
(1992) de Salcedo: “atrabiliarios”, negra-bilis, cólera,
es una instalación que muestra dos zapatos situados en dos
nichos, que “parecen abandonados e irreconocibles, aunque,
de forma implícita, se sugiere que alguna vez pertenecieron
a alguien que ha desaparecido” (Pini).
Lo moderno en arquitectura.
La llegada de la arquitectura moderna a Colombia,
a finales de la década del treinta, constituye un brusco
cambio estético y hasta ideológico. Una larguísima
tradición de los lenguajes historicistas y eclécticos
había condicionado en la elite económica colombiana,
un gusto muy conservador y una lógica incomprensión
de las tendencias racionalistas europeas. De modo que será
la acción estatal de políticos liberales -y no el
comitente privado-, quien le abra las puertas a la nueva tendencia.
Se facilita así la entrada al país de arquitectos
extranjeros y se funde la primera escuela de arquitectura (1936).
Los primeros ejemplos de arquitectura moderna se
verán en la nueva sede para la Universidad Nacional,
donde se evocará los lenguajes de las superficies planas,
blancas, completamente desnudas de decoración, a la manera
de Le Corbusier, así como las estéticas salidas del
entorno de la Bauhaus. Las bases teóricas y urbanísticas
de esta primera etapa se deben a los arquitectos Leopoldo Rother
y Erich Lange. Las facultades de Arquitectura, de Derecho y
de Ingeniería, serán los edificios más
representativos. Las dos primeras facultades son obras de un grupo
de arquitectos colombianos que trabajaron para el Ministerio de
Obras Públicas. No así la de Ingeniería
-la obra más destacada de los primeros años cuarenta-,
que pertenece al arquitecto, diseñador y profesor italiano
Bruno Violi, que también colaboró con el ministerio
antes citado, y que fue la figura más influyente del mundo
académico colombiano de la década del cuarenta.
En este breve panorama vale mencionar a los arquitectos
Carlos Martínez y Nel Rodríguez. En sus obras -escuelas,
teatros, centros comerciales-, ellos utilizaron elementos vernáculos
como el ladrillo, la cubierta de madera y las tejas de barro, con
una concepción de planos exteriores de apariencia racionalista.
Los años finales de la década del
cuarenta, además de traer una sustancial mejora en la economía,
vienen aparejado de un reconocimiento de las nuevas tendencias de
la arquitectura internacional, y la confirmación de la influencia
de Le Corbusier sobre los arquitectos modernos colombianos. De ello
da fe la visita de este maestro a Bogotá, a propósito
de la propuesta que le extienden desde Colombia para que formule
un Plan Piloto para el Desarrollo Urbanístico de la capital.
Su plan -idealista y ajeno a las realidades socioeconómicas
del país-, con excepción de algún detalle,
nunca se ejecutó.
Por su parte, la arquitectura moderna en Colombia
durante los últimos años cuarenta, y la década
del cincuenta, ofrece ejemplos notorios de dominio y de recreación
del instrumental de los lenguajes internacionales. Tal es el caso,
en Cartagena, del estadio de béisbol 11 de Noviembre
(1947-1949) -de Ortega, Solano, Gaitán y Burbano-, donde
los arquitectos desarrollan una sutil curva de ángulo cerrado,
que va desde la base de las gradas hasta la cubierta. Elaborando
dicha cubierta con bóvedas de membrana en hormigón
armado. En definitiva, una obra de una complejidad técnica
y un logro estético elevados. En Bogotá se destacan
las soluciones del equipo Cuellar, Serrano y Gómez; opuestos
a la tan trabajada línea de las superficies lisas y pintadas
con un color básico -a lo Le Corbusier-, ellos combinan,
en un diseño sosegado, el lenguaje norteamericano de las
bandas continuas de ventanas, con el uso del ladrillo local que
se deja a la vista. La Clínica de Maternidad David Restrepo
se considera una obra madura de la firma Cuellar, Serrano y Gómez.
Los años cincuenta serán testigos
de la simultaneidad de los lenguajes arquitectónicos modernos:
el racionalismo de Le Corbusier, un tropicalismo brasileño
a lo Niemeyer, o un racionalismo de concepción norteamericana.
Entonces nacieron muchas obras residenciales y comerciales, de factura
moderna, con materiales de construcción y criterios culturales
totalmente ajenos al medio colombiano.
