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A nueve décadas de una obra trascendente, Cuba before Colombus de Mark R. Harrington, 1921.

Por Pablo J. Hernández González.

A la llegada del arqueólogo Mark Raymond Harrington a La Habana, Cuba contaba con treinta y nueve años de práctica científica e institucional en el campo de los estudios de arqueología y antropología prehistóricas. Desde 1875, profesionales de las ciencias -formados en universidades europeas- habían venido introduciendo conceptos y taxonomías de la prehistoria a los resultados de exploraciones de campo y a las colecciones formadas alrededor de los vestigios de la más antigua presencia humana en el archipiélago cubano. Justamente su inicial presencia, en febrero de 1914, debía su razón a una entrevista celebrada, algo antes, entre Luis Montané Dardé, profesor de Antropología y conservador del Museo Antropológico de la Universidad de La Habana, con el arqueólogo Teodoro de Booy, del Museo del Indio Americano de Nueva York, y donde el primero estimuló a su colega norteamericano a practicar un reconocimiento por las comarcas orientales de la Isla, donde abundaban las reliquias de la etapa taína de la prehistoria de Cuba. Montané, en 1891 y 1902 -así como su colega catedrático Carlos de la Torre en 1890-, había colectado un importante número de cráneos, vasijas de alfarería y otro menaje lítico de las gentes neolíticas descritas por los cronistas indianos.

De Booy reconoció ciertas franjas costeras al este de Santiago de Cuba, con pleno apoyo de sus colegas cubanos, y de regreso a Nueva York alentó a M. R. Harrington, entonces conservador auxiliar de la colección Americana del Museo de la Universidad de Pennsylvania, a tomar a su cargo el estudio de los sitios arqueológicos cubanos según le había sugerido Montané. El aliento institucional para el proyecto lo habría de proporcionar la Heye Foundation, mantenedora del Museo del Indio Americano, al que se restituiría Harrington -pues había sido parte de su cátedra científica entre 1908 a 1911- al poner en práctica su formal expedición a Cuba en enero de 1915. De la revisión de su obra sabemos que previamente, en febrero y luego entre octubre y noviembre de 1914, entró en contacto con las más conspicuas figuras del medio antropológico cubano, que serán fundamentales para orientar sus esfuerzos científica y socialmente, recabar las asistencias gubernamentales y académicas, y asegurar logísticamente los esfuerzos de las excavaciones en remotas comarcas como las de Baracoa y Maisí. En tal propósito serán decisivos los apoyos de Carlos de la Torre y Luis Montané, como cortésmente refiere el arqueólogo visitante a lo largo de su monografía, así como otra serie de personas de diversos medios e intereses.

La expedición principal se extendió entre enero y diciembre de 1915, y se centró en la parte oriental de la montañosa provincia de Santiago de Cuba, con excavaciones y reconocimientos muy provechosos en las citadas comarcas de Baracoa, Maisí y algo en el litoral, en Jauco, Siboney y Santiago de Cuba. Durante el último mes de su estancia en la Isla, se practicaron estudios de prospección en la occidental provincia de Pinar del Rio, escasamente estudiada por los investigadores y que las crónicas marcaban como un refugio de las más primitivas gentes que moraban el país para el siglo XVI. Aquí estuvo en el valle de San Juan, en el conchero de Cayo Redondo, y en la región cárstica de Viñales. Si los sitios excavados en Baracoa habían ofrecido numerosos argumentos para identificar contextos artefactuales de filiación neolítica, similares a La Española, aquellos entrevistos en la más occidental región cubana, le pusieron en contacto con restos de una cultura muy elemental y diferente a lo conocido entonces en las Antillas Mayores. A lo largo de la primera parte de la obra, en particular en los capítulos VI al XII, se ofrecen los detalles correspondientes con especial precisión analítica y una prosa ágil y muy amena de seguir.

Tras la normalización de la actividad intelectual norteamericana, luego del final de la Primera Guerra Mundial, Harrington encabeza una nueva misión científica a sitios arqueológicos de Cuba, financiada por la Heye Foundation. Durante la primavera y verano de 1919 volvió a trabajar en Baracoa, y practicó excavaciones preliminares en depósitos y cuevas de Los Remates, Cabo de San Antonio y La Güira, en la región de Guane, Pinar del Rio. El lector podrá constatar las opiniones del autor sobre la menos conocida -arqueológicamente hablando entonces- de las provincias cubanas, si revisa lo expuesto en los capítulos XIV al XVIII.

