ARTE RUPESTRE EN PUNTA DEL ESTE, CUBA. panorama histórico-crítico.
Por José Ramón Alonso Lorea.
“La isla de Pinos fue descubierta en 1494,
por el ilustre navegante y descubridor del Nuevo Mundo Cristóbal
Colón, quien la denominó Evangelista. Los indios cayos,
guanacabibes o ciboneyes que la habitaban desde mucho antes del
descubrimiento la llamaban Camarcó” (sic, Dr. Eduardo
F. Lens y La isla olvidada, 1942).
Primeras referencias.
Los primeros datos que tenemos de las cuevas de
Punta del Este, Isla de Pinos, hoy Isla de la Juventud, Cuba (lám.1),
se recogen en 1903 por Charles Berchon, geógrafo francés,
en su libro A través de Cuba (1910). En este libro el autor
reseña brevemente la descripción de la cueva que hiciera
el Dr. Freeman P. Lane: “gruta profunda de 50 pies con bóveda
agujereada en chimenea y paredes adornadas de dibujos indios”
(1910 :215). Catorce años más tarde, en 1917, el ingeniero
C. N. Ageton recoge, en su Guano de murciélago en Cuba, cuatro
planos de grutas, una de ellas pertenece por su descripción
topográfica, a la llamada “Cueva de Isla”, hoy
Cueva Número Uno de Punta del Este (Núñez Jiménez,
1947 :215).
No es hasta 1922 que se logran las primeras informaciones
de interés arqueológico, con la visita que efectuara
a la cueva Fernando Ortiz, quien en su reporte oficial del 24 de
mayo asegura el descubrimiento de los restos de un “templo
precolombino”, con sus consiguientes derivaciones “prehistóricas”:
“la identidad de su civilización con la occidental
de Cuba probablemente ciboney”, así como la “unidad
etnográfica de estos pobladores con los de América
continental”.
El Dr. René Herrera Fritot (1938) reproduce,
íntegramente, el primer reporte oficial de la Cueva Número
Uno, efectuado por Fernando Ortiz el 24 de mayo de 1922. En este
asegura Ortiz que, en un futuro informe dará “cuenta
de la localización del monumento arqueológico, de
los objetos, pinturas, etc”. Con toda certeza, este informe
es el documento manuscrito, de puño y letra de Fernando Ortiz,
que me tocó en suerte hallar en el Archivo Literario del
Instituto de Literatura y Lingüística (ILL) de La Habana
y que nunca fue publicado. Más adelante en este texto veremos
que los Drs. Fritot y Royo no tuvieron conocimiento del mismo. El
análisis de dicho informe manuscrito, Isla de Pinos. Los
descubrimientos arqueológicos, constituye la segunda
parte de esta investigación. Junto a un estudio preliminar,
notas, planos y dibujos, presenté esta obra inédita
en la Conferencia Científica Luces y sombras en la historia
de América por el Bicentenario de la Fundación de
la Sociedad Patriótica de Amigos del País (1793-1993).
Bajo el título de Ortiz y la Cueva del Templo o el inédito
informe de Don Fernando, presenté el mencionado estudio
(ver láms.2 y 3).
Al
parecer, desde el mismo momento del descubrimiento, Ortiz se dio
a la tarea de su estudio. En la propia carta que en mayo de 1922
presentó a la Academia de la Historia de Cuba anotó:
“Estoy actualmente estudiando, clasificando e interpretando
algunos de los objetos hallados así como las pictografías
que se conservan”. Sin embargo, durante más de diez
años se vio prolongado este estudio.
Pienso que el carácter inquisitivo con que
Ortiz se enfrentaba a la investigación, así como la
escasez (en aquellos años) de estudios arqueológicos
de esta índole en Cuba, hayan conspirado en la demora de
dicho informe. El mismo Ortiz aseguró en su comunicación
a la Academia de la Historia lo siguiente: “Aún habré
de tardar algún tanto en ultimar el trabajo, no tanto por
lo breve del tiempo que mis ocupaciones me permiten dedicar a esos
agradables estudios, como por la necesidad de un cuidadoso análisis
comparativo,
que requiere una muy amplia base de documentación extranjera,
aquí no siempre fácil de adquirir”.
De ello da fe el cablegrama que, desde Washington,
envía Ortiz en septiembre de 1923 a la Academia de la Historia
de Cuba (y que me participara el colega Reynaldo Funes del CEHOC
en La Habana): “Ruégale, comunique, Academia de la
Historia próxima sección, que obtenido Buró
Etnologia Smithsonia Institute verifique, pagando gastos, expedición
arqueológica Cueva con pinturas indias por mí descubiertas
en Isla de Pinos año pasado, según participé
Academia. Irá como jefe sabio arqueólogo Fewkes. También
probable Heye Foundation Nueva York envíe Harrington. Estimo
conveniente, para Cuba participe, que Academia me comisione desde
ahora para representarla, libre gastos. Otros detalles trataré
sesión octubre. Ruégale respuesta cable, sin publicidad
noticias” (sic). Para mal de estos estudios, y no sé
ahora las razones, dicha expedición arqueológica nunca
llegó a efectuarse.
Por nota de su libro Las cuatro culturas indias
de Cuba (1943), sabemos que en 1929 Ortiz vuelve a visitar la
cueva. De aquel viaje queda como testimonio la fotografía
que le sacara al emblema “flechiforme” rojo del “Motivo
Central”. Por lo que parece, de las publicadas, es la fotografía
más antigua realizada a dibujos rupestres indocubanos (ver
lám.4).
Conforme a la relación que hiciera René
Herrera Fritot, “tenemos noticias de que, después del
Dr. Ortiz, visitó esta cueva el doctor Carlos de la Torre,
y según nos asegura el morador de la misma, Sr. Isla, ‘recogió
muchos objetos’, que abundaban dispersos por el suelo de la
misma (...) dicho Profesor no ha publicado sus observaciones en
esta visita, ni el Museo Montané, en el que laboramos desde
hace dieciocho años, ha recibido dato alguno sobre estos
hallazgos” (1938 :33).
Por mi cuenta, he intentado averiguar sobre la
existencia, a saber, de alguna documentación que relacione
dicha visita a la cueva, y nada he hallado. No me queda más
que sumarme al criterio de Herrera Fritot de “hacer esta breve
mención, que no quisimos olvidar por tratarse de tan alta
figura científica de nuestra Patria” (ibidem).
