Arte
y Arquitectura del Siglo XX. Las Antillas que hablan en español.
Por José Ramón Alonso Lorea.
Sobre una tradición decimonónica
en las artes visuales y la arquitectura, Cuba, República
Dominicana y Puerto Rico se alzan a la modernidad a mediados de
los años veinte con un proceso intelectual que es equiparable
al que por el mismo tiempo se está desarrollando en el resto
de América Latina. Este “alzarse a la modernidad”
en arte y arquitectura significó el deseo de estos intelectuales
de eliminar el acusado atraso estilístico que dominaba en
la región, y fueron a la búsqueda de una actualización
artística y arquitectónica que ya habían iniciado
los europeos desde finales del siglo XIX.
Frente a los academicismos de la época,
el movimiento renovador que surge en estos tres países antillanos
se debatirá entre la asimilación de las corrientes
vanguardistas “foráneas” y la toma de conciencia
de su herencia cultural. Para el artista y arquitecto antillano,
entre lo ajeno moderno y lo vernáculo, se abre un campo de
posibilidades creativas. A partir de la reelaboración de
las formas vanguardistas importadas y de la incorporación
de los elementos vernáculos, nace entonces un lenguaje propio.
Dentro de la primera mitad del siglo XX, estos
tres países van a recibir la influencia de los lenguajes
plástico de Europa, México y los Estados Unidos. De
Europa se toman, principalmente, los modos expresivos del postimpresionismo,
del expresionismo y del surrealismo; ello en los años veinte
y treinta. A finales de la década del treinta y durante los
cuarenta, el movimiento revolucionario mexicano con su máxima
expresión cultural, el mural, será quien ejerza mayor
influencia sobre la producción pictórica de la zona.
Finalmente, a mediados de la década del cuarenta -resultado
de la crisis en que queda Europa a raíz de la guerra-, serán
los Estados Unidos quienes protagonicen el movimiento de vanguardia
internacional. Desde Nueva York, a través de la crítica,
las exposiciones de arte y las revistas especializadas, se orienta
una nueva estética que define la manera de hacer el arte
del momento: el expresionismo abstracto, corriente que sigue la
mayoría de los países del orbe.
En materia de arquitectura, de Europa llegará
el racionalismo alemán -con la difusión de las propuestas
de la Bauhaus- y la estética de Le Corbusier. También
confluirán en estos tres países las variantes del
racionalismo norteamericano -principalmente los lenguajes de Frank
Lloyd Wright y Mies van der Rohe- y la estética brasileña
representada en la figura de Niemeyer.
El lenguaje moderno proveniente de Europa, México
y los Estados Unidos -y Brasil en el caso de la arquitectura-, entrará
en las Antillas a través de tres vías fundamentales:
mediante la publicación de revistas especializadas que dan
cuenta de los últimos acontecimientos teóricos que,
en materia de arte y arquitectura, están sucediendo en Europa
o los Estados Unidos; por la llegada de una serie de profesionales
europeos que, huyendo de la guerra, muchas veces se incorporan al
panorama cultural de los países en cuestión; y por
los viajes de estudios que muchos arquitectos y artistas antillanos
realizan al extranjero.
La década del sesenta abre con una realidad
muy distinta. Entre la Revolución cubana, los movimientos
de liberación nacional, la guerra de Viet-Nam, los procesos
de descolonización, la caída del “muro de Berlín”
y la globalización -que hacen variar las políticas
que influyen en el campo de la cultura-, los países latinoamericanos
(entre ellos Cuba, República Dominicana y Puerto Rico), se
adentran en una nueva etapa de sólo cuarenta años
que resulta convulsa, contradictoria y rica en aportaciones, como
todos los períodos culturales.
A partir de los años sesenta se inicia un
desarrollo de las publicaciones especializadas editadas con mucho
lujo y con una importante crítica de arte que permite el
rápido conocimiento de lo que acontece en el mundo. Se crea
una gran cantidad de galerías que promueven y venden el arte
moderno. De modo que la concepción que existía sobre
la obra de arte varía, pasando a ser éste un objeto
de consumo. Este despliegue de promoción, exposición
y venta del arte consolida sobre la cultura un sistema institucional.