Caso aislado de estos años finales del cincuenta
lo constituye el barrio de residencias multifamiliares El Polo
(1957-1963), ejemplo de soluciones arquitectónicas y urbanísticas
con criterios estético-funcionales a destacar. Sobresalen
de este conjunto la iglesia, el centro comercial y los espacios
públicos que conforman el Centro Comunal diseñado
por el arquitecto Germán Samper. Se distingue, también,
el grupo de edificios multifamiliares de los arquitectos
Rogelio Salmona y Guillermo Bermúdez. El uso de ladrillos
bogotanos en volúmenes curvos -en los multifamiliares-, marcó
el inicio de una nueva forma de hacer la arquitectura en Colombia.
Bajo el mecenazgo del Banco Central Hipotecario
se construyó lo más destacado de los primeros años
sesenta. Este patrocinio por parte de una entidad bancaria -al decir
de la crítica-, se interesó por los buenos arquitectos
y por aquellos diseños caracterizados por su calidad estética
y tecnológica. Como resultado, este proyecto influyó
en la elevación del “nivel cualitativo de la arquitectura
de interés social en el país” (Téllez).
Serán las obras de los arquitectos Germán
Samper, Rogelio Salmona y Guillermo Bermúdez, y de las firmas
Robledo, Drews y Castro, y Ricuarte, Carrizona y Prieto, las que
más se distinguen dentro de la esfera de la construcción
colombiana de este período.
De la relación entre el proyecto del Banco
Central Hipotecario, y los arquitectos antes mencionados, surge
una obra antológica que funciona como puente entre la arquitectura
de los años cincuenta y sesenta: la construcción del
barrio El Polo (1957-1963), en Bogotá, bisagra histórica
y de actitudes ante el hecho de hacer arquitectura. Desde el nuevo
discurso lecorbusierano de Samper en el Centro Comunal, pasando
por el racionalismo de los conjuntos de viviendas de las
dos firmas antes mencionadas, hasta los multifamiliares de
líneas curvas y ladrillos bogotanos de Salmona y Bermúdez.
Dentro de esta última línea igualmente
destacan algunos proyectos de viviendas de bajo costo, elaborados
por Salmona y Hernán Vieco -San Cristóbal (1964-1965)
y (1967-1968)-; son bloques multifamiliares en ladrillo aparente,
que obvian el rígido diseño del primer racionalismo
por un dibujo mucho más dinámico.
Por su parte, Bermúdez derivó hacia
una arquitectura de alto costo, caracterizada por un depurado lenguaje
racionalista. Otro arquitecto, Fernando Martínez Sanabria,
también se caracteriza por sus residencias privadas de alto
costo, pero en una apuesta por la reinterpretación de los
lenguajes orgánicos, con un atrayente juego de planos, de
superficies curvas, uso del ladrillo, e integración de lo
construido al entorno.
Otra obra notoria de la arquitectura colombiana
-diseñada por el equipo de arquitectos de la firma Esguerra,
Sáenz, Urdaneta y Samper-, es el Auditorio de la Biblioteca
Luis Ángel Arango, del Banco de la República, en Bogotá.
Sobresale su espacio interior, caracterizado por sus elevadas cualidades
técnicas, acústicas y estéticas. De este grupo
de arquitectos es también el edificio Coltejer, llamativo
bloque de “gran purismo constructivo” que se construyó
en Medellín.
Lo más importante en la esfera de la construcción
de los años setenta es la erección del antológico
Conjunto residencial El Parque (1970-1974), en Bogotá,
obra del mencionado Salmona. En ella, el arquitecto estableció
una suerte de relación visual entre el entorno montañoso
que limita la ciudad, y el escalonamiento y dinámica de trazos
curvos de las tres torres que forman el conjunto. Por sus logros
visuales, este conjunto de ladrillos a la vista, de plantas curvas
escalonadas con terrazas-jardines, deviene en icono referencial
de la ciudad.
Otros conjuntos residenciales que merecen citarse
son El Bosque (1972) y Santa Teresa (1977-1978), ambos
en Bogotá, y obras del equipo de arquitectos Rueda, Gutiérrez
y Morales. Son conjuntos que evidencian el interés de sus
autores por un diseño agradable. También La Calleja
o La Candelaria -del equipo Campuzano, Herrera y Londoño-,
Sorelia (1974-1975) o Brápolis (1976-1977) -de Billy Goebertus
y Juan Botero- y El Polo del Country (1979-1980) -de Brando,
Rueda y Sánchez.
A lo largo del período ha sido característico
de la arquitectura colombiana -de reivindicación a escuela-
el uso del ladrillo. Desde Gabriel Serrano, Fernando Martínez
y Rogelio Salmona, hasta los arquitectos actuales.
Madrid, 2005.
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