A nueve décadas de una obra trascendente, Cuba before Colombus de Mark R. Harrington, 1921.
Por Pablo J. Hernández González.
A la llegada del arqueólogo Mark
Raymond Harrington a La Habana, Cuba contaba con treinta y
nueve años de práctica científica e institucional
en el campo de los estudios de arqueología y antropología
prehistóricas. Desde 1875, profesionales de las ciencias
-formados en universidades europeas- habían venido
introduciendo conceptos y taxonomías de la prehistoria
a los resultados de exploraciones de campo y a las colecciones
formadas alrededor de los vestigios de la más antigua
presencia humana en el archipiélago cubano. Justamente
su inicial presencia, en febrero de 1914, debía su
razón a una entrevista celebrada, algo antes, entre
Luis Montané Dardé, profesor de Antropología
y conservador del Museo Antropológico de la Universidad
de La Habana, con el arqueólogo Teodoro de Booy, del
Museo del Indio Americano de Nueva York, y donde el primero
estimuló a su colega norteamericano a practicar un
reconocimiento por las comarcas orientales de la Isla, donde
abundaban las reliquias de la etapa taína de la prehistoria
de Cuba. Montané, en 1891 y 1902 -así como su
colega catedrático Carlos de la Torre en 1890-, había
colectado un importante número de cráneos, vasijas
de alfarería y otro menaje lítico de las gentes
neolíticas descritas por los cronistas indianos.
De Booy reconoció ciertas franjas
costeras al este de Santiago de Cuba, con pleno apoyo de sus
colegas cubanos, y de regreso a Nueva York alentó a
M. R. Harrington, entonces conservador auxiliar de la colección
Americana del Museo de la Universidad de Pennsylvania, a tomar
a su cargo el estudio de los sitios arqueológicos cubanos
según le había sugerido Montané. El aliento
institucional para el proyecto lo habría de proporcionar
la Heye Foundation, mantenedora del Museo del Indio Americano,
al que se restituiría Harrington -pues había
sido parte de su cátedra científica entre 1908
a 1911- al poner en práctica su formal expedición
a Cuba en enero de 1915. De la revisión de su obra
sabemos que previamente, en febrero y luego entre octubre
y noviembre de 1914, entró en contacto con las más
conspicuas figuras del medio antropológico cubano,
que serán fundamentales para orientar sus esfuerzos
científica y socialmente, recabar las asistencias gubernamentales
y académicas, y asegurar logísticamente los
esfuerzos de las excavaciones en remotas comarcas como las
de Baracoa y Maisí. En tal propósito serán
decisivos los apoyos de Carlos de la Torre y Luis Montané,
como cortésmente refiere el arqueólogo visitante
a lo largo de su monografía, así como otra serie
de personas de diversos medios e intereses.
La expedición principal se extendió
entre enero y diciembre de 1915, y se centró en la
parte oriental de la montañosa provincia de Santiago
de Cuba, con excavaciones y reconocimientos muy provechosos
en las citadas comarcas de Baracoa, Maisí y algo en
el litoral, en Jauco, Siboney y Santiago de Cuba. Durante
el último mes de su estancia en la Isla, se practicaron
estudios de prospección en la occidental provincia
de Pinar del Rio, escasamente estudiada por los investigadores
y que las crónicas marcaban como un refugio de las
más primitivas gentes que moraban el país para
el siglo XVI. Aquí estuvo en el valle de San Juan,
en el conchero de Cayo Redondo, y en la región cárstica
de Viñales. Si los sitios excavados en Baracoa habían
ofrecido numerosos argumentos para identificar contextos artefactuales
de filiación neolítica, similares a La Española,
aquellos entrevistos en la más occidental región
cubana, le pusieron en contacto con restos de una cultura
muy elemental y diferente a lo conocido entonces en las Antillas
Mayores. A lo largo de la primera parte de la obra, en particular
en los capítulos VI al XII, se ofrecen los detalles
correspondientes con especial precisión analítica
y una prosa ágil y muy amena de seguir.
Tras la normalización de la actividad
intelectual norteamericana, luego del final de la Primera
Guerra Mundial, Harrington encabeza una nueva misión
científica a sitios arqueológicos de Cuba, financiada
por la Heye Foundation. Durante la primavera y verano de 1919
volvió a trabajar en Baracoa, y practicó excavaciones
preliminares en depósitos y cuevas de Los Remates,
Cabo de San Antonio y La Güira, en la región de
Guane, Pinar del Rio. El lector podrá constatar las
opiniones del autor sobre la menos conocida -arqueológicamente
hablando entonces- de las provincias cubanas, si revisa lo
expuesto en los capítulos XIV al XVIII.