Con un espíritu renovador que se corresponde
con la segunda mitad del siglo XX, esta etapa se inicia con la cristalización
de un arte plástico latinoamericano iniciado a finales de
los años cincuenta, que prioriza los valores universales
en detrimento de los nacionales. Lenguaje en función de explicar
la contemporaneidad y que tiene dos líneas de expresión
fundamentales: por un lado, la nueva figuración -que valora
las estéticas del expresionismo, del pop art, del neorrealismo
y del hiperrealismo- que irradia desde los centros de arte de Estados
Unidos; por otro lado, los lenguajes abstractos -geométricos
o no-, con importantes aportes en el campo de las soluciones del
arte cinético. En todos los casos se abren caminos de experimentación
visual y compositiva que rompen la forma tradicional de hacer la
pintura y la escultura.
Período de grandes contradicciones al fin,
a la par de la consolidación del sistema institucional de
la cultura, esta etapa muestra un profundo cuestionamiento a dicho
sistema, generando una llamada cultura de la subversión y
de la liberación: el artista asume una actitud respecto a
las galerías, a los lenguajes expresivos y a su propia posición
como artista. Se genera un comentario crítico a la realidad
que puede ser parabólico o directo, y cristaliza una cultura
alternativa que se desarrolla paralela e independiente a las exposiciones
en salones, contraponiéndose a la llamada “cultura
oficial”.
Se inician y desarrollan nuevas formas expresivas.
Aparece un “arte conceptual” que se interesa más
por la idea que prefigura a la obra de arte y menos por el objeto
artístico propiamente dicho. De aquí la experimentación
de vanguardia: el “arte de acción” -happening
y performance- que surge como orientación fundamental,
extravertida, como vía de transformación social. Toma
fuerza un lenguaje que pretende fusionar el arte y la vida.
En ambos casos -cultura “oficial” o
“alternativa”, de apología o de rescate-, el
hecho de circunscribirse a sus espacios nacionales hace que dichas
obras se carguen de conceptos y atributos identificadores de sus
respectivas nacionalidades. Finalmente, al cierre del período
–al fin de siglo-, se asiste a la total diversidad y hasta
mixación de tendencias estéticas y a la revalorización
de todo lo acontecido en materia de arte.
Por su parte, la arquitectura, favorecida principalmente
por el desarrollo de las industrias turísticas en el caso
antillano, transformará el ambiente urbanístico y
arquitectónico de la región, sobre todo en las zonas
urbanas donde abundarán las torres de cristal, símbolos
de modernidad y prosperidad económica. En las zonas costeras
proliferará el tipo de arquitectura turística de línea
de playa. No obstante esta generalidad, también existe una
arquitectura de vanguardia que ofrece novedades.
Desde el punto de vista estilístico, la
arquitectura en este período abrirá con la cristalización
de los lenguajes modernos -principalmente el racionalismo norteamericano
en la versión de Mies Van der Rohe, y el brutalismo a lo
Le Corbusier-, y cerrará con la implementación de
las nuevas estéticas postmodernas que, en muchos casos, sobrevalorarán
lo vernáculo y el historicismo.
A partir de un esquema -arbitrario como todos los
esquemas- que excluye las lógicas excepciones, algunas directrices
generales nos permiten conformar el panorama del arte y de la arquitectura
de Cuba, República Dominicana y Puerto Rico.
El arte.
Las artes visuales acusan tres momentos fundamentales,
que corresponden a los períodos de finales del veinte-década
del treinta, finales del treinta-década del cuarenta, y finales
del cuarenta-década del cincuenta. Este primer período
se caracteriza por la entrada de la modernidad bajo la influencia
de las corrientes postimpresionistas europeas. A través de
esos códigos formales -novedosos en América y por
lo tanto irreverentes para sus academias-, se busca la representación
de una identidad, el rescate y afirmación de los valores
nacionales.
Asimilado los lenguajes de la vanguardia europea,
la primera generación de pintores modernos busca la realidad
nacional en sus paisajes, costumbres y personajes. Comienza el estudio
de lo afroantillano, del folklore campesino, del legado indígena
y hasta de la incidencia de la luz solar sobre las cosas. Elemento
a destacar es el hecho de que los artistas, como nunca antes, enfatizan
el carácter mestizo, racial, de sus culturas. Lo cotidiano
y lo popular, por otro lado, devienen en interés del pintor.