Cuba before Colombus, cuya redacción y publicación de su primera parte resulta, aun para un observador de nuestra época, un ejercicio de lograda celeridad, recibió excelente acogida no sólo en el ámbito arqueológico norteamericano, donde causó sensación, sino entre los colegas cubanos, cuya información y asistencia fueron decisivos en la exitosa culminación del proyecto del Museo del Indio Americano en la Isla. Así, en una opinión vertida a escaso tiempo de la publicación de la obra, Fernando Ortiz le consideraba como un ejercicio facilitador de “…una síntesis del estado de la etnografía prehistórica…” de Cuba, tanto como “señalado servicio a la ciencia cubana (…)”. Además, por su método y conclusiones resultaba una ineludible introducción a cualquier acercamiento científico a los primeros tiempos de la presencia humana en la Isla.

 

Harrington, Mark R. Cuba before Colombus. Indian Notes and Monographs. Heye Foundation, New York, 1921.

 

Esta obra, vale recapitular, se componía de dos partes. La primera, publicada en Nueva York, en 1921, como parte de la serie Indian Notes and Monographs del Museo del Indio, en dos volúmenes, consta de una lograda introducción histórica e historiográfica sobre los estudios de la prehistoria cubana protagonizados hasta 1914, y seguida de los informes de excavaciones alentadas en el oriente y occidente de Cuba en tres temporadas de campo. Esta porción fue traducida y publicada, por iniciativa de los antropólogos Fernando Ortiz y Arístides Mestre, en única edición castellana en La Habana, en 1935.

 

Cuba antes de Colón e Historia de la arqueología indocubana (traducción de Cuba before Columbus de Mark R. Harrington por Fernando Ortiz y Adrian del Valle, e Historia de la arqueología indocubana de Fernando Ortiz en su segunda edición, refundida y aumentada). Colección Libros Cubanos, La Habana, Cuba, 1935.

 

Como el propio Harrington apunta en su presentación, la segunda parte -que no apareció en las ediciones mencionadas- debía dedicarse a un exhaustivo estudio arqueológico y etnográfico de las culturas aborígenes de la Isla, en particular la arawak o taína, pero sin descartar los elementos culturales más remotos. El texto incluiría un amplio y detallado análisis de los especímenes colectados en el Oriente de Cuba, con profusión de ilustraciones y gráficas.

Lo publicado, no obstante, ha conseguido mantenerse como texto referencial para el conocimiento de las culturas prehispánicas de Cuba y las Antillas, y un depurado ejercicio metodológico por espacio ya de nueve décadas de su publicación. Uno de los asuntos más vigentes de la obra de Harrington es su demostración de la presencia de dos culturas arqueológicas en la Isla: una muy antigua y paleolítica que denomina ciboney, y otra, neolítica, de filiación arawak y revelada históricamente, calificada como taina. Harrington, en su capítulo XIX, dedicado a la explicación de su hipótesis tipológica de la prehistoria cubana, reconoce que ya en 1904, J. W. Fewkes había sospechado tal posibilidad del estudio de las colecciones cubanas, que tendían a justificar apreciaciones -en ocasiones no siempre muy entendibles- que aparecían en las primeras obras de los historiadores de Indias de los siglos XV y XVI. Citaba también a Carlos de la Torre y su entendimiento de las analogías y diferencias entre los grupos neolíticos de Cuba con respecto a los de otras Antillas, según expresaba en su manual de estudios históricos publicado en 1900. Nos llama la atención -no obstante que Harrington compartió información arqueológica y posiblemente criterios clasificatorios con el fundador de los estudios prehistóricos en Cuba, el doctor Luis Montané- no registrase el que correspondió a éste último, unos treinta años antes y tras sus andanzas exploratorias de 1888 y 1891por las prometedoras comarcas arqueológicas extendidas desde las sierras de Sancti Spiritus a las de Baracoa y Maisí, quien formuló, a partir de reliquias culturales y osteológicas, la existencia de dos definidas etapas prehistóricas en la Isla de Cuba, aquella muy arcaica y esta, agrícola y ceramista. Las indagaciones del arqueólogo norteamericano, aplicando métodos y criterios de otra época y escuela, confirmaban tales apreciaciones formuladas a la luz de los conocimientos que se manejaban en el reducido, pero informado y creativo medio científico de los primeros tiempos de la Cuba republicana.