Tres años después aparece una nueva
y muy sugestiva referencia sobre la cueva. Según Núñez
Jiménez (1975), es una historia narrada y publicada por el
Dr. Salvador Massip bajo el título de “En la isla del
tesoro”, aparecida en el Diario de la Marina, La Habana,
a.100, No.167, del 16 de junio de 1932. Al Dr. Massip le llega la
relación por boca de un tal teniente Gómez.
Cuenta el episodio de un nombrado Dr. Topsius,
al parecer alemán, que estudió de manera “cuidadosa
y paciente” los litogramas de la cueva. Durante una semana
estuvo “tomando notas y copiando dibujos. Estudió también
varias formas pétreas, que según se afirma, fueron
hechas por los indios, pero que el teniente Gómez que ha
estado allí varias veces, atribuye a la naturaleza”.
Relata además que el Dr. Topsius “mostró
mucho empeño en comprobar si el día 21 de marzo un
rayo de sol que penetra por un agujero del techo va a parar al centro
de una piedra redonda situada en el centro de la caverna. ‘¿Lo
comprobó?’, pregunto al teniente. La familia que habita
la cueva dice que sí; lo cual es muy digno de atención,
porque el 21 de marzo corresponde, precisamente, al equinoccio de
primavera”.
Resulta interesante que este Dr. Topsius, al igual
que Ortiz unos años antes y los Drs. Fritot y Núñez
después, relacione los dibujos con algún tipo de interpretación
astrolátrica. En la página 76 de Cuba: dibujos
rupestres, el Dr. Núñez, geógrafo y experimentado
explorador, desarrolla esta idea. Pero un lamentable e incomprensible
error se plantea: de forma confusa se describe la “aparente
carrera” que va realizando el sol sobre el horizonte en cada
orto. En este recorrido aparencial del sol del este-noreste al este-sureste
se tiene en cuenta el equinoccio de primavera, cuando es al de otoño
al que le corresponde. Este equívoco se cita nuevamente,
de forma íntegra, por Gerardo Mosquera en la primera parte
de su libro Exploraciones en la plástica cubana :47-48.
Además, en el libro de Núñez, al fundamentar
esta idea, se muestra en la página 223 una fotografía
de la boca de la Cueva Número Uno vista desde el interior
con la siguiente nota a pie de página: “El solsticio
de invierno visto desde el lugar que ocupa la pictografía
central de la Cueva Nº Uno de Punta del Este”. Quizás
sea un error de apreciación mía (puesto que no he
hecho la observación in situ), pero, siguiendo esta teoría
de la posición del sol y la incidencia de los rayos solares
sobre los dibujos a través de la entrada de la gruta, por
la posición del sol en el extremo norte de dicha entrada,
es al solsticio de verano y no de invierno que corresponde la posición
del astro.
Definitivamente, de los estudios de este Dr. Topsius
nada más se ha logrado saber, aparte de la nota de Massip.
Como apunta Mosquera, “nunca volvió a saberse del doctor
Topsius, desaparecido de la misma misteriosa manera como surgió.
El enigmático personaje no ha podido ser identificado, ni
han podido hallarse tampoco referencias sobre el resultado de sus
investigaciones”(1983 :27).
Pero la historia del Dr. Topsius trasciende ahora
el hecho arqueológico. Cuando leo estas memorias en la obra
de Núñez de 1975, y como suelo hacer, me remito a
la fuente, asombrosamente no encuentro el relato de Massip en el
Diario de la Marina. Dentro de la gran carpeta que archiva
los Diarios de la Marina de 1932 en la hemeroteca de la Biblioteca
Nacional José Martí, leo y releo en la página
dos, uno, cuatro..., busco en los días 16, 15, 17..., en
junio , mayo, julio, agosto... y nada.
Unos días después, buscando ampliar
la información sobre las cuevas de Punta del Este, me encuentro
con dos nuevas situaciones sobre el relato referido. En un artículo
aparecido en la revista cubana Bohemia, año 73, No.1,
de enero de 1981 y titulado “Enigmas de Punta del Este”,
su autora, Gladys Blanco, hace referencia a la historia del Dr.
Topsius, aparecida, según anota, en la misma fuente que mencionara
Núñez pero del año 1923. Por otro lado, en
el trabajo “Un enigma con posibilidades de solución:
la cultura de los círculos concéntricos”, publicado
en la revista Santiago, de la Universidad de Oriente, Cuba,
No.67, diciembre de 1987, su autor, Martín Socarrás
hace mención de la historia que nos ocupa. Anota a pie de
página que la misma se halla en el periódico El
Mundo, La Habana, junio 16 de 1932. Como vemos, Topsius se rehusa
a ser comprendido.
De regreso a la hemeroteca de la Biblioteca Nacional,
consulto las carpetas Diario de la Marina. Nuevamente la
del año 1932 y también la del año 1923. También
examino la carpeta del diario El Mundo de 1932, bastante
destruida por cierto, y nada. La búsqueda es infructuosa.
Parece ser que el Dr. Topsius intenta convertirse en un gran enigma
para la historia arqueológica de Punta del Este o, simplemente,
se esconde a mi pesquisa.
En octubre de 1937 un grupo de especialistas, entre
ellos los Drs. René Herrera Fritot y Fernando Royo Guardia,
organizan una excursión arqueológica al sureste de
la entonces Isla de Pinos, teniendo en conocimiento la existencia
de la cueva pictografiada.
Según el Dr. Fernando Royo Guardia: “A
mediados del año 1937, supe por el Sr. César Cagigas,
de una cueva con pictografía en la Isla de Pinos. Comuniqué
la noticia al Dr. René Herrera Fritot (...) pronto adquirimos
la convicción de que la citada cueva era la misma que en
1922, visitara el Dr. Fernando Ortiz, y más tarde el Dr.
Carlos de la Torre, cayendo luego en el olvido, porque de sus interesantes
y valiosísimos ideogramas no se había hecho interpretación
alguna, salvo la del Dr. La Torre de estimarlas como manchas producidas
por la humedad, y la del Dr. Ortiz considerándolas como manifestaciones
de la religión astrolátrica de la población
pinareña prehispánica” (1939 :289).
El Dr. Fritot por su parte anotaba: “En el
año pasado, un amigo nuestro, el Sr. César Cagigas,
nos informó la existencia de una cueva con dibujos en colores,
en Isla de Pinos, brindándose a llevarnos al lugar. Como
el Dr. Ortiz no había indicado el lugar de su descubrimiento,
sólo suponíamos, por ser en la misma Isla de Pinos,
que se tratare del mismo” (1938a :40). Y en ese mismo año
anotaba Fritot en el Boletín Bibliográfico de Antropología
Americana, en México, que el Dr. Ortiz “hasta hoy
parece no haber llegado a conclusiones definitivas sobre el pueblo
que trazó estos dibujos” (1938b :107).