La tarea recuperativa del arte en aquel momento fijó su interés
en motivos de la realidad inmediata, fundamentando su carácter
testimonial (Wood). La Gitana tropical del cubano Victor
Manuel y los desnudos de la dominicana Celeste Woss y Gil dan buena
cuenta de estas búsquedas.
En la segunda etapa -años finales del treinta
y década del cuarenta-, se asiste al nacimiento de una segunda
generación de artistas modernos que se avienen con las estéticas
vanguardistas y las soluciones nacionalistas de la promoción
anterior. De hecho, ambas generaciones comparten en ocasiones los
mismo salones expositivos. Este trabajo continuo -con soluciones
expresivas muy personales, que hace bien distinguibles las obras
de estos creadores- permitió la consolidación del
arte moderno, y hasta determinó la creación de una
pintura regional que, en boca de la crítica de la época,
adquirió nombres como “pintura dominicana” o
“escuela de La Habana”.
En estos años, a la par de las corrientes
postimpresionistas que continúan influyendo -amén
de otras referencias como el expresionismo, el cubismo y el surrealismo-,
se hace sentir con mucha fuerza la estética del muralismo
mexicano y su vocación de proyecto social. La creación
del Estudio Libre de Pintura y Escultura en Cuba -donde se enseña
la técnica mural-, la divulgación de las técnicas
del grabado y su uso como arma ideológica y de incidencia
social en el arte de Puerto Rico, testimonian esta influencia.
La composición pictórica del mural
y el esculturalismo de las figuras, es traducido a la pintura de
caballete por los cubanos Mariano Rodríguez y Jorge Arche,
por el dominicano Darío Suro y por el puertorriqueño
Rafael Palacios. Resultado de esta influencia mexicana, destacan
en estos años las obras de los grabadores puertorriqueños
Lorenzo Homar y Carlos Raquel Rivero. Hay un interés por
denunciar la violencia política, y la precaria situación
social y económica de la mayoría de la gente. De aquí
deviene una pintura comprometida con causas que superan la simple
representación de los elementos autóctonos.
Es también la época de los paisajes
urbanos y barrocos de la pintura, donde los elementos tradicionales
de la arquitectura, las artes decorativas y el mobiliario, devienen
en protagónico: destacan en esta línea las obras de
los cubanos Amelia Peláez y René Portocarrero. Es
el período donde la herencia afroantillana ya no es sólo
la representación del negro como raza. Ahora se legitiman,
a través del arte, las creencias, los elementos simbólicos
de la cultura que funcionan a niveles más complejos: personajes,
sucesos y formas oníricas del pensamiento mágico y
religioso de la gente, encuentran un reconocimiento definitivo con
la pintura del cubano Wifredo Lam y del dominicano Jaime Colson.
Si bien es la pintura -dentro de las artes plásticas-
la manifestación que mejor asume este ejercicio de renovación,
la escultura dará algunos destacados ejemplos de estilización
y síntesis: los cubanos Teodoro Ramos Blanco y Florencio
Gelabert, y los dominicanos Antonio Prats y Martínez Luichy,
Dentro de los lenguajes abstractos del quehacer escultórico,
sobresale Agustín Cárdenas (Cuba).
A finales de la década del cuarenta, las
formas expresivas de la pintura figurativa van a evolucionar hacia
la síntesis de las formas -a veces geometrización
de las figuras y los espacios-, lo cual es concordante con el nuevo
estilo internacional que se va gestando: la abstracción.
La década del cincuenta ve aparecer una tercera generación
de artistas que desean integrarse a este discurso más internacional.
Estamos en presencia de la tercera etapa, esa que marca la segunda
gran renovación de la plástica en estos países.
Se sustantiva el deseo -por parte de los artistas- de ponerse al
día con lo más novedoso que se está haciendo
en Europa y los Estados Unidos. Es el enfrentamiento a lo que muchos
creen que es el agotamiento de la figuración -colorista en
algunas zonas, nacionalista en todas- como forma expresiva.
Los códigos abstractos se van a desarrollar
de muy disímiles maneras. Desde el expresionismo abstracto
norteamericano que tanto influyó a un nutrido grupo de jóvenes
pintores cubanos -Hugo Consuegra, Fayad Jamís, Raúl
Martínez...-, hasta las variantes geométricas de la
pintura dominicana, muchas veces ella también de un expresionismo
grotesco, no siempre totalmente abstracto; tales las obras de Eligio
Pichardo y de Paul Gaudicelli. Pasando por la abstracción
concreta, con sus juegos de geometrías y planos de colores:
Sandú Darié (Cuba).