Cuba before Colombus, cuya redacción
y publicación de su primera parte resulta, aun para
un observador de nuestra época, un ejercicio de lograda
celeridad, recibió excelente acogida no sólo
en el ámbito arqueológico norteamericano, donde
causó sensación, sino entre los colegas cubanos,
cuya información y asistencia fueron decisivos en la
exitosa culminación del proyecto del Museo del Indio
Americano en la Isla. Así, en una opinión vertida
a escaso tiempo de la publicación de la obra, Fernando
Ortiz le consideraba como un ejercicio facilitador de “…una
síntesis del estado de la etnografía prehistórica…”
de Cuba, tanto como “señalado servicio a la ciencia
cubana (…)”. Además, por su método
y conclusiones resultaba una ineludible introducción
a cualquier acercamiento científico a los primeros
tiempos de la presencia humana en la Isla.
|
Harrington, Mark
R. Cuba before Colombus. Indian Notes and Monographs.
Heye Foundation, New York, 1921. |
Esta obra, vale recapitular, se componía
de dos partes. La primera, publicada en Nueva York, en 1921,
como parte de la serie Indian Notes and Monographs del Museo del Indio, en dos volúmenes, consta de una
lograda introducción histórica e historiográfica
sobre los estudios de la prehistoria cubana protagonizados
hasta 1914, y seguida de los informes de excavaciones alentadas
en el oriente y occidente de Cuba en tres temporadas de campo.
Esta porción fue traducida y publicada, por iniciativa
de los antropólogos Fernando Ortiz y Arístides
Mestre, en única edición castellana en La Habana,
en 1935.
|
Cuba antes
de Colón e Historia de la arqueología
indocubana (traducción de Cuba before
Columbus de Mark R. Harrington por Fernando Ortiz
y Adrian del Valle, e Historia de la arqueología
indocubana de Fernando Ortiz en su segunda edición,
refundida y aumentada). Colección Libros Cubanos,
La Habana, Cuba, 1935. |
Como el propio Harrington apunta en su presentación,
la segunda parte -que no apareció en las ediciones
mencionadas- debía dedicarse a un exhaustivo estudio
arqueológico y etnográfico de las culturas aborígenes
de la Isla, en particular la arawak o taína, pero sin
descartar los elementos culturales más remotos. El
texto incluiría un amplio y detallado análisis
de los especímenes colectados en el Oriente de Cuba,
con profusión de ilustraciones y gráficas.
Lo publicado, no obstante, ha conseguido
mantenerse como texto referencial para el conocimiento de
las culturas prehispánicas de Cuba y las Antillas,
y un depurado ejercicio metodológico por espacio ya
de nueve décadas de su publicación. Uno de los
asuntos más vigentes de la obra de Harrington es su
demostración de la presencia de dos culturas arqueológicas
en la Isla: una muy antigua y paleolítica que denomina ciboney, y otra, neolítica, de filiación
arawak y revelada históricamente, calificada como taina. Harrington, en su capítulo XIX, dedicado
a la explicación de su hipótesis tipológica
de la prehistoria cubana, reconoce que ya en 1904, J. W. Fewkes
había sospechado tal posibilidad del estudio de las
colecciones cubanas, que tendían a justificar apreciaciones
-en ocasiones no siempre muy entendibles- que aparecían
en las primeras obras de los historiadores de Indias de los
siglos XV y XVI. Citaba también a Carlos de la Torre
y su entendimiento de las analogías y diferencias entre
los grupos neolíticos de Cuba con respecto a los de
otras Antillas, según expresaba en su manual de estudios
históricos publicado en 1900. Nos llama la atención
-no obstante que Harrington compartió información
arqueológica y posiblemente criterios clasificatorios
con el fundador de los estudios prehistóricos en Cuba,
el doctor Luis Montané- no registrase el que correspondió
a éste último, unos treinta años antes
y tras sus andanzas exploratorias de 1888 y 1891por las prometedoras
comarcas arqueológicas extendidas desde las sierras
de Sancti Spiritus a las de Baracoa y Maisí, quien
formuló, a partir de reliquias culturales y osteológicas,
la existencia de dos definidas etapas prehistóricas
en la Isla de Cuba, aquella muy arcaica y esta, agrícola
y ceramista. Las indagaciones del arqueólogo norteamericano,
aplicando métodos y criterios de otra época
y escuela, confirmaban tales apreciaciones formuladas a la
luz de los conocimientos que se manejaban en el reducido,
pero informado y creativo medio científico de los primeros
tiempos de la Cuba republicana.