Sin
embargo, con relación a la localización del hallazgo
arqueológico y sobre el pueblo que trazó estos dibujos,
vale apuntar, sobre la nota de Fritot, que Ortiz sí señaló
el lugar de su descubrimiento, así como la paternidad de
estos dibujos. Ello aparece en el mapa de la Isla de Pinos que publica
en su libro de 1935 Historia de la arqueología indocubana
(segunda edición refundida y aumentada). En la zona que Ortiz
llama “Cabo del este”, dibuja tres signos que, en la
simbología arqueológica creada por él y Ernesto
Segeth representan, respectivamente, a una región de cultura
ciboney, con enterrorio y pictografías (ver lám.5).
En sus informes de 1938 y 1939, Herrera Fritot
hace una descripción detallada de los dibujos. Presenta el
plano de la cueva con la situación de las pictografías
más visibles, a escala y enumeradas y con un total de102 conjuntos pictóricos (ver láms.6 A y B).
De estos conjuntos pictóricos describe las
características formales más sobresalientes. Como
dato adicional señalo las diferencias en cuanto a las descripciones
de la cueva, exactamente al número de claraboyas en el techo
de la misma y al total de dibujos que aparecen en ambos trabajos
que, sobre esta exploración, publica Fritot en 1938 :45-46
y en 1938b :50.
Sobre los mismos señala que “es de
suponer que existieron otros tantos más, que han desaparecido
cubiertos por una gruesa capa de hollín (...) producida por
la cocina de un leñador” (Fritot, 1938b :106). Se hace
necesario apuntar que a la altura de esta fecha, ya la cueva se
encontraba mutilada en gran medida. La entrada había sido
dinamitada y obstruída
por una caseta fabricada por un leñador, la cual ocupaba
gran parte del recinto cavernario. Además, una buena cantidad
de los dibujos, como bien anotara Fritot, al parecer, habían
desaparecido.
La Cueva Número Uno de Punta del Este había
sido habitada por familias de carboneros, así como el notable
-para esta historia- señor Antonio Isla, el cual, con su
cocina de carbón, había cubierto de hollín
gran parte del techo de la cueva y por tanto dañado los dibujos
realizados en esta zona. Sobre esta situación escribió
Fernando Ortiz en 1943: “El sol bañaba al amanecer
ese dibujo central, cuando estaba sin obstruir la entrada de la
cueva. Así lo vimos nosotros en Abril de 1922 (...) por toda
la bóveda, entonces limpia de humo” (:127).
Según apuntó Ortiz en sus fichas
manuscritas e inéditas sobre Punta del Este: “El lector
podrá bien suponer cómo los pobladores civilizados
de la gruta habrán destrozado las reliquias de los desaparecidos
salvajes, que primitivamente la poblaron, y es muy posible que más
de un daño hayan producido; y que por ello no estén
en la cueva aún las vasijas, utensilios, armas e ídolos,
que allí debió de haber, sin duda. Pero así
ha sucedido con casi todas las cavernas pobladas por aborígenes,
abiertas a los embates del tiempo, y a los más rápidamente
destructores de la curiosidad ignora y de la superstición
inculta”.
“No obstante, la mayor ofrenda al templo
indio no fué obra de malvados piratas ni de filibusterios
sin entrañas, ni fué de pescadores inciviles ni tampoco
de contrabandistas incultos y supersticiosos, sino de hombres que
aspiraban a servir su respetable sed de riquezas, a veces medios
científicos también, aunque con bien poca ciencia
usados”.
“Unos fueron los explotadores del guano de
murciélago, que debió antaño cubrir buena parte
de la gruta, y que hasta hace pocos años llenaba aún
la galería del fondo. Otros hubieron de ser buscadores de
tesoros, de los crédulos que más de una vez han visitado
las cavernas de nuestras costas, especialmente las de Isla de Pinos
y el Mar Caribe, y que, nos consta, aún las siguen visitando
en pesquisa infructuosa de los arcones con oro, herencia de los
piratas”.
“Unos y otros removieron el suelo de la caverna,
arrasaron con todos los sedimentos, restos y objetos muebles de
los antiguos pobladores, y hasta quebrantaron el reposo de sus muertos,
que allí descansaban; y todo lo echaron afuera. Sólo
quedaron de los indios piedras, caracoles y restos de utensilios
que no llamaron la atención de los excavadores, los tragaluces
y las pinturas que cubren las bóvedas del templo”.
“Pero otros, que no los aboneros y desenterradores
de tesoros, fueron acaso los que más malamente profanaron
el sagrado recinto”. “Muy pocos años hace aún,
cuando la fabulosa prosperidad económica de Cuba, causada
por la gran guerra (de 1914, JRA), surgía a cada instante
empresas aventureras, y no pocas de éstas dedicadas á
la minería”.
“Algunas hubo en Isla de Pinos, entonces
de halagüeñas perspectivas, al amparo de cuyo crédito
otros quisieron nacer. Y en los calcáreos “dientes
de perro” de Punta del Este, y precisamente
en la cueva que nos interesa, hubo quien quiso simular burdamente
las posibilidades de una mina de hierro, arrojando en ella unas
pocas piedras parasitosas que aún se encuentran, con el propósito,
según fácilmente parece deducirse, de engañar
a incautos suscriptores de capital. Y es lo cierto que persiguiendo
el enriquecimiento rápido allí fueron algunos, atraídos
por la denuncia minera, y deseando profundizar algo, con lo que
pensaban que podía ser yacimiento metalífero, y levantar
algún peñasco que asomaba sus grietas en el suelo
de la gruta, hicieron reventar en ella unos barrenos de dinamita,
que lanzaron a lo alto pedruzcos y rocallas, que a manera de potentes
martillos y sinceles quebraron en no pocos lugares el revestimiento
calcáreo de la bóveda, arrancándolo y rompiendo
las pinturas con que los artistas indios trabajosamente ornamentaron
su templo subterráneo” (sic, Ortiz, fichas manuscritas).
En 1945 anotaba Pichardo Moya sobre la misma situación:
“Los sueños de Punta del Este, más de una vez
alterados violentamente por el hombre actual en busca de tesoros
y minerales y las paredes ennegrecidas por el humo de los hogares
modernos allí instalados, con las pictografías fácilmente
dañables al parecer -Ortiz pudo ver en 1922 dibujos que en
1938 no encontró Herrera Fritot- ofrece una base poco firme
para cualquier interpretación” (1990 :69).
Procedencia y paternidad de los dibujos.