Harrington, en su generalización del capítulo XX, abunda en ciertas opiniones de una oportuna contemporaneidad, como cuando sostiene las razones científicas en las que erige su periodización de la prehistoria cubana, pero que distancia de toda pretensión axiomática al observar que “…al considerar estos problemas debemos recordar que no se trata de una población de condición estática, sino (…) de pueblos en activo movimiento”. Y más adelante, “…descubrimos vestigios de dos distintas clases de indios para distinguir a los cuales se precisa encontrar apropiados nombres (…)”. Mas que, como ha proliferado en la arqueología cubana por espacio de casi medio siglo, involucrarse en interminables y adjetivadas “conceptualizaciones” plagadas de prefijos y sufijos de dudosa historicidad, o montarse culturas ignotas y novedosas sobre mixturas teóricas ora deterministas ora eclécticas en el mejor de los casos, y en el peor, sobre restos tan elusivos como fragmentos de cerámica burda o presuntos instrumentos musicales de hueso, nuestro investigador pareció preferir las más directas definiciones sujetas a ciertas correcciones que estimo necesarias. Así, su ciboney correspondería a “(…) Una clase, bastante más primitiva en cultura, había vivido de un confín a otro de la Isla (…)”, en tanto que los horticultores tainos, constituían “(…) la clase de más avanzada cultura cuyos vestigios se encuentran principalmente en la extrema parte oriental de Cuba…”.

La etapa de los más antiguos pobladores del archipiélago cubano está marcada por “…un pueblo rudo y atrasado…”, cuyos implementos y utensilios colectados resultan tan groseros, “…que no han atraído la atención…”, y que existían para la época de la llegada de los castellanos. Su presencia se extendió por toda la latitud de la Isla, “con pequeñas variaciones locales…”, intuyendo así las subclasificaciones del ciboney arqueológico que estarán en boga en el medio siglo subsiguiente. Gentes cavernícolas, asociados con restos de fauna extinta en “determinados lugares” (uno de los tópicos más curiosamente pendientes en las indagaciones de los investigadores aún hoy día), y con una inequívoca ubicación en la estratigrafía de los depósitos conocidos. Su decisión de emplear el término ciboney por combinación de los hallazgos materiales y los etnónimos discernibles en las fuentes documentales disponibles, ha resultado seminal para las clasificaciones de los momentos más tempranos de las poblaciones insulares, y por lo general aceptados por los estudiosos que le siguieron, inclusive en nuestra época. Con notable profesionalismo relaciona las hipótesis de Montané (1904, 1906 y 1917) con sus propios estudios de campo en diversas estaciones prehistóricas cubanas, y propone una secuencia de ocupación de la Isla que adelanta e intuye la secuencia de frontera cultural ciboney/taíno, que parece encerrar conceptualizaciones que aclararía seis décadas más tarde Irving Rouse (1988). Curiosa y moderna es su propuesta de asociar estos grupos tempranos con la ocupación de espeluncas, propuesta que ampliaría más adelante Felipe Pichardo Moya (1941).

Su comparación entre depósitos o montículos concheros -con artefactos de piedra y concha- hallados en la península de la Florida y aquellos del cabo de San Antonio, en el extremo occidental cubano, le hacen confirmar la propuesta adelantada por Fewkes sobre posibles contactos entre pobladores antiguos de los cayos floridanos y los de las costas occidentales de la Isla. Sugiere así una posible vía de origen “… de las bandas de ciboneyes de Cuba (…)” (Véase cap. XX, pag.19).