Harrington, en su generalización del
capítulo XX, abunda en ciertas opiniones de una oportuna
contemporaneidad, como cuando sostiene las razones científicas
en las que erige su periodización de la prehistoria
cubana, pero que distancia de toda pretensión axiomática
al observar que “…al considerar estos problemas
debemos recordar que no se trata de una población de
condición estática, sino (…) de pueblos
en activo movimiento”. Y más adelante, “…descubrimos
vestigios de dos distintas clases de indios para distinguir
a los cuales se precisa encontrar apropiados nombres (…)”.
Mas que, como ha proliferado en la arqueología cubana
por espacio de casi medio siglo, involucrarse en interminables
y adjetivadas “conceptualizaciones” plagadas de
prefijos y sufijos de dudosa historicidad, o montarse culturas
ignotas y novedosas sobre mixturas teóricas ora deterministas
ora eclécticas en el mejor de los casos, y en el peor,
sobre restos tan elusivos como fragmentos de cerámica
burda o presuntos instrumentos musicales de hueso, nuestro
investigador pareció preferir las más directas
definiciones sujetas a ciertas correcciones que estimo necesarias.
Así, su ciboney correspondería a “(…)
Una clase, bastante más primitiva en cultura, había
vivido de un confín a otro de la Isla (…)”,
en tanto que los horticultores tainos, constituían
“(…) la clase de más avanzada cultura cuyos
vestigios se encuentran principalmente en la extrema parte
oriental de Cuba…”.
La etapa de los más antiguos pobladores
del archipiélago cubano está marcada por “…un
pueblo rudo y atrasado…”, cuyos implementos y
utensilios colectados resultan tan groseros, “…que
no han atraído la atención…”, y
que existían para la época de la llegada de
los castellanos. Su presencia se extendió por toda
la latitud de la Isla, “con pequeñas variaciones
locales…”, intuyendo así las subclasificaciones
del ciboney arqueológico que estarán
en boga en el medio siglo subsiguiente. Gentes cavernícolas,
asociados con restos de fauna extinta en “determinados
lugares” (uno de los tópicos más curiosamente
pendientes en las indagaciones de los investigadores aún
hoy día), y con una inequívoca ubicación
en la estratigrafía de los depósitos conocidos.
Su decisión de emplear el término ciboney por combinación de los hallazgos materiales y los etnónimos
discernibles en las fuentes documentales disponibles, ha resultado
seminal para las clasificaciones de los momentos más
tempranos de las poblaciones insulares, y por lo general aceptados
por los estudiosos que le siguieron, inclusive en nuestra
época. Con notable profesionalismo relaciona las hipótesis
de Montané (1904, 1906 y 1917) con sus propios estudios
de campo en diversas estaciones prehistóricas cubanas,
y propone una secuencia de ocupación de la Isla que
adelanta e intuye la secuencia de frontera cultural ciboney/taíno,
que parece encerrar conceptualizaciones que aclararía
seis décadas más tarde Irving Rouse (1988).
Curiosa y moderna es su propuesta de asociar estos grupos
tempranos con la ocupación de espeluncas, propuesta
que ampliaría más adelante Felipe Pichardo Moya
(1941).
Su comparación entre depósitos
o montículos concheros -con artefactos de piedra y
concha- hallados en la península de la Florida y aquellos
del cabo de San Antonio, en el extremo occidental cubano,
le hacen confirmar la propuesta adelantada por Fewkes sobre
posibles contactos entre pobladores antiguos de los cayos
floridanos y los de las costas occidentales de la Isla. Sugiere
así una posible vía de origen “…
de las bandas de ciboneyes de Cuba (…)” (Véase
cap. XX, pag.19).
La cultura taína, cuyos orígenes
sitúa en la región noroeste de Sudamérica,
por asociación lingüística y contenido
etnográfico, es tipificada como de “… larga
permanencia en el extremo oriental de Cuba…”,
pero que para el momento de la llegada de los conquistadores
se habían extendido “… por lo menos a lo
largo de la costa sur…”, hasta porciones del occidente.