Fritot intenta en todo momento dar interpretaciones
figurativas, debido a su idea preconcebida de que los Taínos
-horizonte cultural de pueblos agroalfareros insulares, descendientes
del tronco etnolingüístico aruaco continental- pudieran
haber sido los hacedores de estos dibujos. Porque la belleza y seguridad
en los trazos, así como las certeras proporciones logradas
le hacían pensar que sólo el grupo aborigen más
desarrollado desde el punto de vista socioeconómico, era
capaz de tales conquistas en el orden de la cultura espiritual.
Aseguraba que “las pictografías en rojo y negro, que
profusamente cubren sus paredes y techos, hubo que considerarlas
ajenas por completo a ese pueblo primitivo (ciboney, JRA), por la
perfección de sus trazos y características especiales,
quedando así establecido una incógnita para dicho
lugar, de difícil solución” (1939 :307). Con
este autor se inicia el grupo de investigadores que no reconocen
para estos dibujos la paternidad ciboney que Ortiz ya le había
dado.
No obstante anotaba que la “diferencia más
medular entre los trabajos pictóricos o grabados taínos
que conocemos y las pictografías de Punta del Este estriba,
a mi juicio, más en su técnica, en esa profusión
de líneas perfectas, circulares y equidistantes, que en su
complejidad relativa al reproducir la figura” (1939 :311).
Los asentamientos humanos de la “prehistoria”
en Punta del Este, convivieron en un nicho ecológico rico
desde el punto de vista de sus posibilidades naturales explotables.
Esta situación parece haber propiciado una larga estancia
de aquellos antiguos en la zona. Según Fritot, “la
búsqueda nos dió un abundante material arqueológico,
que si tenemos en cuenta lo recogido por los doctores Ortiz y La
Torre, en sus visitas anteriores, demuestra que ha sido un rico
yacimiento, que acusa una población ciboney numerosa, o de
un largo período de establecimiento. Esto último es
lo más probable, a juzgar por los diferentes estados de conservación
entre los objetos de concha” (1938 :50-51).
Según el documento manuscrito de Ortiz,
Isla de Pinos. Los descubrimientos arqueológicos, fueron
encontrados, en aquella primera excursión de abril de 1922,
objetos de piedra que, por las huellas de uso que presentan, aparentan
ser percutores, majaderos, morteros, puñales, piedras horadadas,
cuentas de piedra, sumergidores de red y piedras de encajadura.
De la misma forma, objetos de concha consistentes en probables puñales
y puntas de lanza, caracol con dos horados presumiblemente para
enmangarse, cuentas de concha, gubias, cucharas y graseras. Menaje
todo recogido en la superficie y que pertenece al Ciboney, un horizonte
cultural de pueblos preagroalfareros insulares de los cuales todavía
se polemiza en torno a su procedencia.
Las excavaciones que posteriormente se realizaron
suministraron -según Fritot- “un abundante material
arqueológico típicamente perteneciente al ajuar ciboney,
es decir, de la cultura más inferior de la Antillas (...)
rústicos percutores, piedras planas de bordes cortantes y
unas pocas astillas o lascas de sílice sin retocar, (...)
restos de las conchas de los moluscos strombus gigas, cassis madagascarensis
y otros muchos con perforaciones típicas en el ápice,
(...) vasijas de concha y gran cantidad de gubias de borde cortante,
muy típica de esta cultura (...) Estas excavaciones aportaron
una buena cantidad de tres nuevos tipos de útiles ciboneyes,
ellos son la cuchara (...) el plato (...) y el pico (...) No se
encontró un sólo objeto de la cultura taína”
(1938c :107), situación que origina, en Herrera Fritot, la
necesidad de buscar por toda la región cercana a la cueva,
a fin de encontrar las evidencias de algún asentamiento taíno,
con lo que quedaría demostrado que estos sólo utilizaron
la cueva como templo de adoración al “astro-rey”.
No obstante, Fritot fue prudente ante los hechos
arqueológicos que se le presentan al afirmar que: “Aunque
me inclino por ahora a una procedencia taína, reconozco que
la incógnita ‘permanece aún en pie’ y
estoy siempre dispuesto a rectificar dicha inclinación si
otra hipótesis más plausible se me presentare”
(1939 :308).
A partir de la expedición protagonizada
por Fritot, aparecen diversos estudios y análisis de procedencia
y paternidad sobre estos ideogramas. Entre ellos figuran importantes
personalidades de nuestra ciencia arqueológica como: Fernando
Ortiz Fernández, Fernando Royo Guardia, José Antonio
Cosculluela y el propio René Herrera Fritot.
Ortiz mantiene en todo momento la idea de atribuir
los dibujos a grupos arcaicos. Y se deja convencer por el ajuar
arqueológico que de estos pueblos se ha encontrado en Punta
del Este. Lo cual precisa en su trabajo Las cuatro culturas indias
de Cuba: “La cueva de Punta del Este en Isla de Pinos puede
considerarse probablemente como de la cultura ciboney o tercera,
si bien no puede excluirse en absoluto que corresponda a la cultura
segunda o guanajatabey” (1943 :39).
Para Royo Guardia las obras pertenecen a un grupo
de americanos precolombinos llegados accidentalmente a la isla.
Es decir, a grupos del continente con una cultura “superior”
a la taína. No convencido por las evidencias arqueológicas
encontradas en la cueva, apunta -en su artículo El misterio
secular de la cueva de Punta del Este- lo siguiente: “si en
el piso de la cueva sólo hallamos instrumentos típicamente
ciboney (desconociendo los objetos recogidos por los Drs. La Torre
y Ortiz), es señal de que la ocupación ciboney fué
posterior, habiendo sido adaptada la cueva como habitación
a causa de sus excelentes condiciones, y quizás por el detalle
de su orientación al Este (...) es lógico suponer
que las pictografías no son ciboneyes, lo que también
está de acuerdo con el grado de cultura atribuído
a ese pueblo” (Guardia, 1939 :295).
Opuesto a la paternidad taína que le confería
Herrera Fritot, argumentó contra esta dos aspectos: “La
situación de la cueva de Punta del Este, tan alejada de los
centros de población taína” y el hecho de no
encontrarse en sus alrededores “objetos de dicha cultura”
(1939 :286). Y concluía con la siguiente afirmación:
“Descartadas en principio las culturas taínas y europeas,
y definitivamente la ciboney, la aruaca y la africana, sólo
nos queda considerar a un grupo étnico desconocido, ajeno
a las culturas propias de Cuba, como probable autor de las pictografías
de Punta del Este. Sin embargo, en ninguna de las numerosas obras
que he podido examinar, he hallado reproducciones semejantes: hasta
el momento son únicas (...) Me inclino a considerarlas como
obra de un grupo de americanos precolombinos, llegados accidentalmente
a la isla” (Guardia, 1939 :298).