La cultura taína, cuyos orígenes sitúa en la región noroeste de Sudamérica, por asociación lingüística y contenido etnográfico, es tipificada como de “… larga permanencia en el extremo oriental de Cuba…”, pero que para el momento de la llegada de los conquistadores se habían extendido “… por lo menos a lo largo de la costa sur…”, hasta porciones del occidente. Para ello se funda en un contraste analítico entre las colecciones artefactuales existentes en museos cubanos y norteamericanos y los resultados de sus excavaciones, con las referencias etnohistóricas. Para Harrington constituye “… la más avanzada cultura encontrada en Cuba…” y se confiesa seguidor de los cronistas, antropólogos y coleccionistas que le precedieron, asociándolas con otras Antillas Mayores, si bien acota la diferencia entre los restos materiales taínos procedentes de sitios cubanos y de otras islas de la vecindad, “(…) alcanzando un más alto grado…” de organización social y depuración artística en La Española y Puerto Rico. De sus trabajos en la región oriental de Cuba, confirma observaciones ya adelantadas por estudiosos cubanos y extranjeros, en especial Montané y De la Torre, sobre la analogía tipológica de los yacimientos de esa región con los de la vecina Haití, “(…) Por lo tanto, los que construyeron los artefactos que representan la cultura cubana avanzada pueden llamarse taínos.” (Véase capitulo XX, pags.10 y 19).

Sus apreciaciones le llevan a contrastar y confirmar la evidencia documental etnohistórica, y si bien Cuba contó con una población taína casi al mismo tiempo que se pobló Jamaica, afirma que “… nuestras investigaciones demuestran que la verdadera cultura taína no obtuvo una sólida posición en Cuba oriental hasta una centuria, poco más o menos, antes del descubrimiento…” y que su florecimiento puede ser aún algo más tardío. Ciertos fechados radiocarbónicos obtenidos por exploradores y arqueólogos -en especial de la Universidad de Oriente y la Academia de Ciencias- durante el último cuarto del siglo XX, confirman la sagaz apreciación de Harrington.

Otro interesante criterio clasificatorio le hace asociar, con “… nuestras más evidentes pruebas…”, que los cráneos con deformación fronto-occipital hallados en las remotas comarcas orientales de Baracoa y Maisí, pueden ser vinculados con la cultura arqueológica taína. Al combinar sus estudios en el terreno con las apreciaciones de otros colegas contemporáneos trabajando en sitios de Haití y una lectura cuidadosa de las crónicas indianas, le permite sostener que “… dondequiera que hallamos esqueletos enterrados en lugares típicamente taínos (…) los cráneos fueron siempre del tipo aplastado (…)”. Una serie de observaciones sobre la alfarería con decoraciones antropomorfas, el instrumental lítico y los idolillos cubanos, le llevan a negar la hipótesis popularizada entre ciertos autores antillanos de la segunda mitad del siglo XIX, de analogar los cráneos deformados cubanos con los asociados a las poblaciones caribes históricamente presentes en las Antillas Menores. (Véase cap. XX, págs. 9 a la 13).

En la obra de Harrington merece una breve mención el espacio conferido a la obra de investigadores desaparecidos o contemporáneos, de los que se nutrió su proyecto investigativo en la Cuba de la segunda década del siglo XX. De los autores cubanos es bastante amplia la referencia que recogen sus primeros capítulos, enfocados a presentar el estado de la cuestión que le ocupa. Resulta pertinente mencionar tres de los más influyentes en su familiarización con un ámbito arqueológico muy alejado de sus experiencias previas en la prehistoria y etnografía del continente norteamericano. El primero, Antonio Bachiller y Morales, cuya Cuba Primitiva (1883) es valorada como sapiente referencia, y en particular para la demostración de la asociación existente entre los cráneos deformados artificialmente y el menaje cultural taíno en contextos de Cuba y otras comarcas antillanas. Si bien el arqueólogo de la Heye Foundation admite que no siempre se halla en sintonía con todas las conclusiones presentadas en el antológico libro del finado erudito cubano.

Su deferencia intelectual con Luis Montané es palpable, pues reconoce la influencia de éste en buena parte de los precedente estudios científicos de la arqueología cubana, en particular los tempranos hallazgos efectuados en Sancti Spiritus, Baracoa y Maisí, así como el más contemporáneo hallazgo en la Ciénaga de Zapata. Como hemos mencionado, correspondió al catedrático de Antropología de la Universidad habanera el haber facilitado al mentor de Harrington, De Booy, “… una información tan sugestiva referente al distrito de la extrema parte oriental de Cuba, cerca del cabo de Maisí…”, que sería el detonante de la primera presencia del joven investigador en 1914. Este último, quien escudriñó y celebró las colecciones del museo de la Universidad de La Habana, nombrado Museo Montané en homenaje a su anfitrión, opinó que Montané era autor de estudios de campo y conferencias científicas de importancia. En su recuento de las obras contemporáneas, cita los informes que acerca del célebre hallazgo de Sancti Spiritus se presentaron a nombre de la ciencia cubana en congresos internacionales celebrados en París (1904), Mónaco (1906), Buenos Aires (1910) y Washington (1917), tanto como el informe de excavación sobre el conchero funerario de Guayabo Blanco (1913).