Para ello se funda en un contraste analítico entre
las colecciones artefactuales existentes en museos cubanos
y norteamericanos y los resultados de sus excavaciones, con
las referencias etnohistóricas. Para Harrington constituye
“… la más avanzada cultura encontrada en
Cuba…” y se confiesa seguidor de los cronistas,
antropólogos y coleccionistas que le precedieron, asociándolas
con otras Antillas Mayores, si bien acota la diferencia entre
los restos materiales taínos procedentes de
sitios cubanos y de otras islas de la vecindad, “(…)
alcanzando un más alto grado…” de organización
social y depuración artística en La Española
y Puerto Rico. De sus trabajos en la región oriental
de Cuba, confirma observaciones ya adelantadas por estudiosos
cubanos y extranjeros, en especial Montané y De la
Torre, sobre la analogía tipológica de los yacimientos
de esa región con los de la vecina Haití, “(…)
Por lo tanto, los que construyeron los artefactos que representan
la cultura cubana avanzada pueden llamarse taínos.”
(Véase capitulo XX, pags.10 y 19).
Sus apreciaciones le llevan a contrastar
y confirmar la evidencia documental etnohistórica,
y si bien Cuba contó con una población taína casi al mismo tiempo que se pobló Jamaica, afirma que
“… nuestras investigaciones demuestran que la
verdadera cultura taína no obtuvo una sólida
posición en Cuba oriental hasta una centuria, poco
más o menos, antes del descubrimiento…”
y que su florecimiento puede ser aún algo más
tardío. Ciertos fechados radiocarbónicos obtenidos
por exploradores y arqueólogos -en especial de la Universidad
de Oriente y la Academia de Ciencias- durante el último
cuarto del siglo XX, confirman la sagaz apreciación
de Harrington.
Otro interesante criterio clasificatorio
le hace asociar, con “… nuestras más evidentes
pruebas…”, que los cráneos con deformación
fronto-occipital hallados en las remotas comarcas orientales
de Baracoa y Maisí, pueden ser vinculados con la cultura
arqueológica taína. Al combinar sus
estudios en el terreno con las apreciaciones de otros colegas
contemporáneos trabajando en sitios de Haití
y una lectura cuidadosa de las crónicas indianas, le
permite sostener que “… dondequiera que hallamos
esqueletos enterrados en lugares típicamente taínos
(…) los cráneos fueron siempre del tipo aplastado
(…)”. Una serie de observaciones sobre la alfarería
con decoraciones antropomorfas, el instrumental lítico
y los idolillos cubanos, le llevan a negar la hipótesis
popularizada entre ciertos autores antillanos de la segunda
mitad del siglo XIX, de analogar los cráneos deformados cubanos con los asociados
a las poblaciones caribes históricamente presentes
en las Antillas Menores. (Véase cap. XX, págs.
9 a la 13).
En la obra de Harrington merece una breve
mención el espacio conferido a la obra de investigadores
desaparecidos o contemporáneos, de los que se nutrió
su proyecto investigativo en la Cuba de la segunda década
del siglo XX. De los autores cubanos es bastante amplia la
referencia que recogen sus primeros capítulos, enfocados
a presentar el estado de la cuestión que le ocupa.
Resulta pertinente mencionar tres de los más influyentes
en su familiarización con un ámbito arqueológico
muy alejado de sus experiencias previas en la prehistoria
y etnografía del continente norteamericano. El primero,
Antonio Bachiller y Morales, cuya Cuba Primitiva (1883) es valorada como sapiente referencia, y en particular
para la demostración de la asociación existente
entre los cráneos deformados artificialmente y el menaje
cultural taíno en contextos de Cuba y otras
comarcas antillanas. Si bien el arqueólogo de la Heye
Foundation admite que no siempre se halla en sintonía
con todas las conclusiones presentadas en el antológico
libro del finado erudito cubano.