A pesar del carácter internacional de los
modos expresivos abstractos, de las búsquedas formales y
de la liberación de sentimientos interiores que ofrece este
lenguaje, muchas veces se esconde detrás de las obras de
los artistas antillanos las geometrizaciones de referencia precolombina
(Gaudicelli), las estilizaciones y el esoterismo del legado afroantillano
(Cárdenas), y hasta el folklore rural de estos países
insulares (Pichardo).
No sucedió lo mismo en Puerto Rico durante
estos años cincuenta, donde la figuración -a través
de la gráfica- continuó muy viva y en su línea
de indagación social y de sustantivación de valores
nacionales. El estatuto político de dependencia a Estados
Unidos generó un programa cultural de resistencia y de exaltación
de los valores puertorriqueños. Por lo que el discurso de
intención popular aseguró la hegemonía del
arte figurativo.
A la Revolución cubana (1959), en buena
medida, se debió el hervidero socio-político con que
se inició la segunda mitad de este siglo XX. El entusiasmo
y la propaganda de cambio social que emanaron desde la mayor de
las Antillas, fortalecieron las propuestas radicales de la izquierda:
desde el movimiento guerrillero hasta las violentas protestas universitarias.
Como es de esperar, estos avatares sociopolíticos incidieron
en el campo de la cultura.
Entonces las artes plásticas protagonizaron
una “revolución” materializada en la asunción
de lenguajes que se caracterizaron por la libertad de los procedimientos:
igual abstracción que figuración; lo mismo expresionismo
que informalismo; recurriendo a técnicas experimentales como
el ensamblaje y el collage. No obstante la diversidad, predominó
la línea figurativa de carácter expresionista y muchas
veces experimental.
La violencia de la década es palpable en
el expresionismo grotesco, dramático, de la cubana Antonia
Eiriz y del dominicano Ramón Oviedo. Vale recordar que, en
su momento, muchas de estas propuestas artísticas fueron
censuradas por su agresividad y su incidencia en la esfera política-social.
El interés por los temas sociales se aprecia
igualmente en la representación de las mutiladas imágenes
de la clase media puertorriqueña de Mirna Báez; o
en las obras pop del cubano Raúl Martínez, donde se
desmitifican a políticos y héroes nacionales.
Dentro de las estéticas fantásticas
y surreales de esta década, destacan las obras del cubano
Ángel Acosta y del dominicano Iván Tovar. Y se inscriben
dentro de esa línea de interés por los mitos e imágenes
de la religiosidad popular, las propuestas del cubano Manuel Mendive
y del dominicano Fernando Peña. Entre mito y fantasía
se coloca la obra de la dominicana Ada Balcácer. Y no podemos
obviar la siempre polémica referencia erótica, presente
en las obras del puertorriqueño Rafael Ferrer y del cubano
Servando Cabrera.
Por su parte, en estos años sesenta -y también
en los setenta- el diseño gráfico será expresión
plástica muy destacada. Puerto Rico y Cuba desarrollaron
con fuerza este lenguaje. Artistas gráficos como Mirna Báez
y Antonio Martorell -ambos puertorriqueños-, usaron la estampa
para expresar sus propuestas de contenido social. Dentro de la cartelística
de difusión cultural, sobresalen los afiches del boricua
Homar, y de los cubanos Azcuy, Beltrán, Muñoz y Rosgaart.
Las artes plásticas de los últimos
treinta años del siglo se caracterizan por continuar esa
tendencia proclive a la multiplicidad de los lenguajes expresivos;
siendo la figuración el modo de expresión dominante.
Destaca el fotorrealismo de los años setenta que desarrollaron
los cubanos Flavio Garciandía, Tomás Sánchez
y el dominicano Alberto Bass.
A la par de la pintura y la escultura, las experimentaciones
de índole conceptual van ganando fuerza desde los años
setenta. Constituye un arte disidente que se expresa, principalmente,
a través de la creación de instalaciones y de ambientes.
En un principio, los artistas se interesaron por llevar sus propuestas
a la calle, pretendiendo acercar el arte al público. Creaban
situaciones donde hacían participar al espectador en la obra.