Otro notable académico cubano, Carlos de la Torre, resulta sujeto de reconocimiento por Harrington, tanto por su indispensable función como contacto oficial con la Universidad de La Habana y las autoridades gubernamentales que apoyaron las misiones del Museo del Indio Americano en sus varias temporadas. Además, le nota como fuente consecuente, por sus estudios de campo en las regiones orientales de la Isla a finales del siglo anterior, su actividad académica e investigativa de la cual destaca una esbozada clasificación que distingue entre caribes y taínos, tanto como la presencia de “tribus más atrasadas” en el extremo más occidental de la Isla. Sin embargo, no comparte el generalizado empleo del término ciboneyes aplicado en su Manual de Historia de Cuba (1900), sin permitirse matices, por parte de De la Torre, y para todos los grupos culturales de la prehistoria cubana.

En lo que concierne a los colegas norteamericanos que le precedieron, si bien el listado se inicia desde la breve observación cubana de E. Squiers en 1860, nota que iniciado el siglo XX es que ciertos arqueólogos de los Estados Unidos comienzan a mostrar atención hacia la prehistoria de Cuba, dentro de una proyección más regional en el Caribe. Pero es obvio que dos investigadores son singularmente relevantes como referencia en método y conceptualización de estos estudios, a saber, Teodoro de Booy y J. W. Fewkes. El primero, que le precedió en la región oriental de Cuba -y como se ha mencionado, parece ser su guía y mentor en la Heye Foundation- y el origen intelectual de las temporadas de 1914-1915, poseía una sólida reputación de indagaciones en otras Antillas Mayores, en particular en La Española. Las conclusiones de De Booy (1919) sobre los concheros y otros residuarios excavados en Santo Domingo, son tomadas como referencia para confirmar la hipótesis de una asociación entre el material cultural taíno, en especial la cerámica representativa y los entierros asociados con cráneos “aplastados”. Harrington amplía esta observación aplicada a los sitios excavados en Maisí y Baracoa, con los hallazgos de su colega en depósitos cronológicamente similares en la inmediata Haití. (Véase cap. XX, pag.13).

Nuestro autor se refiere con frecuencia a la obra de J. W. Fewkes, en su particular informe que sobre la cultura prehistórica de Cuba apareció en American Anthropologist (vol.VI, 5, 1904), justo una década antes del inicio de las excursiones arqueológicas de Harrington. No disimula sus tópicos de concordancia en lo que a las clasificaciones culturales se refiere, de modo que Harrington se muestra en sintonía con la especificación de los rasgos de la cultura taína, aceptando los patrones establecidos por Fewkes para esa etapa histórica en Haití, Jamaica, las Bahamas y Puerto Rico. De las opiniones de este último, derivadas de sus trabajos en los sitios puertorriqueños, Harrington toma argumentos para sostener su asociación de cráneos artificialmente modelados con la cerámica de filiación taína hallada en el distrito de Maisí. De hecho, la clasificación antillana de 1904 es extendida a Cuba oriental en la obra de 1921. Por ello afirma en la presentación de su primera parte que “...nuestras propias investigaciones arqueológicas y exploraciones (...) tienden a confirmar las consideraciones del doctor Fewkes en todos sus aspectos.” (Véase caps. II, pág. 49 y XX, pag.13 y ss).