Su deferencia intelectual con Luis Montané
es palpable, pues reconoce la influencia de éste en
buena parte de los precedente estudios científicos
de la arqueología cubana, en particular los tempranos
hallazgos efectuados en Sancti Spiritus, Baracoa y Maisí,
así como el más contemporáneo hallazgo
en la Ciénaga de Zapata. Como hemos mencionado, correspondió
al catedrático de Antropología de la Universidad
habanera el haber facilitado al mentor de Harrington, De Booy,
“… una información tan sugestiva referente
al distrito de la extrema parte oriental de Cuba, cerca del
cabo de Maisí…”, que sería el detonante
de la primera presencia del joven investigador en 1914. Este
último, quien escudriñó y celebró
las colecciones del museo de la Universidad de La Habana,
nombrado Museo Montané en homenaje a su anfitrión,
opinó que Montané era autor de estudios de campo
y conferencias científicas de importancia. En su recuento
de las obras contemporáneas, cita los informes que
acerca del célebre hallazgo de Sancti Spiritus se presentaron
a nombre de la ciencia cubana en congresos internacionales
celebrados en París (1904), Mónaco (1906), Buenos
Aires (1910) y Washington (1917), tanto como el informe de
excavación sobre el conchero funerario de Guayabo Blanco
(1913).
Otro notable académico cubano, Carlos
de la Torre, resulta sujeto de reconocimiento por Harrington,
tanto por su indispensable función como contacto oficial
con la Universidad de La Habana y las autoridades gubernamentales
que apoyaron las misiones del Museo del Indio Americano en
sus varias temporadas. Además, le nota como fuente
consecuente, por sus estudios de campo en las regiones orientales
de la Isla a finales del siglo anterior, su actividad académica
e investigativa de la cual destaca una esbozada clasificación
que distingue entre caribes y taínos,
tanto como la presencia de “tribus más atrasadas”
en el extremo más occidental de la Isla. Sin embargo,
no comparte el generalizado empleo del término ciboneyes aplicado en su Manual de Historia de Cuba (1900),
sin permitirse matices, por parte de De la Torre, y para todos
los grupos culturales de la prehistoria cubana.
En lo que concierne a los colegas norteamericanos
que le precedieron, si bien el listado se inicia desde la
breve observación cubana de E. Squiers en 1860, nota
que iniciado el siglo XX es que ciertos arqueólogos
de los Estados Unidos comienzan a mostrar atención
hacia la prehistoria de Cuba, dentro de una proyección
más regional en el Caribe. Pero es obvio que dos investigadores
son singularmente relevantes como referencia en método
y conceptualización de estos estudios, a saber, Teodoro
de Booy y J. W. Fewkes. El primero, que le precedió
en la región oriental de Cuba -y como se ha mencionado,
parece ser su guía y mentor en la Heye Foundation-
y el origen intelectual de las temporadas de 1914-1915, poseía
una sólida reputación de indagaciones en otras
Antillas Mayores, en particular en La Española. Las
conclusiones de De Booy (1919) sobre los concheros y otros
residuarios excavados en Santo Domingo, son tomadas como referencia
para confirmar la hipótesis de una asociación
entre el material cultural taíno, en especial
la cerámica representativa y los entierros asociados
con cráneos “aplastados”. Harrington amplía
esta observación aplicada a los sitios excavados en
Maisí y Baracoa, con los hallazgos de su colega en
depósitos cronológicamente similares en la inmediata
Haití. (Véase cap. XX, pag.13).
Nuestro autor se refiere con frecuencia a
la obra de J. W. Fewkes, en su particular informe que sobre
la cultura prehistórica de Cuba apareció en American Anthropologist (vol.VI, 5, 1904), justo
una década antes del inicio de las excursiones arqueológicas
de Harrington. No disimula sus tópicos de concordancia
en lo que a las clasificaciones culturales se refiere, de
modo que Harrington se muestra en sintonía con la especificación
de los rasgos de la cultura taína, aceptando
los patrones establecidos por Fewkes para esa etapa histórica
en Haití, Jamaica, las Bahamas y Puerto Rico. De las
opiniones de este último, derivadas de sus trabajos
en los sitios puertorriqueños, Harrington toma argumentos
para sostener su asociación de cráneos artificialmente
modelados con la cerámica de filiación taína hallada en el distrito de Maisí. De hecho, la clasificación
antillana de 1904 es extendida a Cuba oriental en la obra
de 1921. Por ello afirma en la presentación de su primera
parte que “...nuestras propias investigaciones arqueológicas
y exploraciones (...) tienden a confirmar las consideraciones
del doctor Fewkes en todos sus aspectos.” (Véase
caps. II, pág. 49 y XX, pag.13 y ss).
Otro punto de contacto entre ambos autores
norteamericanos se evidencia en que aceptan la existencia
en Cuba de un periodo cultural muy temprano, raigalmente diferente
de los agricultores taínos de las Antillas.