Por otra parte Antonio Cosculluela, en su trabajo
inédito Las culturas indocubanas y su relación con
las pinturas rupestres de la cueva de Punta del Este en la Isla
de Pinos (presentado en la Comisión Nacional de Arqueología
y referido por Fritot y Guardia en sus textos de 1939), aseguraba
que “no es posible fijar con certeza la filiación cultural
de las pinturas de la cueva de Punta del Este” (en Fritot,
1939 :308). Cosculluela afirma que los dibujos acusan cierta capacidad
de ejecución y una técnica análoga a la de
Maguá, Santo Domingo. Sin embargo, y tomando partido al lado
de Royo Guardia, anota que desconcierta su aparición en una
cueva tan alejada del centro cultural taíno. Y por otra parte
descarta el origen ciboney, según sus propias palabras, “por
lo tosco y rudo de sus implementos, la falta de elementos suficientes
para ejecutarlos y el enorme contrastre entre las arcaicas manifestaciones
de su arte”, además de “lo pobre de su industria
compuesta de instrumentos de trabajo ineficaces, para la delicada
labor de la pintura” (en Fritot, 1939 :310).
Sobre el trabajo de Cosculluela vale recordar lo
que afirmaba Rafael Azcárate y Rosell en Las culturas indocubanas
y su relación con las pinturas rupestres de la Cueva de Punta
del Este en la Isla de Pinos. Por J. A. Cosculluela, “el Sr,
José A. Cosculluela, Presidente de la Sección de Arqueología
Aborigen de la Comisión, ha escrito con ese epígrafe
un trabajo muy notable (...) Impreso tendrá unas cien páginas”
(1939 :62). Dicho trabajo nunca fue publicado.
Sobre el hecho de la distancia planteado por Cosculluela
y Guardia, el propio Fritot anotaba en 1939: “Pero es que
esta observación sería aplicable a cualquier otra
cultura: si quedaba lejos para los Taínos, que dejaron asientos
precisos en Cienguegos y cerca de La Habana (...) qué no
sería para otros pueblos de la América Central, por
ejemplo” (1939 :312-313). En este mismo año Fritot,
a modo de conclusión para tan apasionada e infructífera
polémica esgrimía la siguiente posición: “Creo
de todos modos, que poco adelantaremos con hipótesis más
o menos refutables, y que el problema permanece aún en pie
(...) mientras no encontremos algo idéntico en pictografías
o grabados, o los implementos que necesariamente tuvo que poseer
este pueblo o grupo” (1939 :314).
Sobre este último detalle aseguraba: “Hemos
buscado inúltilmente, por la cueva y sus alrededores, las
vasijas o instrumentos que sirvió para la trituración
y preparación de estas pinturas. Sólo encontramos
una especie de morteros o cazuelas de travertina, que pudieron servir
para esos usos, pero no presentan huellas del colorante” (Fritot,
1938 :38-39).
En realidad, la idea que manejaban estos investigadores
-excepto Ortiz- consistía en la imposibilidad de que grupos
culturales con un ajuar material muy primario, pudieran lograr concepciones
simbólicas tan avanzadas en cuanto a su elaboración.
Se perdía de vista -como anotara Mosquera- que las magníficas
“obras” parietales del Franco-Cantábrico pertenecían
a los grupos paleolíticos poseedores de un “tosco”
instrumental lítico, es decir, se caía “en el
automatismo de establecer una igualdad mecánica entre el
nivel de desarrollo de la base material y la importancia de las
manifestaciones superestructurales” (Mosquera, 1983 :39).
Todavía, seis años después,
en 1945, Felipe Pichardo Moya anotaba en su libro Caverna, costa
y meseta, lo aventurado de atribuir dichas pictografías a
pueblos guanajatabeyes o ciboneyes. Pues según él,
la falta en Cuba de testimonios indios de esta clase lo hace muy
difícil.
Nuevos hallazgos.
En 1944 fue conocida la tesis de Roberto Pérez
de Acevedo, el cual aseguraba el origen de las pictografías
debido a la circulación de las aguas subterráneas;
tesis que fue corroborada por él, después de visitar
dicha cueva, para plantear entonces que existían dibujos
naturales y artificiales, y que de los primeros, los indios se basaron
para realizar los segundos (Núñez Jiménez,
1947 :216 y 233).
Para rebatir esta tesis que negaba el carácter
antrópico de los dibujos, en el mismo año se unieron
el grupo Guamá y la Sociedad Espeleológica de Cuba
a fin de estudiar la cueva. Llegaron a la conclusión de que
los dibujos habían sido realizados por “manos inteligentes”.
En este mismo año de 1944, a consecuencia de un mal tiempo,
algunos marineros para guarecerse vivieron algunos días en
el interior de la Cueva Número Uno y dañaron considerablemente
algunos de los dibujos. Sobre ello anotó Núñez
Jiménez: “a la luz de las lámparas de gasolina
contemplamos el desagradable espectáculo de la casi total
destrucción de las pictografías de esta gruta (...)
Hasta la bellísima serpiente ha desaparecido y muchos de
los dibujos no son ya la sombra de lo que eran hace sólo
dos años” (1947 :221-222).
En esta expedición fue igualmente descubierta
la Cueva Número Dos, con diez pictografías semejantes
a las de la Cueva de Isla o Número Uno y situada a sólo
unos ciento cincuenta metros al norte de esta última.
Después de realizar algunas excavaciones
superficiales, al decir de Núñez Jiménez, descubrieron
“una gubia en el interior y dos más frente a la cueva,
casi a la entrada, así como varias piezas de caracol de la
cultura Guanajatabey” (1947 :228).
Dos años más tarde, en 1946, se realiza
una nueva excursión a la Isla. En esta expedición
y “aprovechando indicaciones expresadas por Morales Patiño
sobre la posibilidad de la existencia de otras cuevas con pinturas
en ese lugar, lo recorrieron comprobando esa sospecha” (Patiño,
1946 :13). Se descubre la Cueva Número Tres, aproximadamente
a cuatrocientos metros de la Cueva Número Uno, con un buen
número de estos dibujos.
En la propia espelunca se encuentran “picos
y otros artefactos guanahatabeyes incrustados en la caliza, probando
la antigüedad de su establecimiento en Punta del Este”
(Núñez, 1947 :228).