Ya en los años ochenta y noventa las propuestas conceptuales
retornan a las galerías y a las salas de exposición.
A las típicas “acciones” plásticas se
suman ahora las experimentaciones multimedias.
En líneas generales, los artistas conceptuales
reflexionan sobre el sentido del arte, su función y lugar
en la sociedad. También desarrollan discursos críticos
en torno a los valores de la sociedad contemporánea, a la
política, a la violencia, al exilio involuntario y a la muerte.
Dentro de estos discursos destacan las instalaciones de la dominicana
Belkis Ramírez, las propuestas del puertorriqueño
Rafael Ferrer y de la cubana Ana Mendieta.
Vinculado a los lenguajes conceptuales, vale destacar
el movimiento artístico de pretensiones sociales que se desarrolló
en Cuba en los años ochenta. Para la crítica especializada,
fue un “renacimiento” del arte cubano después
del “largo túnel oscuro” de los años setenta,
que despertó el interés del mercado internacional
del arte por lo que se hacía en la mayor de las Antillas.
El movimiento terminó con el exilio de un altísimo
número de artistas plásticos, engrosando en buena
medida lo que se ha calificado como la “diáspora”
de la cultura cubana.
La arquitectura.
Por su parte, la arquitectura tiene un comportamiento
muy diferente: industria al fin, responde a los requerimientos tecnológicos,
al desarrollo económico, y a la riqueza del comitente, es
decir, de quien paga la obra. De modo que el arquitecto tiene una
dependencia, muy directa, de los resortes extracreativos.
El esquema sobre la entrada y comportamiento de
la arquitectura moderna en estos tres países puede resumirse
en cuatro grandes etapas:
Hacia la confluencia de las décadas veinte
y treinta, se inicia la primera etapa. En medio del neoclasicismo
y del eclecticismo en arquitectura, arriban los códigos del
movimiento moderno. Dichos códigos parten de los lenguajes
del funcionalismo de Wright -es la acción pionera de Antonin
Nechodoma en sus casas de Puerto Rico y República Dominicana-,
y del purismo constructivo que incide sobre la variante neocolonial
-Eugenio Batista (Cuba)-. En ambos casos, la mixtización
de elementos vernáculos con criterios modernos, presagia
el carácter de lo que será una arquitectura regional
y moderna hacia los años cincuenta. La incidencia del racionalismo
alemán -Bauhaus- y de la estética de Le Corbusier,
se hace ver hacia finales de los años treinta en muchos arquitectos
de la región: Rafael Cárdenas (Cuba), Mario Colli
(Cuba) Sergio Martínez (Cuba) y Guillermo Gonzáles
(República Dominicana).
Hacia los años cuarenta se inicia la segunda
etapa, caracterizada por cierta modernidad avanzada en arquitectura:
es la etapa de florecimiento de los códigos modernos. Como
el racionalismo es una tendencia que en sus inicios no todos asumen
-cosa normal cuando se trata de formas que revolucionan lo que tradicionalmente
se ha hecho-, pues lo que predomina es un comitente privado que
paga la edificación de su residencia. Son los estudios y
las residencias de algunos arquitectos, y la de seguidores y gustosos
de esta corriente. Comienza en estas ciudades la erección
de conjuntos funcionales -edificio Radiocentro (Cuba)-
y de residencias privadas -casa Noval (Cuba).
A través de los viajes de estudios y de
las revistas especializadas, los arquitectos están muy al
tanto de lo que se está haciendo en el extranjero en materia
de arquitectura. Varían -en dependencia de los lenguajes
internacionales- sus criterios constructivos, que van desde lo más
puro del lenguaje lecorbusierano de sus inicios de bloques blancos
sobre pilotes, al brutalismo de la exhibición del hormigón
armado y demás elementos estructurales de la construcción,
que ahora quedan a la vista. Vale destacar que el racionalismo norteamericano
-a través del funcionalismo de Wright y del prestigio de
los arquitecto europeos radicados en Estados Unidos- mantiene una
especial influencia sobre Cuba, República Dominicana y Puerto
Rico.
Muy vinculada al proceso de industrialización,
la arquitectura moderna en estos países consolida su hegemonía
hacia los años cincuenta, pautando la tercera etapa de este
recuento. De este período de bonanza económica se
aprovechan las empresas privadas para la construcción de
torres y rascacielos para oficinas y viviendas. Destacan también
las obras de interés turístico -hotel Hispaniola
(República Dominicana) y cabaret Tropicana (Cuba)-,
los edificios multifamiliares (edificio Solimar -Cuba),
los barrios de residencias multifamiliares y las residencias privadas.