Pero Harrington, a despecho de su admiración por las
conclusiones generales formuladas por Fewkes, se distancia
de éste en la tipificación de la cultura “de
las cuevas”. Con palpable cautela estima que la propuesta
de este último, acerca de la existencia de una tercera
cultura “de pescadores” -paralela a la de los
cavernícolas antiguos- está todavía por
demostrar que representa una diferencia básica con
los que Harrington denomina como ciboneyes. Del cotejo
de sus datos con los publicados con su colega, sostiene que
ambas apenas son manifestaciones de una misma cultura muy
elemental. Algo que la ciencia arqueológica reafirmaría
a partir de la quinta década del siglo XX. En sus conclusiones,
Harrington subscribe la validez de la idea de Fewkes acerca
de una cultura indígena muy elemental en la región
más occidental de la Isla, y se complace en afirmar
que si bien éste escribió en 1904 que tal posibilidad
estaba entonces por demostrar, y se carecían de evidencias
materiales procedentes de tales comarcas, las prospecciones
y excavaciones practicadas en diversos puntos de Pinar del
Rio, especialmente en 1919, mostraron suficientes pruebas
de la existencia de un poblamiento ciboney en el
más remoto occidente.
Un año después de publicada Cuba before Colombus, tocaría a Fewkes tomar
a Harrington como referencia documental en su obra A Prehistoric
Island Culture Area of America (1922), al mencionar entre
sus fuentes para la porción dedicada a Cuba no sólo
el reciente libro, sino las colecciones de artefactos y osamentas
extraídas de Cuba (vale recordar que no siempre en
concordancia con el respeto a la integridad de los sitios
excavados y a la opinión de algunas autoridades culturales
del país), y que estaban depositadas entonces en las
bóvedas del Museo del Indio Americano de Nueva York.
La influencia posterior de este legado de
Harrington en Cuba se manifestaría en las exploraciones
de Cornelius Osgood e Irving Rouse a inicios de la década
de 1940, en especial el primero, que excavaría en Cayo
Redondo, conchero explorado por Harrington y que devendría
en sitio diagnóstico en los estudios de los más
tempranos recolectores y pescadores cubanos. Las influencias
de la obra y conclusiones de Harrington se perciben en una
serie de investigadores cubanos que definieron los fundamentos
de una escuela arqueológica propia y que se extienden
desde Arístides Mestre -con sus estudios en antropología-
y Felipe Pichardo Moya -con su novedosa aproximación
a los factores ecológicos en las culturas arqueológicas-,
hasta investigadores tan notables como René Herrera
Fritot y Felipe Martínez Arango.
En 1950, cuando predominaba la influencia
del pensamiento arqueológico cubano en la región
antillana, la Mesa Redonda de Arqueólogos del Caribe
otorgó carácter de clasificación internacional,
si bien con diferente taxonomía, a las dos definiciones
culturales básicas esbozadas en la obra harringtoniana.
Autores de proclamada filiación marxista -y que acapararon
toda posibilidad de definiciones tipológicas de la
prehistoria cubana en la década de 1960- como Ernesto
Tabío y sus seguidores en la Academia de Ciencias,
mantuvieron en lo fundamental y por cierto tiempo la clasificación
de 1921 (por vía de la adoptada en 1950), si bien parafraseándola
convenientemente. En la década de 1970 se suprimió
en aras de una clasificación más ideológicamente
ortodoxa y problemáticamente poco flexible. En una
posición ciertamente rupturista con la tipología
oficialista, los investigadores del Museo Antropológico
Montané, Ramón Dacal y Manuel Rivero de la Calle,
retomaron la clasificación de Harrington (1989) en
el ámbito de un proyecto investigativo (donde el autor
de estas notas tuvo la oportunidad de participar) que por
entonces patrocinaba el antropólogo noruego Thor Heyerdhal
y la presentaron, cierto tiempo después, en una monografía
sobre la cultura y arte precolombino de Cuba, publicada por
una universidad norteamericana a finales de la década
de 1990.
Este aniversario, se constituye en ineludible
recordatorio del creativo ejercicio intelectual que caracterizó
los estudios prehistóricos en Cuba a inicios del pasado
siglo, y al que pertenecen por igual, y en virtud del enriquecimiento
que significaron para el conocimiento de la historia de la
Isla, las producciones de autores propios y foráneos.
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Indian Notes and Monographs. Heye Foundation, New York, 1921.
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