Con respecto al descubrimiento de tres cuevas en
la región indoarqueológica y al ordenamiento de las
excursiones científicas realizadas en dicha zona, revelamos
algunas notas que, al respecto, acota Ortiz en su notas manuscritas.
Según este autor:
“En la primera excursión efectuada,
la de Abril (de 1922, JRA) se descubrieron tres cavernas en Punta
del Este, y en ellas algunos ciertos restos del arte indio”.
“Las cuevas, para darle un nombre, por el
orden de su importancia arqueológica, que a la vez lo es
de su exploración, eran llamadas Cueva del Templo, Cueva
del Taller y Cueva Gacha”.
“...lo más interesante del descubrimiento
arqueológico fué la gran cantidad de pinturas en la
Cueva del Templo. En las otras dos cavernas, no hallamos ninguna,
bien que una más acusiosa exploración pudiera llegar
a rectificar este criterio, aunque tuvimos empeño en hallarlas”
(sic. Ortiz, notas manuscritas).
Como vemos, Ortiz realmente descubre tres espeluncas
con huellas de asentamiento indígena. No hay dudas de que
la Cueva del Templo, como la llamara Ortiz, es la propia Cueva Número
Uno. Me pregunto si la Cueva del Taller y la Cueva Gacha (por su
cercanía a la cueva inicial) pudieran coincidir con algunas
de las pictografiadas cuevas Número Dos, Número Tres,
Número Cuatro o Cueva de Lázaro, todas pertenecientes
al complejo arte parietal de la zona. Si bien en la Cueva del Taller
y la Gacha, no encontraron ninguna pintura, Ortiz aclara que “una
más acuciosa exploración pudiera llegar a rectificar
este criterio” .
En su informe de 1947 el Dr. Núñez,
quien participara en las exploraciones de 1944 y 1946, toma posición
al lado de las interpretaciones hechas por Fritot, Cosculluela,
Royo y Pichardo. No acepta la relación entre el ajuar del
pueblo guanajatabey o ciboney que ha sido encontrado en la cueva
“con la cultura que trazó los seculares círculos
concéntricos” (1947 :216). Llega a plantear inclusive
que los guanajatabeyes, “que arrastando una vida de miserables
recolectores, nunca llegaron a un grado capaz de producir semejantes
concepciones artísticas” (1947 :239).
Después de realizar algunas comparaciones
formales entre los pictogramas de las cuevas de Punta del Este,
con otros dibujos o petroglifos de Surámerica, fundamentalmente
de Venezuela, concluye con la siguiente nota: “No creemos
que los taínos, los ciboneyes o los guanatabeyes fueran los
autores de estas manifestaciones artísticas de Punta del
Este”, y más adelante asegura: “Hasta ahora si
no se nos muestra lo contrario, creemos que los autores de las pictografías
pineras vinieron por la vía marítima desde las costas
venezolanas” (Núñez, 1947 :240).
Más tarde, en 1967, lograron encontrar otra
cueva pictografiada, las que sumaron cuatro al complejo arte parietal
de la zona.
En otras expediciones dirigidas por Núñez
Jiménez (1959), tuvo lugar el descubrimiento de un enterramiento
de huesos humanos teñidos de rojo. Fragmentos de un frontal
y mandíbula en la Cueva Número Dos. Se trata de los
llamados enterramientos secundarios, evidente muestra de la preocupación
de estos antiguos hombres por la vida después de la muerte.
Pues al proveer de “nueva sangre” a los huesos, con
ello los dotaba de nueva vida. Un acto, quizás, de magia
homeopática o ley de semejanza, como le llamara Frazer (1972),
donde lo semejante produce lo semejante; donde una vida imaginal
engendra (o extiende) la vida natural.
Ramón Dacal y Milton Pino, en 1967, realizaron
una serie de excavaciones en el lugar y hallaron numerosos fragmentos
de hematita, fuente del colorante rojo utilizado para la realización
de los dibujos en la cueva y para teñir los huesos del enterramiento
secundario. Además, se encontraron algunos morteros que presentan
manchas de color, por lo que se deduce que fueron utilizados para
triturar dichas piedras tintóreas; evidentes muestras de
implementos “que necesariamente tuvo que poseer este pueblo
o grupo” para la realización de dichos dibujos y que
años atrás buscara Fritot.
Según el propio Núñez, tuvo
la suerte de encontrar “el único ejemplar lítico
con evidente trabajo humano prolongado: un majadero de feldespato
alterado, que por las huellas de pintura roja que poseía,
sirvió evidentemente para triturar la roca de donde los aborígenes
extraían y molían el óxido de hierro, materia
prima de donde obtenían el rojo para dibujar sus pictografías”
(1975 :87).
Posteriormente, en 1972, el arqueólogo José
Manuel Guarch Delmonte también descubrió una buena
cantidad de restos humanos pintados de rojo en la Cueva Número
Uno; en total dos de niños y tres de adulto. En los mismos
“no se advierten deformaciones artificiales en los cráneos”
(Núñez, 1975 :70), elemento que delata su no pertenencia
al horizonte cultural taíno. Los descubrimientos antes mencionados
evidencian la función funeraria de estas cuevas.
Por otra parte, las excavaciones que se realizaron
frente a la Cueva Número Uno, demostraron -al decir de Núñez
Jiménez- “una ocupación humana consistente en
fogones de piedras con cenizas y restos de carbón y de alimentos
univalvos marinos y terrestes (...) valvos, fragmentos de pescado,
de mamíferos, de jutías (...) y de manatí (...)
quelonios (...) majaes (...) crustáceos (...) equinodermos”
(1975 :86), muestras de una dieta fundamentalmente costera, que
augura el tipo de producción a la que se dedicaba este grupo
humano: la recolección costera.
A partir de la década del cincuenta, las
exploraciones que se realizaron en territorio pinero acusan la presencia
de los diseños de líneas concéntricas circulares
-hasta ese momento exclusivos de Punta del Este- en diversas zonas
de la isla, ya alejadas de las cuevas objeto de este estudio: las
grutas de Puerto Francés y de Caleta Grande, ubicada esta
última en la costa suroccidental de la Isla de Pinos; la
Cueva de los Alemanes y la Cueva del Indio, esta última localizada
en la región norte de la isla. Comienza así a ampliarse
la geografía de los círculos concéntricos que
se extenderán, en posteriores descubrimientos, hacia el territorio
cavernario de la isla de Cuba.
Le corresponde a los Drs. Rivero de La Calle y
Orlando Pariente el orgullo por haber descubierto, en 1961, los
primeros motivos de líneas concéntricas circulares
en la isla de Cuba, exactamente en la Cueva de Ambrosio, en la costa
norte de la provincia de Matanzas.