Otro punto de contacto entre ambos autores norteamericanos se evidencia en que aceptan la existencia en Cuba de un periodo cultural muy temprano, raigalmente diferente de los agricultores taínos de las Antillas. Pero Harrington, a despecho de su admiración por las conclusiones generales formuladas por Fewkes, se distancia de éste en la tipificación de la cultura “de las cuevas”. Con palpable cautela estima que la propuesta de este último, acerca de la existencia de una tercera cultura “de pescadores” -paralela a la de los cavernícolas antiguos- está todavía por demostrar que representa una diferencia básica con los que Harrington denomina como ciboneyes. Del cotejo de sus datos con los publicados con su colega, sostiene que ambas apenas son manifestaciones de una misma cultura muy elemental. Algo que la ciencia arqueológica reafirmaría a partir de la quinta década del siglo XX. En sus conclusiones, Harrington subscribe la validez de la idea de Fewkes acerca de una cultura indígena muy elemental en la región más occidental de la Isla, y se complace en afirmar que si bien éste escribió en 1904 que tal posibilidad estaba entonces por demostrar, y se carecían de evidencias materiales procedentes de tales comarcas, las prospecciones y excavaciones practicadas en diversos puntos de Pinar del Rio, especialmente en 1919, mostraron suficientes pruebas de la existencia de un poblamiento ciboney en el más remoto occidente.

Un año después de publicada Cuba before Colombus, tocaría a Fewkes tomar a Harrington como referencia documental en su obra A Prehistoric Island Culture Area of America (1922), al mencionar entre sus fuentes para la porción dedicada a Cuba no sólo el reciente libro, sino las colecciones de artefactos y osamentas extraídas de Cuba (vale recordar que no siempre en concordancia con el respeto a la integridad de los sitios excavados y a la opinión de algunas autoridades culturales del país), y que estaban depositadas entonces en las bóvedas del Museo del Indio Americano de Nueva York.

La influencia posterior de este legado de Harrington en Cuba se manifestaría en las exploraciones de Cornelius Osgood e Irving Rouse a inicios de la década de 1940, en especial el primero, que excavaría en Cayo Redondo, conchero explorado por Harrington y que devendría en sitio diagnóstico en los estudios de los más tempranos recolectores y pescadores cubanos. Las influencias de la obra y conclusiones de Harrington se perciben en una serie de investigadores cubanos que definieron los fundamentos de una escuela arqueológica propia y que se extienden desde Arístides Mestre -con sus estudios en antropología- y Felipe Pichardo Moya -con su novedosa aproximación a los factores ecológicos en las culturas arqueológicas-, hasta investigadores tan notables como René Herrera Fritot y Felipe Martínez Arango.

En 1950, cuando predominaba la influencia del pensamiento arqueológico cubano en la región antillana, la Mesa Redonda de Arqueólogos del Caribe otorgó carácter de clasificación internacional, si bien con diferente taxonomía, a las dos definiciones culturales básicas esbozadas en la obra harringtoniana. Autores de proclamada filiación marxista -y que acapararon toda posibilidad de definiciones tipológicas de la prehistoria cubana en la década de 1960- como Ernesto Tabío y sus seguidores en la Academia de Ciencias, mantuvieron en lo fundamental y por cierto tiempo la clasificación de 1921 (por vía de la adoptada en 1950), si bien parafraseándola convenientemente. En la década de 1970 se suprimió en aras de una clasificación más ideológicamente ortodoxa y problemáticamente poco flexible. En una posición ciertamente rupturista con la tipología oficialista, los investigadores del Museo Antropológico Montané, Ramón Dacal y Manuel Rivero de la Calle, retomaron la clasificación de Harrington (1989) en el ámbito de un proyecto investigativo (donde el autor de estas notas tuvo la oportunidad de participar) que por entonces patrocinaba el antropólogo noruego Thor Heyerdhal y la presentaron, cierto tiempo después, en una monografía sobre la cultura y arte precolombino de Cuba, publicada por una universidad norteamericana a finales de la década de 1990.

Este aniversario, se constituye en ineludible recordatorio del creativo ejercicio intelectual que caracterizó los estudios prehistóricos en Cuba a inicios del pasado siglo, y al que pertenecen por igual, y en virtud del enriquecimiento que significaron para el conocimiento de la historia de la Isla, las producciones de autores propios y foráneos.

Bibliografía de referencia.

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Martínez Arango, F. Los aborígenes de la cuenca de Santiago de Cuba. Miami, 1989.

Agosto de 2011.
San Juan, Puerto Rico. arriba

 

 

© Marlene García 2003 para José Ramón Alonso