Elemento fundamental de esta década es la
adaptación de la construcción racionalista al ambiente
tropical, con el uso de los quiebrasoles de Le Corbusier. En esta
búsqueda de una arquitectura regional, se desarrolla en este
período un diálogo dialéctico entre las soluciones
formales de la arquitectura moderna, y las soluciones vernáculas
que ofrece la arquitectura colonial. En esta línea desarrollan
sus obras arquitectos como Mario Romañach (Cuba), Frank Martínez
(Cuba), Guillermo González (República Dominicana),
Henry Klumb (Puerto Rico), Osvaldo Toro (Puerto Rico) y Miguel Ferrer
(Puerto Rico).
En los últimos cuarenta años del
siglo XX (cuarta etapa), la esfera de la construcción de
estos tres países iberoamericanos ofrece -además de
las estereotipadas torres de cristal citadinas y las reiteradas
soluciones de función turística, amén de otras
referencias sociológicas para el caso cubano- una arquitectura
de vanguardia.
Arquitectura que aboga por la articulación
de los lenguajes internacionales (racionalismo, brutalismo, postmodernismo...)
con aquellas referencias vernáculas caracterizadas por los
materiales constructivos autóctonos y su adecuación
a la ecología del lugar. Desde la articulación espacio
interior-exterior (sucesión de espacios articulados y cierre
con muros transparentes que tamizan la luz solar y que permiten
la debida iluminación y circulación del aire), hasta
la exuberante vegetación de los espacios interiores, buscando
la integración con la naturaleza. Desde el uso de espacios
porticados que a veces continúan hacia el interior de los
bloques, hasta la articulación de los espacios construidos
a través de áreas verdes y galerías cubiertas
o no, continuas, ondulantes, e incluso zigzagueante, a ratos aéreas.
Desde la adecuación de los bloques a los desniveles del terreno,
hasta la composición plástica de los volúmenes.
Caracterizándose este último por el cromatismo, los
juegos de planos verticales, horizontales y curvos, y los ambientes
recreados gracias al trabajo conjunto de artistas y arquitectos.
Desde el uso de materiales locales como el ladrillo, hasta la utilización
de elementos prefabricados -tanto ligeros como de grande paneles-
que buscan abaratar la construcción e intentar aliviar a
corto plazo la siempre insatisfecha necesidad de la vivienda.
Si tenemos que proponer al lector un recorrido
visual por esta arquitectura de vanguardia, elaborada en la segunda
mitad del siglo XX, lo haríamos desde la clasificación
tipológica y a través de las siguientes obras: dentro
de la tipología de función docente, destacaríamos,
en La Habana, las Escuelas Nacionales de Arte y la Ciudad
Universitaria José Antonio Echeverría. En Puerto
Rico, la Biblioteca de la Universidad Interamericana de
San German y la Escuela Elemental María Libertad Gómez,
en Cataño. Dentro de la tipología de función
cultural, para continuar en similar cuerda, se distingue el Centro
Cultural Juan Pablo Duarte, en Santo Domingo.
Como modelos de viviendas destacaríamos,
en Santo Domingo, las unidades Anabella I y Anacaona
I, los apartamentos de Plaza Galván y las residencias
Costatlántica en Puerto Plata. En Puerto Rico, el conjunto
residencial El Monte en San Juan. También anotaríamos,
de La Habana, la Unidad Vecinal Habana del Este y el Bloque
Experimental de 17 plantas que se alza a los pies del malecón
de esta ciudad.
Dentro de la tipología de función
turística y de recreo, sobresale, en La Habana, el restaurante
Las Ruinas del Parque Lenin, y el Hotel Santiago de Cuba.
En Santo Domingo, el Pabellón del Santo Domingo
Country Club, y la muy citada Casa de Campo La Romana.
En Puerto Rico, el nuevo Parque Municipal de San Juan,
y el centro de recreo El Tuque, en Ponce.
Dentro de una tipología polifuncional si
se quiere, de proyección gubernamental, vale destacar el
elaborado Palacio de las Convenciones de La Habana.
Madrid, 2006. 
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