El texto de Núñez, Cuba: dibujos
rupestres (1975), es uno de los resultados de estos trabajos exploratorios.
Libro que, por vez primera, resume gráficamente las cinco
regiones pictográficas fundamentales que en aquel momento
se habían detectado. Es evidente que Isla de Pinos será
una de las zonas pictográficas de mayor importancia, en particular
la región de Punta del Este, junto a Guara, Habana-Matanzas,
Caguanes y Sierra de Cubitas.
Pintura ciboney: la razón de Ortiz.
Esta ya abundante información sobre las
pinturas rupestres cubanas permitieron afirmar a Núñez
que estábamos “en posición de conocimientos
como para intentar la identificación cultural o étnica
de los primitivos artistas que dibujaron las pictografías”
(1975 :55). Y agrega más adelante: “Junto a la más
notable expresión rupestre del archipiélago cubano,
la Cueva Número Uno de Punta del Este, en Isla de Pinos,
aparecen los rústicos artefactos de conchas de la cultura
Guayabo Blanco, con escasísimos ejemplares de piedra tallada
toscamente, lo que no debe sorprendernos si tenemos en cuenta que
los maravillosos frescos de Altamira y de Lascaux en España
y Francia, respectivamente, son obras de pueblos paleolíticos
que todavía no dominaban ni la cerámica ni el pulimento
lítico” (1975 :55-56) y continúa: “lo
que nos induce a pensar positivamente que esos restos arqueológicos
(...) y los dibujos mencionados, son obra de un mismo pueblo (...)
que de acuerdo con la nomenclatura general que hemos utilizado (...)
llamaríamos Guayabo Blanco” (1975 :59).
De modo que los ciboneyes, como creyera Ortiz cincuenta
años atrás, ciboneyes Guayabo Blanco como anotara
Núñez, fueron los hacedores de estas maneras simbólicas
de representar el mundo.
En posterior publicación realizada por Núñez
(1985), se da a conocer diferentes locaciones de Cuba, de las Antillas
en general, y de América continental, principalmente de Venezuela,
donde se repiten algunos de los motivos realizados en las cuevas
de Punta del Este. Tal es su libro El arte rupestre cubano y su
comparación con el de otras áreas de América.
En el mismo se reportan cinco nuevas zonas pictográficas
del archipiélago cubano: Costa Suroccidental, Sierra de los
Órganos, Banes, Baracoa y Costa Suroriental. Sin embargo,
como los murales pictóricos de Punta del Este, en particular
su Cueva Número Uno, todavía no conocemos otro sitio.
El modo en que aquel pueblo se expresó en dicha cueva, continúa
siendo atípico dentro del contexto del arte rupestre mundial.
El preagroalfarero y un fechado relativo.
Nuevas teorizaciones encaminan estos estudios.
Para la comprensión global de la cultura aborigen de Cuba,
se hace necesario consultar el texto de los profesores Ramón
Dacal Moure y Manuel Rivero de la Calle, titulado Arqueología
aborigen de Cuba (1986). Presenta este el decursar histórico
de la arqueología en Cuba, así como las características
etnográficas de las tres etapas generales que el Dr. Ernesto
Tabío y Palma había establecido: preagroalfarero,
protoagrícola y agroalfarero. Este proyecto de clasificación
cultural fue presentado en la Cuarta Jornada Nacional de Arqueología
en Trinidad, provincia de Sancti Spiritu, Cuba, 1979, con el objetivo
de lograr una periodización de las indoculturas a partir
de la base económica, determinada a través de las
evidencias arqueológicas de los sitios estudiados. Esta clasificación
comprende todas las denominaciones etnoculturales que los diferentes
autores habían dado.
El texto, además, anota importantes consideraciones
sobre el arte pictográfico de Cuba y su relación con
el horizonte cultural preagroalfarero (guanahatabey, guanajatabey,
ciboney, siboney, ciboney aspecto Guayabo Blanco, ciboney aspecto
Cayo Redondo, complejos I y II; regían algunas clasificaciones
precedentes) que comprende las siguientes características
generales: cazadores, recolectores de moluscos marinos y terrestres.
Se incluye en esta etapa desde los pobladores más antiguos
del archipiélago cubano -se otorgan fechas tentativas que
rozan los 8000 años AP (Martínez y otros, 1993), JRA-
cazadores y recolectores con una industria de piedra lascada de
gran tamaño. Habitaron todo el archipiélago y fueron
desarrollando su tecnología, especialmente en piedra, de
la que han quedado piezas de gran belleza. Desarrollaron ampliamente
la industria de la concha, creando infinidad de artefactos, algunos
de los cuales fueron utilizados por grupos aborígenes posteriores,
como la gubia de concha. Tenían un arte pictográfico,
generalmente abstracto, geométrico y no geométrico.
Sus manifestaciones aparecen en decenas de cuevas del archipiélago
cubano. Se considera que llegaron hasta la época de la conquista
española en zonas costeras, en algunos cayos, y en la parte
más occidental de Cuba. Eran de baja estatura, de cráneos
pequeños, muy redondeados y no practicaban la deformación
craneana (Dacal y Rivero, 1986).
Los sitios más representativos de los preagroalfareros,
coinciden con los monumentos pictográficos de mayor relieve.
En este orden se atiende a la homogeneidad de la tipología
estilística de estos dibujos, que están constituidos
fundamentalmente por formas abstractas, muy diferentes del arte
pictográfico y rupestre de los grupos agroalfareros, donde
la figuración se hace más evidente.
Este análisis, en alguna medida, evidencia
también la paternidad de los grupos preagroalfareros de Punta
del Este sobre los dibujos parietales allí realizados. Aunque
siempre mantengamos en reserva la relativa independencia que existe
entre el dibujo rupestre y las evidencias materiales encontradas
en el suelo, cuestión que anotan los autores del libro de
forma muy clara: “La pictografía como es natural, no
forma parte de las capas naturales, que se han de encontrar en el
sitio que se estudia, haciendo de esta forma que, la determinación
sobre la contemporaneidad de una pictografía con un grupo
humano determinado y la posibilidad de que este grupo haya sido
el autor de estos dibujos, tenga que ser inferido por vías
de la apreciación indirecta. Esto, por excelente que haya
sido el método aplicado siempre está sujeto a modificaciones
de acuerdo a los criterios que se utilicen” (Dacal y Rivero,
1986 :98).
No obstante, un fechado realizado por el método
del carbono-14 al material osteológico preagroalfarero encontrado
en el suelo de la Cueva Número Cuatro, acusa una antigüedad
de 1100 años AP, a sea, 850 años DNE. Aunque posiblemente
sean bastantes más antiguos, pues la contaminación
natural de estos huesos, principalmente por la vía del agua,
así lo permite deducir (Núñez, 1975 :89).
Esta fecha resulta comparable -al decir de Rivero
de la Calle- “con los obtenidos en otros sitios que son estilísticamente
parecidos entre sí” (1987 :477). Se hace necesario
la realización de un estudio de tinturas y cronología
a los dibujos, método directo que sí podría
establecer relaciones de contemporaneidad entre los mismos y un
grupo humano determinado, así como sus posibles hacedores.
El sacrilegio de la nueva imagen.
Prácticamente nada se ha publicado sobre
aquellos trabajos de “rescate” que se realizaron en
la Cueva Número Uno de Punta del Este al finalizar la década
del sesenta. Sólo conozco una breve referencia en la revista
Bohemia y un breve texto que, sobre esta restauración, publicaron
sus autores casi diez años después. Tengo la impresión
que mecanismos extracientíficos han hecho acallar tan polémico
tema.
No debo ignorar aquella primera referencia que
-en un lenguaje supuestamente proletario y guevarista- apareció
en Bohemia en el mismo año de la restauración bajo
el epígrafe: “los arqueólogos de la Academia
de Ciencias realizan un trabajo voluntario rudo e importante”
(Villares, 1969). Pues aquí se describen escenas que, más
que aclarar, suscitan mi alarma. Se leen notas como estas: “Cubos
de agua, escobillones, salfumante: instrumentos de trabajo de los
arqueólogos en la Jornada de Girón”; o que “la
espesa capa de hollín se resiste incluso al ácido
clorhídrico y a los detergentes sobre amplios espacios donde
los arqueólogos han encontrado, en las primeras semanas de
trabajo cerca de 70 nuevas pictografías”.
Sobre la localización de las nuevas pinturas,
vale aclarar una extraña curiosidad (tanto que no debe pasar
por alto): los nuevos dibujos se hallaron, luego de la restauración,
fuera de la zona ahumada que dibujara Fritot en su plano de 1937.
Para mayor claridad de este asunto, vuelva el lector a observar
el plano de Fritot, el nuevo plano de la cueva que realiza Núñez
en 1970, y la superposición de ambos esquemas que hacemos
nosotros.
Los nuevos dibujos -casi la totalidad de ellos-
se hallan al fondo de la cueva y hacia la porción sureste.
Situación al parecer un tanto insólita si pensamos
que, por el plano que nos dejara el mismo Fritot, se evidencia que
dominaba todos los espacios de la gruta y, sin embargo, no reportó
la más mínima huella de pictogramas en esta porción
de la espelunca. Una cueva que, por demás, se mantiene totalmente
iluminada por la entrada de luz natural por sus siete claraboyas
y una amplísima entrada de nueve metros que mira al este.
También pudo ser que Fritot, inexplicablemente,
no dibujara en su plano toda la porción humada que cubriría
entonces casi el cincuenta por ciento de la gruta. Lo cierto es
que casi la totalidad de los nuevos dibujos se encontraron fuera
de la porción ahumada delimitada por Fritot. Es decir que,
contrario a lo que tradicionalmente se afirma en la literatura arqueológica,
prácticamente ninguna de las pinturas se encontró
dentro de dicha porción ahumada.
Siguiendo con Villares, asegura éste más
adelante: “Todos manejan escobas, bastos cepillos, cubos de
agua, como si deshollinaran una enorme chimenea”. Realmente
este señor parece describir algo más que labores de
restauración sobre una de las más importantes obras
simbólicas del arte rupestre indoantillano. ¿O es
que su crónica se parapeta tras una velada crítica?.
No lo entiendo. Eso sí, el lector bien puede observar las
sacrílegas huellas de los “bastos cepillos” sobre
la superficie caliza de la cueva y, sobre estas huellas, el repinte.
Antes de la restauración, estábamos
seguros de que la capa de hollín guardaba a su sombra un
secreto rupestre. Al arrancar dicha capa, junto con esta se esfumó
el secreto.
Según los autores de dicha restauración,
estos trabajos se realizaron en dos etapas: “la primera, a
mediados de 1967 por espacio de 30 días y la segunda, a principios
de 1969, por un espacio también de 30 días”
(Rodríguez y Guarch, 1980 :165). Es decir, sobre una considerable
cantidad de esta pictografías, en un espacio cavernario de
veintitantos metros de ancho por otros tantos similares de profundidad,
se trabajó, tan sólo, en 60 días. Y ello sumado
a las “tareas de excavación, lavados de paredes y techos,
tomas fotográficas de todo el proceso, calco de las pictografías,
restauración del piso de las cuevas -con acarreos de piedras,
arena y tierra-, saneamiento de paredes y techos, limpieza de los
mismos de letreros y hollín, rectificación de los
calcos y restauración de las pictografías” (ibidem
:167).
No en balde el crítico de arte Gerardo Mosquera
afirmaba lo que “molesta el aspecto falso, como de ‘acabados
de salir del horno’, que presentan los repintados en 1969:
hubiera sido preferible protegerlos y respetar su apariencia original”
(1983 :36). Y para nuestro disgusto hoy contamos -o descontamos-
con un elevado número de imágenes repintadas sobre
antiguos originales.
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Pero no sólo se alteró “su
apariencia original”, también fue adulterado el componente
químico de los pigmentos utilizados. Según el propio
Núñez los “dibujos se retocaron con óxido
de hierro (para los rojos, JRA) y los negros con óxido de
manganeso. Posteriormente pudimos conocer que las pictografías
de este último color fueron trazadas por los aborígenes
en esa cueva con carbón vegetal mezclado posiblemente con
alguna grasa” (1975 :72). Por suerte para todos, “se
tuvo el cuidado de dejar algunos dibujos rupestres sin retoque alguno,
precisamente para que en el futuro pudiesen servir mejor de estudio.
Es el caso, entre otros de la gran pictografía número
diez, una de las mejores conservadas de la espelunca” (ibidem).
Por todo lo antes expuesto, siempre he sido del
criterio de trabajar con estos murales apoyándome, casi únicamente,
en aquella documentación existente que fuese anterior a las
labores de restauración. Por lógica, algo se hace
evidente: soy enemigo, irrestricto, de todo tipo de restauración
directa sobre pinturas parietales aborígenes. Y más,
cuando no se cuenta con las técnicas suficientes para lograr
un resultado adecuado.
Ciudad de La Habana, enero de 1991.
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